"A lo que los músicos, ocultos a sus ojos en una alcoba contigua detrás de un tapiz de Arrás, atacaron una especie de chotis. Mondaugen, subyugado por un súbito aroma de almizcle, que hizo llegar hasta las ventanas de su nariz una bocanada producida por vientos interiores que no podían haberse levantado por accidente, la ciñó por el talle, atravesó la habitación girando con ella, la sacó fuera, cruzó un dormitorio cubierto de espejos y rodeó la cama imperio con pabellón, la introdujo en una galería —acribillada a intervalos de diez metros a todo lo largo por amarillas dagas de sol africano— de cuya pared colgaban paisajes nostálgicos de un valle del Rin que jamás existiera, retratos de oficiales prusianos que murieron antes de Caprivi (algunos incluso antes de Bismarck), con sus rubias y nada tiernas damas en quienes ya no florecía más que el polvo; la llevó a través de rítmicas ventoleras de rubio sol que trastornaban los globos oculares con imágenes vanas; la sacó de la galería y entró en una diminuta habitación desamueblada, totalmente recubierta de colgaduras de terciopelo negro, alta como la casa, estrechándose en chimenea y abierta en lo alto, de forma que podían verse las estrellas en pleno día; bajó por último tres o cuatro escalones hasta el planetario de Foppl, habitación circular con un gran sol de madera recubierto de panes de oro, que brillaba frío en el centro y, en torno a él, los nueve planetas con sus lunas, suspendidos de carriles situados en el techo, accionados mediante una tosca telaraña de cadenas, poleas, correas, cremalleras, piñones y tornillos sinfín. Todo ello recibía su primordial impulso de una rueda catalina, activada de ordinario para diversión de los huéspedes por un bondelswaartz ahora desocupado. Hacía tiempo que habían escapado a todo lo que significaba música y Mondaugen la soltó en ese sitio, se dirigió a la rueda catalina y puso en marcha bamboleante aquel remedo de sistema solar, que chirriaba y gemía de un modo que hacía castañetear los dientes. Traqueteando, temblando, los planetas de madera comenzaron a rotar y a girar, los anillos de Saturno a dar vueltas, las lunas su procesión, nuestra Tierra su oscilar mutacional, todos cogiendo velocidad; mientras la chica seguía bailando, después de haber elegido por pareja al planeta Venus; mientras Mondaugen recorría veloz su propia geodésica, siguiendo los pasos de una generación de esclavos.
Cuando se hubo cansado, desaceleró y paró, la muchacha se había ido, desvanecida en la abundancia de madera que quedaba tras la parodia del espacio. Mondaugen, con el aliento entrecortado, bajó de la rueda catalina para proseguir su descenso y buscar el generador.
Pronto fue a caer en un sótano en el que se guardaban aparejos de jardinería. Como si el día sólo hubiera nacido para prepararle ese momento, descubrió a un bondel varón, boca abajo y desnudo, la espalda y las nalgas cubiertas de cicatrices de viejos golpes de sjambok, así como de heridas más recientes, abiertas en la carne como otras tantas sonrisas desdentadas. Armándose de valor, el asustadizo Mondaugen se acercó al hombre y se inclinó para tratar de percibir la respiración o un latido del corazón, procurando no ver la blanca vértebra que le hacía un guiño desde una abertura de gran longitud."

Thomas Pynchon




"Ahora es siempre el mismo, despierto o dormido; nunca deja de tener el mismo sueño, ya no hay diferencias entre ambos mundos: para él sólo existe uno."

