"De cuando en cuando los matrimonios solían reunirse para beber o jugar canasta uruguaya. Esa noche, como la del año pasado cuando Lena estrenó el traje que ahora olía a naftalina, el ingeniero Álvarez y su mujer celebraban otro aniversario de bodas. Doña María había dicho que no sería, en realidad, una fiesta, pues ese tiempo había pasado ya para ellos, sino una simple reunión de amigos. Había buen whisky y sándwiches de jamón correoso como suela de zapato. El calor se ubicaba dentro de la sala impregnada de fuerte olor a insecticida. Los abanicos eléctricos zumbaban dentro de sus jaulas, pero el aire apenas se movía, de tan gelatinoso y lleno de humo. Lena sentíase un poco mareada y con la cara ardiendo. Bajo las axilas de la señora Álvarez, en la seda champaña de su traje de corte antiguo, había dos oscuros círculos de transpiración, y Lena supuso que ella también estaría sudando copiosamente. Eran apenas las nueve y la reunión se prolongaría por lo menos un par de horas más, hasta que el plantero cortara la luz. Doña María estaba contando anécdotas de su luna de miel, cuando Lena tomó de nuevo el hilo de conversación. En todo ese tiempo había estado ausente, sin pensar en nada particular. Esas silenciosas lagunas por las que cruzaba su cerebro eran cada vez más anchas. «Es tu fastidio —reconoció—. La vida para ti ha dejado de tener interés.» En alguna ocasión, de Selecciones, recortó un aforismo que, supuso, normaría su vida. «La felicidad —repitió en muda expresión— radica en tener algo que hacer, algo que amar, algo que esperar.» Se dijo que ella no tenía ya que hacer, ni que amar, ni que esperar.
Volteó apenas y sus ojos encuadraron a Carlos, que reía allá en su rincón, con un vaso en las manos. «Él está feliz», razonó, descubriendo que verlo así la molestaba. ¿Por qué él no la comprendía? ¿Por qué era tan egoísta al obligarla a vivir una clase de vida que ella detestaba? No podía imaginarlo. «Para él la vida es toda una esperanza: tiene un trabajo que le gusta y eso le basta.» La señora Álvarez iba diciendo después de veinticinco años de dormir con el señor Álvarez, cada mañana se levantaba amándolo más que la noche anterior. Y esto le parecía inmensamente grotesco e injusto a Lena. «Son viejos y es mentira que puedan amarse.» Sin embargo, deseó ser como doña María, que vivía tranquila al lado de su marido, compartiendo y entendiendo sus problemas y las pocas inquietudes que pudiera tener. Y ella, Lena Rivas, ¿podía decir lo mismo respecto a Carlos? Llevaban diez, once años tal vez, de matrimonio, y sin embargo sabía, sentía que ya no se amaban; que los mundos que habitaban eran absolutamente diferentes y opuestos."

Luis Spota
Las grandes aguas



"El político muchas veces confunde la oratoria con la política."

Luis Spota



"Era un atardecer tibio, que entraba en ráfagas azules por la ventana abierta a una plaza, a la que Amadeo llegó tras preguntar muchas veces. Los muebles de la estancia eran tan viejos o más, como su dueña. En las paredes, cubiertas de papel tapiz mohoso y desteñido, pudo ver unos cuantos retratos antiguos; un almanaque con una reproducción sepia del Arco del Triunfo un día de desfile; y un gran crucifijo. El airecillo del crepúsculo hacía revolar, como velas de un buque, las delgadas cortinas de muselina, pardas por la acción del tiempo, las lluvias y el polvo. La mujer tenía en el regazo un falderillo peludo, de ojos saltones. Le acariciaba el lomo con sus uñas cubiertas de esmalte bermellón.
[...]
Fumaron un rato sin palabras. El cansancio de tantas semanas de dormir al raso, de pasar hambre, de sufrir lluvias y desvelos; de viajar en trenes militares, en transportes atestados de soldados, en carretas campesinas tiradas por bueyes, se aglomeraba entre los omóplatos de Amadeo. En todo ese tiempo no había experimentado la molestia de la fatiga, quizá porque sus nervios estaban tensos, alertas, dispuestos a mantenerlo vivo, entero y lúcido. Ahora, sin embargo, en esa tarde estival, mientras reposaba en la blandura de la poltrona, sentíase infinitamente agobiado, abrumado y lleno de sueño."

