"Aunque no ponemos palabras a nuestro pensamiento, algunos, o todos, o yo solo, atribuimos esta resignación a la fatalidad, convertida en segunda naturaleza que arrastramos desde la guerra. ¿Cómo comparar la simple pérdida de una playa con lo mucho ya perdido?"

Ramiro Pinilla




"(...) De hecho escribir es un acto de espontaneidad: tienes una idea, la desarrollas en una línea o dos y luego estás escribiendo horas. La mitad de las cosas que pones no sabías que las sabías."

Ramiro Pinilla


"El aprendizaje del escritor es íntimo, es una experiencia personal, una comunicación con la lectura desde muy joven."

Ramiro Pinilla


"El hombre ha ido superando y, por tanto, olvidando; El viejo lenguaje compuesto de sonidos guturales atravesando las ramas de los árboles, de ruidos que hablan al instinto, capaces de hacer conmover como el más profundo y perfeccionado discurso actual."

Ramiro Pinilla


"El mérito de la literatura está en componer un argumento o una escena que convenzan, por muy tontos que sean."

Ramiro Pinilla


"Es hora de pasar página, sí, pero antes hay que leerla."

Ramiro Pinilla


"Esta es nuestra gran ocasión, la gran señal que nos puede alentar a seguir viviendo y sufriéndolo todo. Porque un hombre debe recibir, de vez en cuando, señales procedentes de algún lugar que le indiquen que lo está haciendo bastante bien, con arreglo a lo que de él se esperaba, y que se puedan considerar como una especie de premio a su labor como hombre."

Ramiro Pinilla


"Estoy aquí, luego tienes que incluirme en tu historia (...) porque soy una realidad que se mueve ante tus narices. No contabas conmigo, pero surjo. Son los imperativos de la maldita realidad."

Ramiro Pinilla


"He dejado de llamarme Sancho Bordaberri, ahora soy Samuel Esparta, al menos, por un tiempo. Un nuevo nombre para un nuevo trabajo. Escribo mis pasos y os escribo a vosotros, la novela soy yo y sois vosotros..."

Ramiro Pinilla


"La muerte no me da miedo, la muerte me da sólo pena. Porque sé lo que no voy a encontrar en el otro lado: no habrá nada. Hay que vivir lo más posible, con salud."

Ramiro Pinilla


"Le veo tranquilo y sereno, como siempre, actuando sobre las cosas con esa seguridad que parece bastar para que se le dobleguen. Y siempre trabajando. Honradamente. Pudiéndose averiguar, con algo de paciencia, en qué momento del día y con qué movimiento de músculos se ha ganado cada bocado que llevan a la boca él y los suyos. ¿Cuál es su secreto? ¿Puede seguir viviendo así, acaso porque le anima una esperanza de diferente naturaleza que la mía? ¿Cuál? X si tiene otra esperanza, es que hay dos esperanzas..."

Ramiro Pinilla




"Llegará una edad para ti en que no desearás atraparlo, como les sucede a todos los demás, a pesar de que les ves bajar a la ribera armados de buenos anzuelos, carnada y ganchos. Mienten cuando, una y otra vez, se lamentan al regreso por no haberlo capturado. - ¿Porqué? -Porque saben, sé, sabrás, que, después de conseguirlo, no podríamos arrebatarle más que su carne. Él perdería lo que no tiene precio para ningún ser viviente y nosotros sólo ganaríamos su carne."

Ramiro Pinilla


"Me llamo Antonio Bayo, pero cuando mi madre me echó al mundo, una mujer que estaba allí dijo: “¡Leches, si es rubio como un ruso!”. Así que no vaya usted por las Cabreras preguntando por Antonio, porque desde entonces todo el mundo me conoce por “el Ruso”.
Ahora tengo seis años y mi madre dice:
- Súbeme una berza.
Madre es una mujer alta y delgada, de pocas palabras y agrias, siempre vestida de negro, con blusa metida en la cintura del muletón, madreñas y pañuelo negro a la cabeza. Marchó a América a los dieciséis años con tres mozas del pueblo, a quitar hambre, y volvió con un hijo de cinco años en la mano y conmigo en el vientre y sin el gallego con el que vivió amontonada. Así es que yo nací en este pueblo de La Baña de puro milagro.
Regreso y le digo:
- No nos queda una berza en el campo.
Nací, como Cristo, sobre pajas, en ese cajón del suelo pegado a la pared donde ya dormían mi madre y mi hermano Mario, y donde, a partir de entonces, yo dormí también. Creo que mamé, como todo el mundo, pero muchas veces llego a pensar que ella me sacó adelante con berzas. Es el primer olor de este mundo que recuerdo. Es un olor importante en nuestra casa. Tan importante, que si falta aquí no caga nadie."