Thomas Pynchon


"Al menos, conservaba el mismo coche, el Cadillac descapotable que tenía desde siempre, un Eldorado Biarritz del 59 comprado de segunda mano en uno de los solares de Western donde la gente se sitúa cerca del tráfico para que éste se lleve el olor de lo que sea que fumen. Cuando Shasta se fue, Doc se sentó en un banco del paseo marítimo, de espaldas a una larga hilera de ventanas iluminadas que ascendían por la pendiente, y contempló las flores luminosas de la espuma del oleaje y las luces del tráfico tardío de las afueras zigzagueando por la remota ladera de Palos Verdes. Repasó las preguntas que no había hecho, como, por ejemplo, hasta qué punto se había acostumbrado ella a los niveles de bienestar económico y poder que Wolfmann le garantizaba, si estaba dispuesta a volver al estilo de vida de bikini y camiseta, y si le pesaría o no. Y también la pregunta más difícil de plantear: ¿estaba genuina y apasionadamente enamorada del bueno de Mickey? Doc conocía la respuesta probable: «Lo amo». ¿Qué otra cosa iba a decir? Con la nota al pie implícita de que aquella palabra se utilizaba demasiado en los tiempos que corrían. Cualquiera con la menor pretensión de estar al día «amaba» a quien fuera, por no mencionar otros usos prácticos de la palabra, como empujar a los demás a actividades sexuales en las que, si se les presentaba la ocasión, no les importaría mucho participar.
De vuelta en casa, Doc se quedó un rato mirando el cuadro de terciopelo que le había comprado a una de las familias mexicanas que montaban sus tenderetes los fines de semana por los bulevares en la llanura verde, donde la gente todavía iba a caballo, entre Gordita y la autopista. En la tranquilidad que reinaba por la mañana temprano sacaban de las furgonetas y desplegaban Crucifixiones y Últimas Cenas de la anchura de un sofá, moteros proscritos a lomos de Harleys representados con minucioso detalle, superhéroes de los bajos fondos ataviados como miembros de las Fuerzas Especiales con M16 y demás. El cuadro de Doc mostraba una playa del sur de California que nunca existió: palmeras, chicas en bikini, tablas de surf, de todo. Cuando se le hacía cuesta arriba asomarse a la tradicional ventana de cristal de la habitación de al lado, se quedaba observándolo como si estuviera mirando por otra ventana. A veces, cuando estaba a oscuras, el cuadro se iluminaba, por lo general si había fumado hierba, como si el botón de contraste de la Creación hubiera sido tocado apenas lo suficiente para darle a todo un leve resplandor, un filo luminoso, y prometiera que la noche estaba a punto de volverse épica.
Pero no esa noche, que sólo auguraba trabajo. Se puso al teléfono e intentó hablar con Penny, pero había salido, probablemente a bailar, a pasarse toda la noche watuseando frente a algún abogado de pelo corto con una prometedora carrera por delante. Chachi, a Doc tanto le daba. A continuación llamó a su tía Reet, que vivía en el bulevar al otro lado de las dunas, en una zona residencial, con casas, patios y hasta arboles, por los cuales se la había acabado conociendo como la Tree Section. Hacía unos años, tras divorciarse de un luterano del Sínodo de Misuri que no practicaba, dueño de un concesionario de T—Birds y con cierta debilidad por las atribuladas amas de casa que frecuentan los bares de las boleras, Reet se había mudado ahí con los niños desde el condado de San Joaquín, empezó a vender inmuebles y al poco ya tenía su propia agencia, que ahora llevaba desde un bungalow ubicado en la misma parcela inmensa donde se levantaba su casa. Cada vez que Doc necesitaba saber algo que tuviera que ver con el mundo inmobiliario, la persona a la que recurría era la tía Reet, que conocía a la perfección la situación de todos y cada uno de los solares, desde el desierto hasta el mar, como les gustaba decir en las noticias vespertinas."

Thomas Pynchon
Vicio propio





"Aquellos cuyo persistente objetivo es el poder en este mundo están encantados de usar sin remordimientos a los otros, cuyo propósito es por descontado, trascender cualquier disputa de poder. Cada grupo considera al otro una pandilla de ilusos."