Luis Spota
Casi el paraíso



"Esa noche, después de cenar juntos, el Caudillo y Lucila recorrían en la limusina algunas de las nuevas obras de la metrópoli. A fuerza de frecuentar a su amiga, el general había olvidado la timidez y era hasta parlanchín. El tema de sus largos monólogos era casi siempre su trabajo.
—Esta mañana, durante la audiencia pública, recibí una lección —comenzó a narrar. El auto rodaba lentamente, seguido a un centenar de metros por otro lleno de policías de Flynn. Se acercó a mí un maestro rural amigo mío, Ricardo López de nombre, a quien acompañaba un niño indígena de unos diez años. El chico no hablaba castellano y el maestro, que le servía de intérprete, me hizo saber que el muchacho solicitaba una beca de las que ofreció el gobierno y que se agotaron el mes pasado. Estaba yo preocupado por otros asuntos más serios, como el de los bananeros, y respondí secamente que no había más becas. El niño seguramente comprendió que mis palabras eran de negativa y dijo algo, en su lengua, al profesor. Pregunté a éste qué había dicho. «Dice —me respondió— que él está aquí por su culpa, señor presidente.» ¿Por mi culpa? «Sí, señor presidente, porque cuando habló de nuestro pueblo usted dijo que la Revolución Libertaria se había hecho para los pobres y para los indios, y él lo creyó» —los ojos del Caudillo brillaban de emoción al rememorar el incidente de esa mañana. Como usted entenderá, querida amiga, yo no podía defraudar a ese indito, y aunque ya no las había, hice que le dieran su beca. Fue una gran lección en verdad, que me ha hecho reflexionar sobre la responsabilidad que contrae un funcionario cuando empeña su palabra al pueblo…
La limusina abandonó la avenida y enfiló hacia una de las zonas residenciales. Parecía como si Juan hubiese sido previamente aleccionado para alterar el itinerario del paseo. Al cabo de un tiempo que el general llenó hablando de muchas cosas, el vehículo se detuvo frente a una sólida puerta de hierro, que se abrió sin que nadie lo pidiera. Al fondo, brillantemente alumbrada, lo mismo que los jardines circundantes, se alzaba una hermosa residencia. «Al fin se ha decidido», pensó alegremente sorprendida la señorita Vidal, suponiendo que era allí donde el general tenía su garçonière. «Será ésta la primera vez», se dijo, mientras Darío le brindaba el apoyo de su mano para que descendiera del vehículo.
Lucila Vidal se sorprendió bastante al descubrir en el pórtico de la mansión a su propia sirvienta, que sonreía como si igual que su ama estuviese viviendo un glorioso momento."

Luis Spota
El tiempo de la ira




"La política es el deporte más caro, la actividad más costosa de ejercer en el país."

Luis Spota


"La prensa ha ido perdiendo una función critica, ha ido aliándose al gran proveedor que es el estado."

Luis Spota



"Para las diez y media, con la luz frente a los ojos, quemándoles la piel y haciéndolos transpirar abundantemente, todos se preguntaban a qué pendejo se le habría olvidado que la sombra cae, fresca y apetecible, ancha, en el lado opuesto de la placita de rosadas baldosas y faroles coloniales que marca el centro, ahora remodelado, de Cuamaná —Santuario Cívico de la República, pues allí, en una casa de adobes, había nacido más de un siglo antes, hijo de peones, quien llegaría a merecer estatuas de bronce y piedra; películas y novelas; poemas épicos y romances populares; pinturas de caballete y hectáreas de murales; obras de teatro y centenares de libros de ensayos; monedas de un peso y billetes de veinte, avenidas, jardines y provincias con su nombre, en el país y en el extranjero.
El gobernador Enrique Gavilán; los líderes campesinistas Cosme San Juan e Isaías Vargas, que evitaban mirar a su común enemigo, Diego Portillo, del CNC; el senador Heriberto Andonegui y su colega Bonales; el banquero Capicúa Antich, natural de la provincia; el diputado Ordóñez y Justo Balbuena, director de la Financiera Rural; los senadores y diputados que viajaban en el tren o que habían llegado a saludar al candidato, y los que aspiraban a sucederlos durante la Administración Ávila Puig, se protegían los ojos con lentes oscuros. De ese discreto modo se libraban de la molesta claridad y podían abatir los párpados sin que los demás se dieran cuenta que los adormilaban el pesado calor y la tediosa oratoria que seguían desgranando los compañeros que algo tenían que decir a propósito del Viejo Eleuterio, el Héroe Venerado que dijo: «Mueran los propietarios. La tierra nos pertenece», antes de ponerse a ocupar todas las que alcanzaron a meterse entre las pezuñas de su caballo. La bala de una traición le llevó la muerte, un descolorido amanecer, en el villorrio de Tejeringo, desde entonces sitio de llanto e ignominia. La Reforma postulada por Eleuterio no avanzó mucho. Fue detenida. Ello no impidió que a su promotor se le siguiera honrando casi con cualquier pretexto."

