"Estar solo no tiene nada que ver con cuantas personas hay alrededor."

Richard Yates
Revolutionary Road



"La cuestión acerca de si le resultaría incómodo o no que la llamaran «señora Nelson» seguía en el aire, puesto que nadie de Scarsdale la llamaba de ninguna manera.
Cada mañana los trenes eléctricos se llevaban a los hombres de la ciudad y la escuela engullía a los niños. Las mujeres, solas en sus grandes e impecables casas, dejaban que sus días se deslizaran en un flujo interminable de trivialidad, o por lo menos así las veía Alice cuando pensaba en ellas. Las imaginaba haciendo fáciles tareas domésticas o dando instrucciones a sus doncellas, pintándose las uñas, arreglándose el pelo y agravando su pereza al pasarse horas al teléfono, hablando unas con otras de clubes de bridge, comidas y actividades en la Asociación de Padres y Maestros. Si en sus vidas había algo más interesante que eso, ella no lo sabría, pues ninguna la llamaba ni se molestaba en hacerle una visita. Y, al parecer, ninguno de sus maridos había trabado conocimiento de Sterling en el tren. Scarsdale se comportaba como si Alice y Sterling no existieran.
A ella no le importaba. Tenía las mañanas y parte de las tardes libres para sus esculturas en el garaje, y estaba haciendo una obra nueva y apasionante. Tras abandonar las figuras para jardín, se dedicaba a plasmar su propia inspiración (torsos sinuosos y animales semiabstractos), cosas que, en cuanto las tuviera en número suficiente, serían perfectas para presentarlas en una exposición individual.
Todos los días, un poco después de las tres, cruzaba la calle Post y aguardaba el regreso de Bobby. La escuela estaba cerca, pero al otro lado de la calzada, y ella no quería que el niño cruzara solo aquella calle ancha y de intenso tráfico, así que todas las mañanas cruzaba con él y todas las tardes iba a buscarlo. A él no parecía importarle cuando volvía a casa solo, como sucedía casi siempre (de hecho, durante los primeros días, cubría los últimos metros a la carrera y dejaba que ella lo abrazara para demostrarle lo mucho que la había echado de menos), pero más adelante, cuando empezó a volver a casa con un grupo de muchachos, la presencia de su madre allí parecía azorarlo."

Richard Yates
Una providencia especial 


"Poco después ya estaban hablando de hijos y enfermedades (el mayor de los Campbell estaba falto de peso y Milly tenía miedo de que sufriera alguna extraña dolencia de la sangre, pero entonces Shep intervino para decir que, fuera lo que fuese, eso no le impedía batear con fuerza cuando jugaba al béisbol), y de ahí pasaron a convenir en que la escuela elemental estaba funcionando muy bien, teniendo en cuenta lo reaccionario que era el consejo escolar, y de ahí al hecho de que los precios del supermercado habían subido muchísimo en los últimos tiempos. Fue entonces, durante una disertación de Milly sobre las chuletas de cordero, cuando una incomodidad casi palpable se adueñó de la sala. Se rebulleron en sus asientos, llenaron las incómodas pausas con elaborados cumplidos sobre las segundas copas que estaban tomando, evitaron mirarse unos a otros e hicieron lo posible por eludir la alarmante e indiscutible conciencia de que no tenían nada que decirse. La experiencia era nueva."