Thomas Pynchon


"Claro que, con el paso del tiempo, empezó a hacerse preguntas. Pero no podía sonsacarla… lo eludía, miraba a otro lado y sonreía, no de forma siniestra sino con la mirada perdida semiprofesional y secreta de un niño, nostálgica (aunque sólo años más tarde le contaría cómo utilizó esa nostalgia para pasar el mal trago) del Retiro, la sierra nubosa, los altos muros oscuros, donde podía anidar con las otras… no gorriones tullidos, sino aves de presa, despeluchadas por la tormenta, cansadas de la caza, para descansar y recuperarse… nostálgica de las montañas, en buena medida como antaño había imaginado, románticamente, a su viejo maestro Inoshiro Sensei. Para eso la había preparado… para heredar su propia trabazón del mundo, y ahora, con aquel demencial timo karmológico de Takeshi, también en el pasado, y en los crímenes transmundanos, los mil sangrientos arroyos en los confines del tiempo que se extendían, sombríos, hacia el interior desde las costas ramplonas del Ahora.
Cuando Takeshi y LD llegaron a abrir la tienda, Vato y Blood estaban repantigados en sillas plegables, tarareando una extraña antífona ad libitum, que interrumpían de vez en cuando para retomar simultáneamente la melodía dos compases y medio más allá, zumbando con la amenaza latente de un enjambre de abejas. Era el famoso tema de Grúas V y B, basado en el himno ¡Yo soy Chip!… ¡Yo soy Dale! de los dibujos animados de Disney, cantado originalmente por dos ardillas que nunca llegaron a alcanzar el carisma o el reconocimiento que disfrutó el trío de Ross Bagdasarian, Alvin, Simón y Theodore. En Vietnam, Vato y Blood solían trabajar en el parque móvil, pero de vez en cuando tenían que salir en alguna caravana. A la vuelta de lo que supuestamente tenía que haber sido un paseo rutinario por los bosques y resultó un oscuro acontecimiento cargado de muertes, entraron una tarde al azar en un galpón de cemento en las profundidades del complejo de Long Binh, un verdadero antro, abrieron unas cervezas y se sentaron a ver la tele. En tierras lejanas, algún oficial había decidido que los dibujos animados de Disney eran precisamente el tipo de diversión que necesitaban, lo que era verdad, aunque por otras razones. De pronto, mientras otros parroquianos se apartaban nerviosamente de los muchachos, aparecieron Chip y Dale, y con ellos un inequívoco relámpago de reconocimiento. Tras escuchar el tema del dúo de ardillas un par de veces, absorbiendo la letra y la melodía, Blood, volviéndose hacia Vato durante un anuncio de propaganda para el reenganche, cantó «Yo soy Blood», y Vato inmediatamente respondió, con voz aflautada, «¡Yo soy Vato!». Juntos cantaron «No somos más que un par de hijos-de-puta/dispuestos…», momento en el que se produjo un desacuerdo cuando Vato siguió con la letra de Disney, «dispuestos a divertirnos», mientras Blood, desviándose de ella, optó por «dispuestos a romper cabezas», volviéndose inmediatamente hacia Vato."

Thomas Pynchon
Vineland




"Como si los muertos siguieran existiendo de verdad, aunque sólo fuese en una botella de licor."

Thomas Pynchon



"Dejando aparte las cuestiones del pelo y el consumo de drogas, nunca te he tenido por menos que un profesional."

Thomas Pynchon



"En sus funciones de Oficial a cargo de la disciplina a bordo de la nave, Lindsay realizaba su trabajo con una severidad arisca que un observador imparcial podría haber tomado fácilmente por monomanía.
Pero teniendo en cuenta la facilidad con que la fogosa tripulación encontraba excusas para desmandarse –lo que más de una vez daba lugar al tipo de situaciones que acaban con un «salvados por los pelos» y que son el terror de los aeronautas–, Randolph solía permitir que su segundo pecara de vehemencia. Desde el extremo más alejado de la góndola llegó un estrépito prolongado, seguido de un murmullo destemplado que hizo que Randolph, como siempre, frunciera el ceño y se llevara las manos al estómago.
–¡Sólo he tropezado con una de esas cestas de picnic! –gritó el Aprendiz Miles Blundell–, la que tenía toda la vajilla, o eso parece... Me temo que no la vi, Profesor.
–Tal vez el exceso de familiaridad –sugirió Randolph quejumbroso– la volvió temporalmente invisible para usted.
Su reproche, aunque bordease lo cáustico, estaba más que funda-do porque Miles, por mucho que tuviera buenas intenciones y el mejor corazón de todo el grupo, sufría esporádicamente cierta confusión en sus funciones motoras, lo que de vez en cuando tenía consecuencias divertidas, pero con igual frecuencia ponía en peligro la integridad física de la tripulación. Mientras Miles recogía las piezas de la vajilla dañada, le dio la risa a un tal Chick Counterfly, el miembro más reciente de la tripulación, que, apoyado en un estay, le observaba."