Ramiro Pinilla
Antonio B. El Ruso


"No me mueve la justicia, sino la literatura."

Ramiro Pinilla



"No quiero cambiar de piel, sólo estoy escribiendo una novela."

Ramiro Pinilla


"No te preocupes, no te avergüences de sentir lo que sientes, Es más, deberás eternizar este tiempo, no olvidar jamás como eres en esto momento, como fuiste, como deberías ser siempre. No se trata de que no olvides a determinada persona sino de que no olvides cómo eras tú en este tiempo, por mucho que llegue a convertirse en pasado remoto... Resulta esperanzador que estas cosas no dejen de ocurrir."

Ramiro Pinilla


"Para mí, es un orgullo que una novela que se escribió en plena dictadura, hoy todavía sea vigente, y no haya tenido que quitar ni añadir nada."

Ramiro Pinilla


"Se despegó de la banqueta con un esfuerzo tan tremendo que casi lo deshizo, y extrajo de su bolsillo las listas mojadas para tomar el siguiente rumbo. Sergio se las arrebató de las manos y recorrió con mirada de analfabeto no menos de veinte planas cerradas de nombres y emplazamientos de caseríos de Zanurruzas, y por pura intuición exhumó más de 300 hembras aptas para parir. En vez de dejarle consternado, la abrumadora competencia puso en sus ojillos el encandilamiento de los juegos de apuestas, que ya le habían hecho perder casi todo su patrimonio. Aquel cura presintió algo en su expresión, y le hubiera gustado saber por qué su propia respiración se embalaba en un fuelleteo desordenado, pero se halló sin coraje para buscar la respuesta. Recuperó los pliegos, y a su contacto volvió a sentir el bochornoso delirio de hombre célibe que provocaba en él el pujante ímpetu que había llevado a aquella vieja sangre a procrear semejante legión de criaturas. Lanzó un suspiro caliente que lo remitió como nunca a las nostalgias de la costa, metió en su bolsillo los reblandecidos papeles, cuidando de no desmigarlos, y partió dejando en sus huellas del suelo pocitos del sudor que se desplomaba de todo su cuerpo y le traspasaba las suelas.
Arriba, en el camarote, el niño grande José, que vivía su tercer día de orfandad y que lo había oído todo, estuvo tentado de correr hacia María para advertirle que el mundo estaba tramando algo contra el abuelo Isidro. Pero el impulso se le quebró en las rodillas al recordar el abismo de su abandono. Su historia de niño grande comenzó cuando Isidro y María recogieron sus nueve kilos de carne y los depositaron en la cuna de haya construida por el viejo de noventa y cuatro años en cinco días apresurados, y la niñita María le cantó la nana que había aprendido para su muñeca de trapo. Desde entonces, el bisabuelo Isidro fue su padre, aunque él siempre lo llamó abuelo, y su prima María fue su madre, a pesar de que ambos durmieron en una cama común hasta sus diecisiete años y contra la igualmente derrotada realidad de ser también María bisnieta de Isidro. Ella desgajó las necesarias ramas y las volvió a injertar en los lugares precisos del gran tronco genealógico de los Zanurruza, desquiciando el tiempo y los rígidos convencionalismos de la sangre, y creando una familia como nunca se había visto en la realidad. Actuó movida por una fuerza caliente que le brotaba de lo más profundo y que desde el principio aceptó como la cosa más natural. Tenía sólo un año cuando un saguchu perseguido por un gato se le coló por la pechera del vestidito. María sintió que algo dulzón reventaba en sus entrañas y le empapaba hasta la punta de los dedos. Adoptó al ratón, pensando que si él había vencido su miedo ella bien podía vencer su repulsión. Pero se trataba de algo mucho más profundo. Siempre que a «Arrigúnaga Chiqui» llegaba el lejano llanto de un niño, María se les escapaba para consolarlo. La sorprendían conversando de igual a igual con las gallinas con polluelos y con las vacas recién paridas. A sus cuatro años resolvió el parto de una vecina siguiendo su instinto natural, y luego la encontraron intentando que el niño tomara pecho de sus tetitas de juguete. A partir de aquel día, cuando algunas gentes cariñosas le preguntaban: «¿Qué quieres, chiquitina?», ella les contestaba con dura seguridad: «Quiero tener un hijo». Con este deseo en los labios pasó de la niñez a una pubertad precoz y exuberante bajo la vigilancia asustada de una madre temerosa de que la hija se le pusiera a jugar a los matrimonios con cualquier gandul de las cercanías. Resultó vana esa preocupación. Era tan excluyente aquella potencia maternal, que desde el principio borró las pasiones despertadas por las trampas de la carne. La muerte no le dio tiempo a Jacinta de descubrir que su hija tenía una vocación de virgen tan descomunal como de madre. La niña vivió sin complicaciones mientras creyó que los hijos pasaban de la atmósfera al cuerpo de las mujeres gracias a unos fervorosos novenarios, y que los hombres sólo servían para proveer a las subsistencias de las familias. Al conocer que el proceso no era tan simple, cayó en