Richard Yates
Vía Revolucionaria



"Sabía que estaba despierta porque podía ver la luz de la mañana en la pálida forma flotante de una persiana cerrada, a lo lejos. No era un sueño: estaba acostada en una cama junto a un hombre extraño, en un lugar extraño, sin ningún recuerdo de la noche anterior. El hombre, fuera quien fuese, le había pasado un brazo pesado y una pierna pesada por encima, y la aplastaba. Al tratar de zafarse, ella empujó una mesita de noche que se volcó con un estrépito de vidrios rotos. Él no despertó, pero gruñó y se dio la vuelta, lo que hizo posible que ella pudiera arrastrarse hasta el pie de la cama y librarse, evitando los cristales rotos; caminó luego a tientas hasta encontrar el interruptor de la luz. Conservó la calma: nunca le había sucedido algo así, pero eso no significaba que volviera a ocurrir. Si podía encontrar la ropa y salir de ese lugar, tomar un taxi y volver a su casa, tal vez aún estaba a tiempo de ordenar el mundo.
Cuando encontró el interruptor, la habitación cobró vida ante sus ojos, pero no la reconoció. Tampoco reconocía al hombre. Estaba de espaldas a ella pero podía ver su perfil; lo estudió con mucho cuidado, como si estuviera a punto de dibujarlo del natural, pero no le dijo nada. Lo único familiar en el cuarto era su ropa, puesta sobre el respaldo de un sillón tapizado en cordero y no lejos de la silla alrededor de la cual estaban desparramados, en el suelo, los zapatos del hombre, los pantalones, la camisa y la ropa interior. Vino a su mente la palabra «sórdido». Era un asunto sórdido.
Se vistió rápidamente y encontró el baño. Mientras se peinaba frente al espejo se dio cuenta de que no era crucial alejarse de ese lugar; había otra alternativa. Podía darse una ducha caliente, ir a la cocina, preparar café y esperar a que él se despertara; lo saludaría con una agradable sonrisa matinal —levemente reservada, apenas estudiada— y mientras conversaban seguramente se acordaría de todo: quién era él, cómo se habían conocido, dónde había estado ella la noche anterior. Todo le volvería a la mente, y a lo mejor el hombre le gustaba. A lo mejor sabía preparar un bloody mary para aliviar la borrachera, la invitaba a desayunar fuera, y llegaban a…
Pero ése era el consejo de la irresponsabilidad, de la promiscuidad, de la sordidez, y decidió no seguirlo. De regreso en la habitación donde había dormido levantó la mesa en forma de huso que se había venido abajo con su carga de botellas y vasos. Encontró una hoja de papel y le escribió una nota que dejó sobre la mesa:
Ten cuidado.
Hay cristales rotos en el suelo.
E.
Luego salió del apartamento y quedó libre. Hasta que estuvo en la calle —resultó ser la calle Morton, cerca de la Séptima Avenida— no empezó a sentir el peso de todo lo que había bebido la noche anterior, ya que no estaba acostumbrada. El sol la asaltó, penetrándola con rayos amarillos de dolor que le atravesaron el cráneo; apenas si podía ver, y al tratar de abrir la puerta de un taxi notó que le temblaba la mano. Pero durante el viaje a su casa, aspirando el viento caliente que entraba por la ventanilla, empezó a sentirse mejor. Era sábado —¿cómo podía estar segura del día si se había olvidado de todo lo demás?— y eso le daba dos días de recuperación antes de volver al trabajo.
Era el verano de 1961, y tenía treinta y seis años.
Al poco tiempo de volver de Iowa la habían empleado como redactora en una pequeña agencia de publicidad, y se había convertido en una especie de protegida de la mujer que la administraba. Era un buen empleo, aunque hubiera preferido estar en el periodismo, pero lo mejor de todo era que le permitía vivir en un apartamento espacioso, en un piso alto, cerca de Gramercy Park.
—Buenos días, señorita Grimes —dijo Frank, en la recepción. Nada en el rostro de él revelaba que pudiera imaginarse cómo había pasado la noche, pero no podía estar segura: recorrió el pasillo con un desusado porte de severidad, por si él la seguía con la mirada.
El papel de la pared del vestíbulo tenía un motivo de cría de caballos, en amarillo sobre gris; siempre pasaba por allí sin mirar siquiera, pero esta vez lo primero que notó al salir del ascensor fue que alguien había dibujado con lápiz un pene largo y grueso asomando entre las patas posteriores de uno de los caballos, con enormes testículos colgando. Su primer impulso fue conseguir una goma y borrarlo, pero se dio cuenta de que no serviría de nada: tendrían que poner una hoja nueva de papel encima.
Sola y segura tras la puerta cerrada de su apartamento, sintió placer al ver que todo estaba limpio. Pasó media hora en la ducha, lavándose con jabón, y mientras se bañaba se empezó a acordar de la noche anterior. Había ido al piso de un matrimonio que apenas conocía, en la calle setenta y tantos Este, y resultó que daban una fiesta grande y ruidosa, lo que explicaba sus nervios, que la hicieron beber demasiado rápido. Cerró los ojos bajo el fuerte golpe del agua y recordó una marejada de conversaciones y risas. Vinieron a su mente los rostros de personas extrañas: un hombre calvo y jovial que dijo que la descabellada idea de Kennedy presidente había sido un triunfo del dinero y las relaciones públicas; un individuo apuesto, delgado, con un traje muy caro, que le dijo: «Tengo entendido que usted también está en el juego de la publicidad»; y el hombre que era posiblemente con quien se había acostado. Tenía una voz atenta y formal, que había escuchado durante horas, y una cara común, de cejas espesas, que posiblemente era la misma que ella había observado esa mañana. Pero no se podía acordar del nombre. ¿Ned? ¿Ted? Algo así.
Se puso ropa limpia y cómoda y tomó café —le hubiera gustado beber cerveza pero tuvo miedo de abrir una botella— y empezaba a disfrutar de la sensación de haber vuelto a componer el cuadro mental cuando sonó el teléfono. El se había despertado; había gruñido al hacer las abluciones matinales y había tomado una cerveza; había encontrado el número que ella probablemente le había dado y preparado un cortés saludo en su honor, mezcla de disculpa y deseo renovado. La invitaba a desayunar o a almorzar, y ella tendría que decidir qué contestarle. Se mordió el labio y dejó que sonara el teléfono cuatro veces antes de levantar el auricular."