Thomas Pynchon
Contraluz


"Encuentra un largo pasillo, barrido, austero, con luces de situación muy espaciadas montadas en rieles, sombras donde no tendría que haberlas, que conduce —a no ser que se haya perdido— hacia la base aérea abandonada con la gran antena de radar. Sea lo que sea lo que haya en el otro extremo, al otro lado de la valla, el acceso de Gabriel Ice a ello es lo bastante importante para protegerlo con una clave, lo que lo convierte en algo más que un inocente pasatiempo de ricachón.
Se mueve con cautela; un cronómetro de intruso parpadea en silencio en su cabeza. A lo largo del pasillo hay algunas puertas cerradas con llave; otras, abiertas, y las salas a las que dan paso están vacías y transmiten una poco natural sensación de frío, de seguir bien conservadas, como si la historia del espanto pudiera asentarse ahí y preservarse de algún modo durante décadas. A no ser, claro, que se trate simplemente de un espacio de oficinas protegido, una especie de versión física del oscuro archivo de hashslingrz en el que se ha estado metiendo Eric. Huele a lejía, como si lo hubieran desinfectado hace poco. Suelos de cemento, canales que acaban en desagües en las zonas bajas. Vigas de acero por arriba, con accesorios cuyo propósito desconoce o prefiere no conocer. Ningún mueble aparte de grises mesas de oficina de formica y sillas plegables. Enchufes de doscientos veinte voltios en la pared, pero ni rastro de aparatos pesados.
¿Toda la laca que se ha echado ha convertido su cabeza en una antena? Porque ha empezado a oír murmullos que al poco se concretan en emisiones de radio de alguna clase; mira a su alrededor buscando a los locutores, no puede localizar a ninguno, pero el aire está cada vez más saturado de números y letras del alfabeto fonético de la OTAN, entre ellos Whiskey, Tango y Foxtrot, voces indiferentes distorsionadas por las interferencias de radio, réplicas cruzadas, ráfagas de ruido solar..., de vez en cuando una frase en inglés, que ella no es lo bastante rápida para captar.
Ha llegado a unas escaleras que descienden aún más hacia las profundidades de la morrena terminal. Más allá de donde alcanza a ver. Sus coordenadas se desplazan de golpe noventa grados, de forma que ahora no sabe si está mirando a una caída en vertical de incontables niveles o hacia delante por otro largo pasillo. La sensación sólo dura un latido, pero ¿Cuánto más hace falta? Se imagina que eso de ahí abajo es la idea que se hizo alguien de una posible salvación en la Guerra Fría, situada cuidadosamente en este callejón sin salida de Estados Unidos, con fe en la profundidad en bruto, con fervorosa confianza en que unos pocos bendecidos sobrevivirían, vencerían al fin del mundo y recibirían la venturosa llegada del Vacío..."

Thomas Pynchon
Al límite



"Esta noche siente el poder de cada palabra: las palabras son sólo un guiño que aleja de las cosas que representan."

Thomas Pynchon




"Están enamorados. A la mierda la guerra."

Thomas Pynchon




"Estoy alucinando en este momento, no me hacen falta drogas."

Thomas Pynchon


"Hay lugares que tememos, lugares que soñamos, lugares de los que nos convertimos en exiliados sin darnos cuenta hasta que, a veces, ya es demasiado tarde."

Thomas Pynchon


"La chica había oído la lluvia y los pájaros incluso antes de que se despertara del todo. Se llamaba Aubade: medio francesa medio anamita, vivía en un planeta extraño y solitario, muy particular, donde las nubes y el olor de las poincianas, la acritud del vino y el contacto fortuito de unos dedos por su región lumbar o, como plumas, por sus senos, todo ello se convertía inevitablemente para ella en elementos sonoros de una música que emergía por entre los intervalos de una aulladora oscuridad de discordancia."

Thomas Pynchon
Entropía 



"La desesperación se apoderó de ella, como suele suceder cuando la gente que nos rodea no nos afecta sexualmente."

Thomas Pynchon


"Las diferencias entre las religiones del mundo son de hecho bastante triviales comparadas con el enemigo común, las antiguas y permanentes tinieblas que todos odiamos, tememos y combatimos sin cesar."

Thomas Pynchon


"No hay nada tan detestable como un surrealista sentimental."

Thomas Pynchon


"No hay una verdadera dirección, ni verdaderos mandos, ni asomo de cooperación. Nunca se llegan a tomar verdaderas decisiones... A lo sumo, consiguen emerger de un caos de agravios, quejas, caprichos, alucinaciones y bobadas de todas clases."

Thomas Pynchon




"No me canso de repetirlo: cambia de peinado, cambia de vida."

Thomas Pynchon


"Pero nuestra belleza -dijo Metzger- estriba en esta dilatada capacidad para las circunvoluciones."

Thomas Pynchon


"Pese a las maquinaciones de la codicia, la mezquindad y el abuso de poder, aparece el amor."

Thomas Pynchon


"Por encima de ellos vibra una escuadrilla de B-17, hoy con rumbo desacostumbrado, fuera de los habituales corredores de vuelo. Detrás de estas fortalezas volantes, la superficie inferior de las frías nubes es azul y sus suaves ondas están veteadas también de azul, con toques de rosa grisáceo o de color púrpura...Las alas y los estabilizadores sombreados de gris oscuro. Sombras ligeramente horizontales alrededor de las curvas del fuselaje y las barquillas. Los conos de las hélices -invisibles éstas por la rotación- emergen de la encapotada oscuridad del interior de las cubiertas. La luz del cielo transforma todas las superficies vulnerables en un uniforme y crudo gris. Los aviones zumban, estáticamente, en el cielo cero, derramando escarcha recién formada, sembrando el cielo de surcos de hielo blanco, color que armoniza con algunas capas de nubes, las minúsculas aberturas y ventanillas en suave negrura, el brillante morro de perspex para siempre en un fluir de nubes y sol. El interior, negro obsidiana."