una crisis de desánimo. Pero lo que tiraba de ella era suficiente para rescatarla de los destinos cotidianos. Alcanzó una paz relativa después de un sermón del cura don Silvestre, quien desde el púlpito lanzaba ráfagas de oratoria demoledora para inculcar la virginidad de la Virgen a unas mujeres demasiado enfangadas en la cruda realidad de sus lechos y de sus cuadras. «No seré la primera», se sorprendió pensando María. Ni en un solo momento temió haber caído en pecado de soberbia. Comprendió que le inspiraba una potencia íntima superior a su naturaleza y esperó que la propia voluntad que había dispuesto lo inexplicable le proporcionara algo parecido a otro arcángel. Mas para entonces su vocación ya estaba jugando a los matrimonios con un bisabuelo de casi un siglo y un primo al que llevaba sólo once años, que era la edad de ella cuando lo recogieron. El destino de José quedó marcado a sus tres meses, en el acto que siempre recordaría, cuando cuatro manos lo pesaron en la romana de las patatas y dio nueve kilos. Recordó también que Isidro lo tomó de brazos de María, lo alzó sobre su cabeza y pronunció: «Éste, éste», y luego restregó sus manitas contra las colosales manazas que parecían herramientas y le hizo sentir la dureza de aquella carne que olía a tierra, sabía a tierra y parecía de tierra. Luego, en la cuna, María pegó a su cuerpo un ladrillo calentado en su seno de niña. Recordaría igualmente José las permanencias en la manta enrollada al borde de las huertas mientras ellos las trabajaban. Isidro y María realizaban todo el trabajo que pedía «Arrigúnaga Chiqui», que por aquel tiempo los bueyes tardíos de Sergio habían dejado reducido a su cuarta parte. Un día, catorce años antes, Isidro abandonó el caserío patriarcal de la costa, donde vivía solo, y se instaló en el de su nieto con el propósito de redimirlo. Sabía que en ocasiones los malos hábitos del vicio y del despego de la tierra caían sobre algunas familias y las destruían, y él se consideró en el deber de demostrar al destino que a ningún Zanurruza se le podía ir con esas acechanzas. Fracasó rotundamente. A sus ochenta años era todavía un hombre monumental, con unos músculos tensos, capaces de trabajar más tiempo y mejor que cualquier joven, y un quehacer sobre la tierra que parecían caricias a una mujer. Era el único hombre que quedaba de su tiempo, y además se le había despojado de otra generación: la de sus hijos. Su ejemplo no enderezó a Sergio, que ya había alcanzado un grado de perdición muy profundo y tenía maleada la descendencia. A su debido tiempo, Isidro les preguntó a sus dos bisnietos mayores, Damián y Yosan, por qué no querían sudar con él la camiseta. Aquel mismo día, Damián abría una caseta de zapatero en la plaza y Yosan entraba a trabajar en la tejera. Fue una manera de evitar gritarle al bisabuelo a la cara: «¿Cuánto tiempo más seguirán siendo nuestros estos miserables terrones?». La única que intentó colaborar fue Jacinta, la esposa de Sergio, pero las llagas que año tras año la resquebrajaban los pies la hacían casi inservible para el trabajo en los campos.
Una mañana, al quinto año de su llegada a «Arrigúnaga Chiqui», Isidro vio que detrás del arado caminaba una criatura de dos años. Al ir a sacarla de la heredad tropezó con sus ojos y descubrió en ellos un aire de familia. Era su bisnieta, de cuyo nacimiento apenas se había dado cuenta, abrumado por la inmensa tarea en solitario. Observó que la niña mostraba deseos de quedarse con él, y la sentó en el arado. No volvió a separarse de ella en quince años. Nunca más le desoló el terrible vacío en que lo tenían aquellas dos generaciones que se le habían perdido. Desde el primer momento, María, con una clarividencia impropia de sus dos años, adoptó a su bisabuelo de ochenta y cinco. Lo hizo con la naturalidad de los movimientos más simples, porque le salió de dentro olvidarse de sus muñequitas y ponerse a jugar a las mamás con aquel gigante solitario. Jacinta no puso impedimento a que la niña le sirviera al anciano las comiditas que antes hacía para su familia de trapo, e Isidro aceptó con emoción los picadillos de patatitas, las papillitas y la leche aguada en biberoncitos de liliputiense. «Nunca he visto una paciencia semejante», comentaba Jacinta. Una noche, Isidro fue despertado por un dolor de piquetas agujereando su estómago y echando espumarajos verdes por la boca. Jacinta lo rescató de un envenenamiento fulminante con manzanilla recogida en plenilunio y quiso cortar aquella insustancialidad, pero el propio Isidro la convenció de que la culpa era de los alimentos crudos y construyó en el portal un infiernillito de piedra. La niña se consideró una mujercita de su casa e Isidro se sintió más enmadrado que nunca. A los cuatro años ella ya le empezó a ayudar en las huertas, siendo la única persona de la familia a la que Isidro pudo salvar de la devastación general y que dio por buenos sus veinte años de esfuerzos."

