"Apenas son las seis y ya oscurece cuando me detengo a contemplar la súbita irrupción en las Ramblas de los pasajeros de metro que se han apeado en la estación de Liceo. Se trata de un espectáculo que nunca me defrauda. Hoy, por ejemplo, día de Jueves Santo, surge de entre la multitud un tenebroso viejo que, pese a tener un aspecto cadavérico y transportar un pesado maletín, anda con sorprendente agilidad. Adelanta con pasmosa rapidez a una hilera entera de adormecidos usuarios del metro, se planta muy decidido ante un cartel del Liceo, y allí, muy serio y estudioso, pasa revista al reparto de una ópera de Verdi, adoptando casi de inmediato un gesto de inmensa contrariedad, como si el elenco de estrellas le hubiera decepcionado amplia y profundamente. Este hombre, me digo, este cadáver ambulante tiene algo que me inquieta, que me intriga.
Decido seguirlo. Y muy pronto veo que no va a ser nada fácil hacerlo. Será porque mi jornada de trabajo ha sido larga y dura y a estas horas me siento ya muy cansado, pero lo cierto es que, aunque tengo cuarenta años y él me dobla la edad, anda el viejo tan rápido que, cuando enfila la calle Boquería, por poco le pierdo de vista. Acelero el paso y, por unos instantes, noto cierto desfallecimiento y me digo que voy a desplomarme sobre el asfalto. Luego comprendo que no hay ni mucho menos para tanto, después de todo aún soy joven, lo que sucede es que siempre me imagino al borde del desfallecimiento porque, en mayor o menor medida, siempre ando cansado, cansado de esta lamentable ciudad, cansado del mundo y de la estupidez humana, cansado de tanta injusticia. A veces intento superar ese estado y me reto a mí mismo, me impongo desafíos como este de persistir, sin objetivo alguno, en la persecución de un viejo nada cansado.
De repente mi perseguido, como si quisiera darme un respiro, se detiene frente al escaparate de una tienda de objetos religiosos. Yo avanzo con calma, pegado a la pared, pegado a los escaparates, ahora sin prisas. Le alcanzo, me sitúo a su lado, veo que está espiando el interior de la tienda, donde un negro está comprando una estatuilla del Niño Jesús de Praga. Voy a decirle algo al viejo cuando el negro sale disparado hacia la calle, muy feliz con su compra, y el viejo gira en redondo y le sigue.
Al negro se le ve muy feliz, pero a los veinte pasos se convierte en un hombre repentinamente cansado. Va frenando su marcha hasta acabar andando muy despacio, casi arrastrando los pies, como si la compra le hubiera dejado extenuado, o como si le hubiera llegado de pronto esa sensación de estar en una hora en la que uno se siente ya irremediablemente cansado. Detrás suyo, el viejo también reduce su marcha. Y sólo ahora me doy cuenta de que mi perseguido debe llevar rato persiguiendo al negro, quien no parece que sospeche nada y a buen seguro se llevaría una sorpresa si descubriera la espontánea procesión que se ha organizado detrás de él.
Los tres, muy fatigados, como si nos hubiéramos contagiado mutuamente de cierto cansancio, enfilamos la calle de Banys Nous a un ritmo muy parsimonioso. El negro es un individuo corpulento y muy elegante, de unos cincuenta años, con aspecto de boxeador tierno y cansado. Es ya del todo evidente que no sospecha nada, porque de pronto se detiene, muy confiado, a contemplar su flamante adquisición. La eleva por encima de los hombros, como si quisiera consagrarla en un altar imaginario. Detrás de él, y para no adelantarle, el viejo se ha detenido en seco, y yo imito esa inmovilidad. Componemos una curiosa procesión de Jueves Santo. Se suceden luego unos raros e interminables minutos hasta que por fin el negro reemprende su lenta marcha y, tras otros minutos que parecen eternos, acaba entrando en un bar, donde pide una cerveza y luego otra y después otra. De vez en cuando se ríe a solas y muestra horribles dientes de caníbal. Al otro lado de la barra, el viejo no pierde detalle de la ceremonia etílica, mientras yo, justo al lado del viejo, no pierdo detalle de su obsceno espionaje. Nos demoramos tanto los tres en los gestos que el camarero pierde la paciencia y se revela como un perfecto alérgico a cualquier tipo de manifestación de profundo cansancio y, sabiendo que nos hallamos en pleno crepúsculo, es decir, en esa hora en que hasta las sombras se fatigan, se pone a trabajar como un loco mientras nos envía terribles miradas de odio. Si pudiera, este camarero nos fusilaría sin la menor contemplación. Y yo me pongo en pie de guerra y me digo que ya va siendo hora de que todos los cansados de este mundo unamos nuestras fuerzas para acabar, de una vez por todas, con tanta injusticia y estupidez."