Richard Yates
Las hermanas Grimes



"Y el manuscrito de «La señorita Goddard y el mundo del arte» quedó intacto durante semanas, negándose con terquedad a cobrar vida. La debilidad de su final había llegado a parecerle tan solo una parte del problema: el problema principal, decidió al cabo de mucho tiempo, era que no le gustaba. No le habría gustado si lo hubiese escrito otra persona. Incluso se inventó un escueto resumen, cargado de desprecio, que George Kelly habría podido aprobar: se trataba de un relato tipo ay-pero-qué-niña-tan-sensible-era-yo.
Aun así, en vez de destruirlo, lo metió en el cajón de una cómoda. Podría haber partes de él que algún día querría salvar y mejorar, como el primer encuentro entre la chica y la señorita Goddard («Durante uno o dos minutos pensé que igual estábamos ante una especie de historia de lesbianas, pero fue una suposición equivocada», etc.)
En agosto había empezado a pasar cada vez menos tiempo ante su escritorio. Los días brillantes se ponía un viejo bañador (un biquini azul de algodón que Michael Davenport solía decirle que bastaba para ponerle como una moto), sacaba una manta y se tumbaba a tomar el sol durante horas en su gran jardín trasero, con reservas de gin-tonic y una cubitera con revestimiento aislante, llena de cubitos de hielo, al alcance de la mano. En dos o tres ocasiones, a última hora de la tarde, entró en la casa para ponerse un fresco vestido veraniego y se marchó andando por la carretera hasta casa de los Nelson, pero todas ellas dio la vuelta cuando llevaba recorrida la mitad de la distancia y se volvió otra vez a casa porque no sabía qué les habría dicho a ninguno de los dos cuando estuviese allí.
Al principio ella misma describía la situación diciéndose que estaba «bloqueada» (todo escritor sufría un bloqueo de vez en cuando), pero entonces, una noche, tratando de conciliar el sueño, empezó a sospechar que ahí terminaba todo.
La interpretación podría causar agotamiento emocional, pero la escritura te dejaba exhausto el cerebro. Escribir conducía a la depresión y al insomnio y a andar de un lado para otro el día entero con aspecto demacrado, y Lucy sentía que todavía era joven para cualquiera de esas cosas. Hasta los placeres de la privacidad y del silencio podían reducirse a nada más que a soledad cuando tenías el cerebro exhausto. Podías beber más de la cuenta o bien castigarte manteniéndote lejos del alcohol, con el único resultado de descubrir que cualquiera de las dos opciones te privaba de la escritura en sí. Si tu cerebro llegaba a agotarse lo suficiente, durante tiempo suficiente, alguna vertiginosa serie de cagadas podía lograr que se te llevaran en volandas y te encerrasen en Bellevue, para acabar aterrada y disminuida de por vida. Y aún había otro peligro, uno que ella no habría podido vislumbrar si no hubiese trabajado tan duro en esos tres primeros relatos: si lo único que hacías era escribir sobre ti misma, podrían llegar a conocerte demasiado bien unos perfectos desconocidos."

Richard Yates
Jóvenes corazones desolados