Thomas Pynchon
El arco iris de gravedad




"Recordad que Dios no dijo "ahora haré la luz", sino "que se haga la luz". Su primer acto fue dejar que la luz entrara donde no había habido nada."

Thomas Pynchon



"Soñaba -le dijo el señor Thoth- con mi abuelo. Era muy viejo, por lo menos tanto como yo en la actualidad, que tengo noventa y un años. Cuando yo era pequeño pensaba que mi abuelo siempre había tenido noventa y un años. Y ahora me parece -continuó, echándose a reír- que soy yo quien siempre ha tenido noventa y un años."

Thomas Pynchon


"Ser incapaz de recordar los pecados de una vida anterior no te exonera de hacer penitencia en ésta."

Thomas Pynchon


"Si ellos logran que hagas las preguntas equivocadas, no tienen que preocuparse por las respuestas."

Thomas Pynchon



"Si la torre está en todas partes y el caballero libertador es impotente frente a su magia, ¿Qué más puede hacerse?"

Thomas Pynchon


"Si pueden conseguir que hagas las preguntas incorrectas, no tienen que preocuparse por las respuestas."

Thomas Pynchon




"Un día se despertó comprendiendo con la claridad del aire que si una persona estaba dispuesta a renunciar a que se reconocieran sus méritos, entonces había muy pocos límites al bien que era posible hacer."

Thomas Pynchon


"Una explosión sin objetivo -afirmó Miles Blundell- es política en su forma más pura."

Thomas Pynchon



"Vaya, esta cerveza está fría, fría y con amargor de lúpulo... Sería una bobada pararse a respirar; traga, glup, glup, hasta que no queda ni gota."

Thomas Pynchon


"Vehi no sólo estaba "muy metido" en el LSD, sino que el ácido era el medio en el que nadaba y, a veces, hasta surfeaba."

Thomas Pynchon


"Ya en Los Jardines de Eco, y dado que Metzger iba a pasar el día entero en Los Ángeles por otros asuntos, buscó enseguida la única página en que aparecía el término Trystero. Junto al verso en que figuraba había una frase a lápiz: «Cf. variante ed. 1687». Escrita posiblemente por un estudiante. En cierto modo la animó. Puede que otra versión del mismo verso contribuyera a desentrañar la cara oculta de la palabra. Según el breve prefacio, el texto se había tomado de una edición en folio, sin año. Era curioso, el prefacio no lo firmaba nadie. Miró la página de créditos y comprobó que la edición original en tapa dura de la que se había hecho la edición de bolsillo era un libro de texto para estudiantes, Obras de Ford, Webster, Tourneur y Wharfinger, Lectern Press, Berkeley, California, 1957. Se sirvió medio vaso de Jack Daniel's (los Paranoides les habían dado una botella sin estrenar la noche anterior) y llamó a la biblioteca de Los Ángeles. Miraron, pero no tenían la edición de tapa dura. Podían pedírsela mediante el servicio de préstamo entre bibliotecas.
—Un momento —dijo; se le había ocurrido una idea—, la editorial está en Berkeley. Creo que me dirigiré a ella directamente. —Con la intención de visitar de paso a John Nefastis.
Se había fijado en la placa conmemorativa sólo porque cierto día había vuelto intencionadamente a Lago Inverarity, por mor de lo que podríamos llamar obsesión creciente por «poner algo de sí misma» —aunque se tratase sólo de su presencia— en el caos de gestiones financieras que Inverarity había dejado al morir. Ella los pondría en orden, crearía constelaciones; al día siguiente fue en coche al Hogar Vespertino, un asilo para ciudadanos de la tercera edad que Inverarity había fundado más o menos cuando Yoyodyne se había trasladado a San Narciso. En la sala recreativa que daba al vestíbulo vio que el sol entraba prácticamente por todas las ventanas; un anciano asentía con la cabeza ante una confusa película de dibujos animados de Leon Schlesinger que daban en la televisión y una mosca negra pacía en la rosada y casposa acequia del sector limpio de su pelo. Una enfermera gorda irrumpió con un frasco de insecticida y gritó a la mosca para espantarla y poder acabar con ella. La prudente mosca permaneció inmóvil."

Thomas Pynchon
La subasta del lote 49