Enrique Vila-Matas
Suicidios ejemplares



“Aprender es una forma de coleccionar, como en las citas y extractos de las lecturas diarias que acumulaban en cuadernos de notas…”

Enrique Vila-Matas
Historia abreviada de la literatura portátil, 1985
Tomada del libro GuiaBurros Las mejores citas (Las Mejores Citas De Pensadores Españoles) de Delfín Carbonell, página 8



"Aquel día, cuando empezó a atardecer en Barcelona y pasó la luz a ser ya casi una leve gasa que rozaba las hojas de los árboles, a esa hora en la que se van alargando las sombras, comprobé que estaba más solo incluso que unas horas antes, y entonces regresé, volví al hotel Littré y entré en mi cuarto y en menos de un minuto ya había apagado la luz. En la oscuridad total, quizás no necesitemos a nadie, pensé. Y luego pensé lo contrario, porque me di cuenta de que prefería pensar, por ejemplo, que mi padre, en sus tinieblas eternas, me necesitaba, me buscaba en la noche para que perdiera yo mi estado de pobre lelo total.
Por lo demás, señoras y señores, sepan que soy ocioso, inestable, geométrico, errabundo, aspirante a ideólogo de la desgana, volátil, y siempre ando soltando lastre. No repetiré estas sentidas palabras sobre dramas y fracasos de mi vida privada en ninguna otra parte. Vine precisamente a Saint Gallen para soltar lastre.
"De entre el público, sólo aplaudí yo. El resto permaneció en un estado de indiferencia, o de perplejidad total. No se me olvidará la última de las miradas terribles que me envió Vilnius. Y yo, claro, seguía igual de despistado con respecto a lo que en realidad estaba ocurriendo. Salvo que fuera por mi cara de palo (que más de un inconveniente me había causado en la vida), se me escapaban por completo los motivos por los que me hubiera podido coger aquella manía tan exagerada, tan incomprensible, tan verdaderamente superlativa."