Ramiro Pinilla
Seno


"Se dispersaron en la calle, y se quedaron los últimos Souto y Petaca. Las palabras de este en su despedida llevaban una carga plomiza: —Botas, mételes en Madrid el gol de la Copa para que el hijoputa de Franco nos la tenga que entregar a los vascos.
Ante la dureza de los entrenamientos Souto llegó a pensar que si se extendieran a las categorías inferiores surgiría una legión de mitos como Yermo y Belauste. Volvía a casa tan roto que si alguna vez esperó que la madre hablara fue entonces. Sentía a Cecilio muy próximo a sus agotamientos, sobre todo desde la noche en que le oyó al retirarse a dormir: «Hoy el chico ha roto las botas». Pero seguía cumpliendo bien en sus citas con Irune en la playa.
Souto era un gran chutador, potente y colocando el cuero. El portero Lezama le temía. En cambio, sus remates de cabeza no pasaban de normalitos y el entrenador lo sometió a palizas intensivas. Los extremos Iriondo y Gainza lo bombardeaban desde las bandas y Souto desviaba con su testa balones que por la mañana eran de cuero y al final de la jornada le parecían de piedra. El sueño del rematador consiste en colar el balón por uno de los dos ángulos superiores «quitándole las telarañas». Si, además, este gol resulta decisivo, pasa a los anales y el nombre del jugador a las generaciones futuras. Como si el fútbol fuera un proceso matemático. Medio palmo más allá o más acá no habría gol o perdería su magia, aunque talento y esfuerzo habrían sido los mismos. Existe en proyecto la jugada perfecta, pero solo de tarde en tarde el sueño se realiza. «El fútbol es así», se filosofa. Pero hay desmayos matemáticos cuando surge el milagro. Uno de los encantos del fútbol es la democracia de los goles, pues tiene el mismo valor uno de sueño que otro metido con el culo.
Souto observó que el directivo calvo no perdía ocasión de vigilar a su gente cuando descendía por los famosos escalones de la tribuna."

Ramiro Pinilla
Aquella edad inolvidable


"Si tuviera al criminal, pondría fin a la novela."

Ramiro Pinilla



"Siempre escribo con bolígrafo, a mí ya me pueden venir todos los inventos que mientras tenga un mínimo de vista escribiré con bolígrafo. Luego cuando hay que pasar a limpio los escritos al principio usaba una máquina de escribir y ahora un ordenador que al final es lo mismo porque también tiene teclado, pero las ideas a bolígrafo."

Ramiro Pinilla

"Sólo los casos heroicos merecen ser novelados."