Luis Spota
Sobre la marcha




"Si uno empieza teniendo miedo al fracaso, terminará temiéndole también al éxito, porque entonces sí tienes mucho que perder."

Luis Spota




"Una hora más tarde, mientras caminaba por la Rue Henri Martin en busca de un taxi que lo llevara a la Plaza Vendôme, Sandro Grimaldi tenía la seguridad de que su encuentro con Legros había sido provechoso, no sólo porque le había ofrecido buscar entre sus clientes de América a uno que pagara el precio justo por el Paisaje en Rojo, sino también, lo que era aún más importante, porque lo había invitado a colaborar con él. «Hace tiempo —le había dicho, así que bebían el champaña que acababa de servirles el mayordomo español— busco a una persona como usted para que me auxilie un poco en mi agitado negocio». «Nada sé de pintura, señor Legros». «Ni falta hace, amigo Grimaldi. Aunque talentosos, mis hijos están todavía jóvenes para que yo les confíe ciertas responsabilidades. Si acepta o rechaza lo que le ofrezco, por favor no necesita decírmelo ahora. Vuelva acá cuando haya tomado una decisión. Entonces hablaremos de cosas más concretas; por ejemplo, de lo que un comisionista especial de Legros merece obtener por su trabajo…».
[...]
Frank no había llegado esa, como las mañanas anteriores, a bordo de alguno de sus muchos automóviles, sino en el helicóptero puesto por el Partido al servicio del Presidente Electo; helicóptero de poderosas turbinas que Grimaldi había escuchado evolucionar alrededor del hotel antes de asentarse, entre remolinos de polvo, en la explanada del Auditorio Nacional, en la acera del Paseo de la Reforma, a esa hora ocupado por miles de vehículos que se dirigían al centro o que de éste, según fuera el sentido en que circulaban, subían hacia el lujoso barrio residencial de las Lomas de Chapultepec, donde los ricos de otras décadas, políticos en su mayoría, construyeron sus palacetes de estilo colonial californiano que tanto daban entonces de qué hablar.
Con la ayuda de dos porteros uniformados, el comandante Evodio Tolentino detuvo el tránsito para que Frank y Grimaldi, el mayor Piñar y el guardaespaldas Silver, pudieran cruzar la avenida y llegar al helicóptero, seguidos por el estrépito de claxons que los injuriaba. En torno al aparato, los ciento cincuenta elementos enviados por el Estado Mayor Presidencial desde el amanecer (muy jóvenes todos; morenos, pelo de púas, vestidos de civil, con un distintivo de papelillo fluorescente en el pecho a manera de identificación), habían tendido un cerco para que nadie, excepto los que tenían derecho, se aproximara a él.
El CPA Arocha, al que Grimaldi había conocido tripulando el pequeño helicóptero de alquiler en el que Frank, Yolanda Monfort y él habían volado de Marbella a la finca malagueña de los Roqueñí para visitar a la madre de la muchacha, lo recibió con un respetuoso saludo militar.
Si al conde viudo le desagradaba viajar en avión de línea, o montar en helicóptero, así se le asegurara que eran muy seguros, saber que Frank Uribe Loma había resuelto manejar personalmente el aparato en el vuelo a su casa, oculta en los bosques del Pedregal, al pie del macizo montañoso del Ajusco, lo aterró.
—No te me arrugues, querido conde. Tengo licencia de piloto y muchas horas de vuelo. Así que tranquilito, y vámonos…
El despegue fue brusco, y bastante agitado el ascenso, casi a tumbos, entre el aire turbio. Sudorosas las manos, amarga la boca, Grimaldi estaba pasando verdaderamente un mal rato y no lo tranquilizaba que Arocha vigilara, alerta, listo para intervenir, lo que Frank hacía. Algo preguntó éste y, entre dientes, respondió Sandro:
—Tranquilo ya estoy, pero no mucho…
Sobrevolaron el lago de aguas amarillentas y el parque zoológico. Luego de un rodeo, dejaron atrás el Castillo de Chapultepec, que Frank insistió en mostrarle como poco antes le había mostrado la residencia de Los Pinos, y se dirigieron hacia el sur siguiendo los meandros de ese río de asfalto, caudaloso de automóviles a esa hora y también a la del anochecer, que era el periférico.
A lo lejos, en sentido opuesto al que ellos seguían, apareció la silueta oscura de otro helicóptero. Frank y el capitán Arocha se dijeron algunas palabras y Frank, después, estableció comunicación por radio con el aparato que se aproximaba. Grimaldi no escuchaba con claridad ni entendía el significado de lo que un tripulante y otro estaban diciéndose, al parecer de buen humor. Sólo oyó al capitán Arocha recomendarle."

Luis Spota
Paraíso 25