Enrique Vila-Matas
Aire de Dylan



"Era de noche y llovía cuando entramos en Aviador, un bar del Eixample que parece el bar de un hotel junto a un lago; un lugar decorado con hélices y escudos, restos de aeropuertos y catástrofes aéreas: un bar que me pareció ideal para, después del tercer raf, abordar la cuestión que tanto me preocupaba y que abordé con seriedad y profesionalismo, como si yo fuera el mismísimo Chopin, el agente secreto de Lago. Aguardé a que hubiéramos terminado ese tercer raf y nos halláramos ya a la salida del local y entonces, como quien no quiere la cosa, recité en portugués y a bocajarro, Todas las cartas de amor son ridículas, el poema que, horas antes en su conferencia, Echenoz había insinuado que le dejaba conmovido siempre.
Ante el inesperado recital lusitano, quien pasó a ser Chopin fue el propio Echenoz, que se quedó petrificado bajo la lluvia oscura; permaneció helado unos segundos, como cuando Chopin descubre a Suzy Clair, Moreno de soltera, en el hotel del lago donde él espía a Vital Veber, el alto dignatario extranjero. Se quedó, como digo, helado, con la mente también helada mientras chorreaba sobre él la lluvia. Luego, cuando se acordó de respirar, me pareció el momento ideal para formular la pregunta indiscreta. Y el nombre del escritor que siempre le había deslumbrado no tardó en llegar y, en efecto, era quien yo sospechaba: Raymond Roussel.
Nada extraño para quien se esfuerza en todos sus libros en descalificar, desde el primer momento, todo tipo de realismo. Echenoz es de los que piensan que la realidad ya existe y que no vale la pena copiarla de nuevo. Echenoz es lo más opuesto a ese acuarelista que aparece en Lago y que no se mueve de su sitio al pie de una terraza, reproduciendo obstinadamente el hotel mientras Chopin espía a Vital Veber valiéndose de un original sistema que consiste («Vaya. Lo mío, dijo Chopin, son las moscas») en colocar minúsculos micrófonos en algunas moscas y así escuchar las conversaciones del sujeto vigilado.
Para leer esta impresionante novela hay que ser también algo mosca y obrar como aquella de la que nos habla James Joyce en Ulises: «Era como una mosca pegajosa y siempre lo sería, y por eso nadie podía andar bien con ella metiendo siempre la nariz donde no la llamaban.» Hay que ser algo mosca y saber avanzar en zigzag —que es el procedimiento clásico de espionaje— y hacer una vez más como siempre —«siempre las mismas carteras desde Mata Hari», leemos en la página 15— la misma comedia: aquí salto de un taxi ante una boca de metro, luego de otro taxi ante otro metro, cojo el convoy en el último momento, y brinco al andén justo antes de cerrarse las puertas y cruzo y vuelvo a cruzar la casa de doble entrada, luego la otra, y cojo otro taxi que me deja a cincuenta metros del paisaje disimulado al que llego sudoroso, jadeante y convencido de que todo eso no sirve para nada."

Enrique Vila-Matas
El viajero más lento



"Estaba muy enfermo de literatura y para colmo, en un intento de curarme un poco, no tuve mejor idea que visitar a mi hijo Rodolfo, ágrafo trágico en Nantes. Fui con el propósito de viajar y airearme un poco, de tratar de huir de mi enfermedad y, de paso, echarle una mano a mi hijo, que llevaba una temporada muy rara, pasaba por momentos delicados pues, tras publicar su peligrosa novela sobre el enigmático caso de los escritores que renuncian a escribir, había quedado atrapado en las redes de su propia ficción y se había convertido en un escritor que, pese a su compulsiva tendencia a la escritura, había quedado totalmente bloqueado, paralizado, ágrafo trágico en Nantes.
[...]
No sé cómo fue que me vino a la memoria una frase de Nietzsche, que yo siempre he leído de mil formas distintas, depende del sentido que en su momento quiera darle. Para mí es una frase comodín: «Algún día mi nombre evocará el recuerdo de algo terrible, de una crisis como no hubo otra en la tierra».
Verá usted, uno no puede ir contra su imaginación, y yo en ese momento, aquí en el Café Sport, hablando con el feo Tongoy, Drácula de todos mis espectáculos, imaginé que algún día mi nombre sería evocado para recordar una crisis terrible que la humanidad había superado gracias a mi heroica conducta cuando, quijote lanza en ristre, habría arremetido contra todos los enemigos de la literatura.
Y es más, tuve el más extraño pensamiento que jamás ha tenido un loco en este mundo y me dijo que sería conveniente y necesario, tanto para el aumento de mi honra como para la buena salud de la república de las letras, convertirme en carne y hueso en la memoria de la literatura, en la literatura misma, es decir, en esa actividad que a comienzos de este nuevo siglo vive amenazada de muerte, encarnarme pues en ella e intentar preservarla de su posible desaparición reviviéndola, por si acaso, en mi propia persona. "

Enrique Vila-Matas
Monólogo del Café Sport



“Fernando Savater dice que las personas que no comprenden el encanto de las citas suelen ser las mismas que no entienden lo justo, equitativo y necesario de la originalidad. Porque donde se puede y se debe ser verdaderamente original es al citar.”

Enrique Vila-Matas
El País, 6/1/2008
Tomada del libro GuiaBurros Las mejores citas (Las Mejores Citas De Pensadores Españoles) de Delfín Carbonell, página 68



“Iban a comerse el mundo y ahora se limitan a comentarlo.”