Ramiro Pinilla



"Todavía no sentí nada raro, porque aún estaba en el portalón; pero en cuanto las ruedas dejaron de rodar sobre la piedra y lo hicieron sobre la hierba, me asusté; comencé a respirar como ahogándome y mis manos perdieron la fuerza y dejaron de mover las ruedas; y allí, detenido en medio de la noche, ahora bajo las estrellas, permanecí un buen rato, pensando mucho; pensando, sobre todo, en la madre; no en mí, en lo que me había propuesto hacer, sino en la madre, que si no me había oído salir se debía a que yo había hecho las cosas bien, no a que estuviera dormida, digamos, como Marcos o como Esteban, e incluso como el abuelo o la abuela, cuyo primer sueño solía ser bastante bueno, según ellos decían; seguramente no dormía y si no dormía estaba pensando en mí, en cómo me habría sentado el cambio de cuarto y, mientras, yo allí engañándola, rebelándome contra ella y contra todos, pero sabiendo también que no podía hacer otra cosa, porque nadie se hubiera puesto de mi parte para hacer todo aquello en favor del forastero; ni siquiera Esteban; y no a causa de que lo considerara culpable —eso hubiera sido lo de menos—, sino por mí; me habría dicho: “¿Estás loco?”, y yo le habría dicho: “¿No me llevaste a los entrenamientos y luego al partido?”, y él: “Pero esto es diferente. Una cosa es tratar de que un hermano lo pase lo mejor posible y otra ayudarle a meterse donde nadie le ha llamado, llevarle en su silla a la casa de Pepita para... A este paso te llegaría a subir desde las peñas Galea arriba”; me miraría fijamente con sus ojillos inquietos, me sonreiría y me diría finalmente: “No”.
Sin embargo, aunque estaba asustado, no me arrepentía de haber llegado hasta allí, a pesar de que, por primera vez en un año, todo lo había hecho a mi costa, desde el trabajo a la responsabilidad; eso me demostró que aquello se diferenciaba de todo lo anterior; porque cuando me solía juntar con Perico Orejas y los demás y cogíamos un gato y lo quemábamos dentro de una jaula con barrotes de varillas de paraguas, o nos poníamos a tirar piedras a otras huertas, o alguno traía un cigarro y nos metíamos entre las paredes del castillo viejo y lo chupábamos a turno, luego, si pensaba en ello, me hubiera gustado no haberlo hecho, sobre todo porque tenía que acabar confesándoselo a don Pedro. Entonces estaba allí parado, pensando, sí, e incluso asustado, esperando que llegara lo de siempre, dándole ocasión al arrepentimiento a que se presentase a tiempo; pero, nada; por eso digo que aquello era diferente, algo muy especial entre el forastero y yo, donde todo estaba permitido, como sucede en muchos asuntos de los mayores. Mayores. El forastero lo era; y si yo componía con él una asociación o algo así, a mí me correspondía elevarme a su altura, y en ese momento me expliqué el motivo de que algo tan terrible como mi rebelión no me empujara a un arrepentimiento, porque si desde algún sitio —acaso desde mi interior— se estaba esperando que yo pasara precipitadamente de chaval a mayor, el salto no se realizaría así como así, sino que hacía falta un esfuerzo que no desmereciera.
Pero estaba asustado. Aún miraba la silueta de “Altubena” a la luz blanca de la luna cuando me encontré empujando las ruedas y avanzando ya por la campa seca y dura; llegué a la estrada y seguí por ella, ahora más lentamente, porque las ruedas de carros y las pezuñas de bueyes y vacas habían dejado en el barro huellas profundas, ahora endurecidas, y lo que hice fue andar tanteando hasta encajar la rueda derecha en el canal profundo de una de carro, y así, como un barco escorado, seguí adelante hasta alcanzar el Paseo del Ángel y el alivio, porque en él el piso era llano."

Ramiro Pinilla
En el tiempo de los tallos verdes


"Una buena idea sin palabras justas es una mala idea."

Ramiro Pinilla


"Una playa no es solo su arena, sino lo que oculta debajo."

Ramiro Pinilla



"Y sacó la pajita de su boca y la colocó cruzada sobre una de las rutas fijas que seguían las hormigas. Y éstas, por muy cargadas que fuesen con granos o larvas, la salvaban trabajosamente y seguían su ruta. -Pondrías una piedra y también la remontarían. Destrozarías a azadonazos su recinto y siempre quedarían algunas para reanudar la misma vida de esfuerzo bien aquí o en otro lugar. Siempre siguen adelante. Tropiezan y se levantan. Están preparadas para vencer todo lo que les pongan delante. Son invencibles. Han sido creadas con esa consigna y la cumplen. - ¿Para qué? Y él repitió, volviendo a mí la cabeza, con sorda furia: - ¿Para qué? ¿Para qué? ¿Quién puede saber para qué han sido creadas así? Siguió un silencio prolongado, que él mismo interrumpió cuando volvió a dejar la piedra en el mismo sitio, sobre el hormiguero, y dijo: -Creo que hasta les habría gustado seguir luchando."·

Ramiro Pinilla