Beber solo bajo la luna 

"Al pie del grave sauce que en mi jardín medita, 
junto al arroyo claro, entre matas de flores, 
brindo vino a la luna que aguarda ya mi cita, 
y, contando mi sombra, somos tres bebedores. 

Mas la luna, comprendo, mi invitación desdeña; 
¿ni cómo haré que beba la tonta sombra mía? 
¡Ay!, en buscar amigos mi corazón de empeña, 
hoy, que la primavera desborda en mi alegría. 

Canto. La luna irónica mueve su calavera. 
Danzo. Mi sombra móvil se prolonga en sigilo; 
y así bebemos juntos hasta que el vino opera 

y cada cual, ya ebrio, se va a dormir tranquilo. 
Somos un trío eterno que un día, en otra esfera, 
a danzar volveremos en impecable estilo. 

Juan Carlos Dávalos


"El Serapio Guantay era zamarro como el venado arisco que nace en las abras. Dos o tres veces al año se presentaba en la "sala", para frangollar su abasto de maíz en el molino y rendirle al patrón la cuenta de las pariciones, que se las repartían por mitad, conforme al uso de las fincas.
Huraño y taciturno, poco se daba el Serapio con sus vecinas únicas. Y para su vida frugal de pastor era bastante el avío de harina tostada, la chuspa de coca y el locro chirle que se cocinaba él mismo, avivando el rescoldo, al caer por las tardes a su rancho.
Encerraba sus cabras en el corralito de pircas, tumbábase al calor del hogar en el suelo limpio, y se dormía como tronco, hasta que lo despertaba el fulgor del amanecer.
Ninguna extraña inquietud venía a turbar su montaraz adolescencia, y no conoció más fiestas que el retozo bellaco de las cabras, el brillo del padre sol y la matinal algarabía de los pájaros.
Pero una tarde la Leona y el Serapio se toparon, como al acaso, en una mesada. La vaquera apacentaba su ganado; andaba el pastor cuidando el suyo. La vaquera iba hilando un vellón, girando en el aire la rueca. El pastor llevaba el avío a la espalda y la honda en la diestra.
El azar los puso cerca; el instinto los juntó. Y en el filo de una loma, sobre el pastizal oliente a verbena y anís, la india, más aviesa, lo inició al indio, más ingenuo, en el raro misterio que cumplen las cabras y las vacas, que trajina el polen en las patas diminutas de las abejas, que puebla el soto de inquietas y esmaltadas mariposas, y que hace cada primavera florecer el amancay blanco y la begonia escarlata entre las breñas.
Desde aquella tarde los dos indios volvieron a encontrarse siempre, y juntos divagaron por los cerros, descubriendo el encanto de los callados sitios, oyendo al eco repetir sus gritos en las altas barrancas, mirando rodar por los precipicios las gruesas galgas que aflojaban al borde, triscando a la par de los chivos en las paradas laderas, o escondiéndose a veces de algún viajero que cruzaba, allá
abajo, en su mula, el áspero pedregal del torrente.
Y cuando vino el carnaval con sus jineteadas y sus zambras y su chicha de oro; cuando vino el carnaval con el boato de sus cintas multicolores y el monótono retumbo de sus cajas y la música doliente de sus largos erques, el Serapio tras la Leona bajó para el caserío.
Pero la Leona, inconstante como buena hembra nómade, se mezcló en las borracheras con otros mozos más _churos_ y más ricos; y el miércoles de ceniza, muy al alba, lo hallaron al Serapio los peones de la finca, tendido boca abajo, borracho, a la orilla del camino.
El indio se marchó esa mañana al puerto del Remate. Se fue cantando, embrutecido, con el acerbo amargor del primer desengaño en el pecho, sonándole en las orejas todavía el compás de la caja y una copla:

Tengo mi chacrita,
tengo mi sandial,
tengo una morocha
para carnaval..."

Juan Carlos Dávalos
Salta


La muerte del toro

LA VOLTEADA

Muge plantado en actitud bravía,
ceñido el lazo del testud adusto,
y terco afronta con empaque augusto
el asalto voraz de la jauría

Hinca, dócil al puño que lo guía
el duro casco el alazán robusto,
y piafa lleno de sudor y susto
de la cinchada en la mortal porfía

Y cuando el toro enceguecido y fiero
brotando espuma de repente arranca
y la embestida poderosa cierra

Se cimbra el lazo sobre el bramadero
y entre una densa polvareda blanca
el cuerpo cae reciamente en tierra

LA MUERTE

Y yace el bruto en la postura inerte
con que el hombre mañoso lo invalida,
la carne de cansancio estremecida,
y al fin tumbado el espinazo fuerte

Nadie el espanto y el dolor advierte
de la negra pupila entristecida,
donde tiembla la fuerza de la vida
con la oscura zozobra de la muerte.

¡Después, el estertor, el hondo tajo!
El hombre indiferente en su trabajo
limpia el puñal en la cerviz del toro.

La sangre por la herida borbotea,
y un escuálido perro saborea
el caudal rojo de vislumbres de oro.

Juan Carlos Dávalos



Vienen de la Puna donde nunca llueve,
donde por enero brota en los eriales el blanco amancay,
cruzaron inmensas estepas de sal y de nieve
hollaron las vegas heladas al pie del Acay.

Coquena las guía, dios de los rebaños,
por la antigua ruta que el Inca trazó;
por donde vinieron, hará dos mil años
los hombres pequeños de junto al Poopó.

Del alba al ocaso,
los gráciles cuellos erguidos, el porte marcial,
caminan llevando por carga, con rítmico paso
cada una dos panes de sal.

Sus ojos serenos y oscuros, de enormes pupilas,
miran a la gente como turbadores ojos de mujer
como si sus almas de bestias tranquilas,
del hombre quisieran los sueños eternos saber.

sigue de la tropa las trilladas huellas
un collita, que,
como avergonzado de verlas tan bellas,
camina de a pie.

Irán a la aldea del valle sonriente,
traerán de retorno maíz,
y por la quebrada, costeando el torrente,
volverán a su helado país.

Juan Carlos Dávalos
de Cantos agrestes