Enrique Vila-Matas
 Dublinesca, 2010
Tomada del libro GuiaBurros Las mejores citas (Las Mejores Citas De Pensadores Españoles) de Delfín Carbonell, página 18



"La realidad sabe escabullirse perfectamente detrás de una sucesión infinita de pasos, de niveles de percepción, de falsos sondeos. A la larga, la realidad resulta inextinguible, inalcanzable. Aunque sea a tanta distancia, por fin vi algo de Dublín, lo vi desde lo alto de estos acantilados que se adentran en el mar. Grupos de aves reposan sobre las aguas. La tristeza fascinante del lugar parece acentuarse con la visión de esas escuadras de pájaros sonámbulos, en pleno día, y es como si el vacío se anudara con la honda tristeza y ésta de vez en cuando cobrara voz con el chillido de alguna gaviota.
Trataré de poner en pie y mejorar mi mustia vida de editor retirado. Pero algo se ha desfondado por completo en el cuarto. Alguien se ha ido. O se ha borrado. Alguien, quizá imprescindible, ya no está. Alguien se ríe a solas en otra parte. Y la lluvia se estrella cada vez con más delirante fuerza sobre los cristales y también sobre el aire vacío y sobre el hondo aire azul y sobre lo que está en ninguna parte y es interminable."

Enrique Vila-Matas
Dublinesca



“Lo correcto era ser breve, contar historias rápidas con un final fulminante, tan cerrado como definitivo y que no prolongara la fingida expectación de mi compañero de mesa e interlocutor, es decir, ser educadamente sintético y diáfano con quien iba a escucharme.”

Enrique Vila-Matas
El traje de los domingos, 1995
Tomada del libro GuiaBurros Las mejores citas (Las Mejores Citas De Pensadores Españoles) de Delfín Carbonell, página 12




"Lo más curioso de todo fue que, unas semanas después de haber imaginado este viaje a Sevilla, me invitaron realmente a esa ciudad para que dialogara con Bernardo Atxaga en torno a las relaciones entre realidad y ficción. Una casualidad bien grande. No puede ser, pensé en un primer momento. No, no puede ser. Pero sí que podía ser, claro. No era la primera vez que aparecía la ficción en mi vida y, sin casi mediar palabra, pretendía configurar la realidad.
La voz del hombre que me habló por teléfono y me invitó a Sevilla tenía un timbre muy metálico. En un momento determinado de la conversación, la voz se extravió algo cuando dijo: «En definitiva, queremos que usted y el señor Atxaga nos hablen de cómo la realidad baila con la ficción en la frontera.» Durante unos segundos, permanecí callado, irritado. ¡La realidad bailando con la ficción en la frontera! ¿Cuántas veces había oído decir eso? Decidí aceptar la invitación, pero dejando mi impronta personal, soltándole una rareza a quien me había invitado, sólo para que supiera quién estaba al otro lado del teléfono. «Está bien», le dije, «acepto la invitación. Después de todo, llevaba tiempo deseando reunirme con el dottore Pasavento.» Hubo un silencio. «Llevaré mi librea de hogareño», añadí tratando de decir algo aún más raro, y en este caso ya casi totalmente incoherente. «No comprendo», dijo entonces el que había llamado. «Tampoco yo entiendo eso del baile en la frontera», le contesté.
La invitación tenía fecha y hora. Las ocho de la tarde del 16 de diciembre de 2003. Para que lo imaginado unas semanas antes coincidiera lo máximo posible con la realidad, me las arreglé de forma que el 16 de diciembre por la mañana, el día en que debía reunirme con Atxaga, yo, en lugar de estar en Barcelona, donde tenía mi domicilio, me encontrara en Madrid y de la estación de Atocha fuera desde donde saliera para participar en el diálogo sobre realidad y ficción que por la tarde tenía lugar en el Monasterio de la isla de La Cartuja de Sevilla.
A la una del mediodía del 16 de diciembre, nada más salir el AVE que une Madrid con Sevilla, eché en falta —pues todo entonces habría sido aún más redondo— las dos novelas de España. Y es que en todo lo demás la realidad era casi idéntica a lo que había imaginado unas semanas antes. Pero estaba claro que esas dos novelas no existían, pertenecían exclusivamente al mundo de mi imaginación. Era lo único que impedía que la ficción y la realidad encajaran a la perfección, lo cual, si lo pensaba bien, no dejaba de ser un alivio, no estaba nada mal saber que las dos novelas de España habían desaparecido a la misma velocidad con que un día yo las había imaginado. Y, por unos momentos, disfruté como un loco conjeturando la desaparición de las dos novelas geniales y no escritas precisamente por mí. Alguien las depositaba sobre la cumbre del Everest, junto a las toneladas de basura, de desperdicios envenenados que allí hay, y una tempestad de nieve las borraba de un golpe certero.
Arrancó el tren de alta velocidad y, mientras por los auriculares que me había dado la azafata oía yo a todo volumen música de flamenco, abrí pausadamente el periódico y encontré en él una entrevista con el escritor argentino Alan Pauls, que el día anterior había presentado en Madrid su novela El pasado. Yo había asistido a la rueda de prensa que él había dado y me habían llamado la atención unas palabras suyas en torno a la lentitud en el arte: «Es una experiencia única quedarte dormido en una película de Tarkovski y despertarte de repente con una de sus imágenes.»"

Enrique Vila-Matas
Doctor Pasavento



"Mayol la miró queriendo creer que todo aquello era tan irreal como una pesadilla. Ella se quedó como ausente, relajada después de sus últimas palabras; se quedó con la serenidad propia de un río tranquilo y profundo que permanece imperturbable en toda su extensión ante el ocaso del día. Callada, miró hacia más allá del huerto, hacia la luz más lejana del crepúsculo donde tal vez veía reflejado el ocaso de su matrimonio.
(...)
Quizás la mayor preparación para sobrellevar la vida fuera aprender el arte de romper con todo lo que nos resulta atractivo o nos parece imprescindible...convertirse en un perito de las despedidas."

Enrique Vila-Matas
El viaje vertical



"No quiero ser escritor, sino escribir, que es algo muy distinto."

Enrique Vila-Matas


"Por la noche en casa vi en la televisión un documental sobre la poderosa China moderna y, cuando mi mujer se fue a dormir, me dediqué a indagar sobre Kassel y así pude saber que en el afrancesado palacio de la Orangerie todos los telescopios apuntaban a Clocked Perspective, una obra del albanés Anri Sala, situada en el Karlsaue, a unos dos kilómetros. Al lado de los telescopios estaba colgado, en medio de varios relojes, un cuadro de G. Ulbricht de 1825 que representaba un castillo; en la pintura estaba integrado un reloj real, pero mientras que el castillo estaba en posición oblicua en el cuadro, el reloj estaba, en cambio, en una sorprendente posición paralela a éste. Anri Sala —sin duda el albanés al que se había referido mi amiga de Getafe en su reciente correo— había corregido este error en su escultura y era su reloj el que reflejaba sesgadamente el tiempo y se ajustaba así al cuadro de Ulbricht.
Dos horas después, me dormía pensando que iría a Kassel a buscar el misterio del universo extraviado e irrecuperable, pero también a iniciarme en la poesía de un álgebra desconocida y a buscar un reloj oblicuo. Y soñé que alguien me preguntaba de un modo insistente si no creía que el gusto tan moderno por el universo de las imágenes se alimentaba de una oscura oposición al saber. La pregunta podía formularse de un modo más sencillo, pensaba yo todo el rato. Pero la pregunta dentro de ese sueño cada vez se volvía más retorcida y a mí me molestaba una infinidad el lado intelectual de aquel enrevesamiento tan innecesario. Al final, me molestaba todo porque venía ya cansado del viaje que había hecho al centro del laberinto de las vanguardias del arte contemporáneo, donde me había encontrado con una situación de pura pesadilla, con una especie de lodazal en el que de modo obsesivo se repetía el mismo movimiento: el lodazal se convertía en un cuarto intensamente rojo y chino, donde yo, de forma implacable sometía los conceptos de casa y sentirse en casa a un escrutinio incesante y escéptico, inagotable.
Cuando desperté, había sido tan intrincada la trama intelectual de la pesadilla que me alegró descubrir que el mundo real, en cambio, era muchísimo más sencillo, diría incluso que mucho más idiota.
Eran las cinco de la madrugada y, como me había quedado de pronto sin sueño, fui a mi despacho y me dediqué a releer La muralla china y otros relatos en un viejo ejemplar de mi biblioteca que hacía años que no abría. Encontré allí, entre esos otros relatos, uno que no recordaba, titulado «Regreso al hogar», escrita en Berlín en 1923. Recuerdo la emoción en cuanto empecé a leer porque me di cuenta de que en cierta forma contenía una explicación de por qué él, en carta a su novia, había escrito aquella frase algo misteriosa en la que decía que en el fondo era un chino que volvía su hogar. De hecho, tuve la impresión —potenciada por la hora, tan propicia a esas sensaciones— de que aquella historia de 1923 había sido escrita para mí, escrita para que la leyera cuando un día, en el curso del tiempo, me llegara la hora de viajar a un enclave chino en el centro de Alemania:
Al regresar, atravieso el zaguán y miro. Es el viejo cortijo de mi padre [...] He llegado. ¿Quién me recibirá? ¿Quién espera detrás de la puerta de la cocina? La chimenea humea, están preparando el café para la cena. ¿Sientes la intimidad, te encuentras como en tu casa? No lo sé, no estoy seguro [...] Cuanto más se titubea ante la puerta, más extraño se siente uno. ¿Qué tal si ahora alguien la abriese y me hiciese una pregunta? ¿Acaso yo mismo no estaría entonces, como alguien que quiere ocultar su secreto?
¿Escrito esto para mí? Pues, ¿por qué no? Me acordaba de aquello tan sencillo y candoroso que se había preguntado Kafka en cierta ocasión: «¿Será cierto que uno puede atar a una muchacha con la escritura?» Pocas veces se ha formulado con tanta ingenuidad, tanta precisión y tanta hondura la esencia misma de la literatura. Y la tarea misma que Kafka le iba a fijar a la escritura en general y a su escritura en particular. Porque contrariamente a lo que creen tantos, no se escribe para entretener, aunque la literatura sea de las cosas más entretenidas que hay, ni se escribe para eso que se llama «contar historias», aunque la literatura está llena de relatos geniales. No. Se escribe para atar al lector, para adueñarse de él, para seducirlo, para subyugarlo, para entrar en el espíritu de otro y quedarse allí, para conmocionarlo, para conquistarlo...
Franz Kafka, el hijo del comerciante Hermann Kafka, parecía ahí, en ese cortijo del padre, percibir que, pese a sus apariencias, la casa ni le pertenecía. Y uno entonces fácilmente podía imaginárselo titubeando durante horas ante el viejo caserón y al final no entrando y dedicándose a proseguir con tenacidad su búsqueda de un lugar, de un hogar que quizás no encontraría nunca al volver a casa, pero que podía encontrar un día en medio del camino."

Enrique Vila-Matas
Kassel no invita a la lógica


"(…) se considera un melancólico al que la soledad le parece el único estado humano apropiado: la soledad en la gran metrópoli o la ocupación del paseador ocioso, libre para soñar despierto. Se considera un melancólico, pues vino al mundo bajo el signo de Saturno, que es la estrella de revolución más lenta, el planeta de los desvíos y las dilaciones. Y bajo ese signo se pierde, como buen paseante ocioso, en el laberinto de odradeks donde lentamente se rompe el hielo del Moldava."

Enrique Vila-Matas
Historia abreviada de la literatura portátil



“Si te place, vive; si no te place, estás perfectamente autorizado para volver al lugar donde viniste.”

Enrique Vila-Matas
Suicidios ejemplares, 1991