Amor y Desamor

"Salimos del amor
como de una catástrofe aérea
Habíamos perdido la ropa
los papeles
a mí me faltaba un diente
y a ti la noción del tiempo
¿Era un año largo como un siglo
o un siglo corto como un día?
Por los muebles
por la casa
despojos rotos:
vasos fotos libros deshojados
Éramos los sobrevivientes
de un derrumbe
de un volcán
de las aguas arrebatadas
y nos despedimos con la vaga sensación
de haber sobrevivido
aunque no sabíamos para qué."

Cristina Peri Rossi


Bitácora

No conoce el arte de la navegación
quien no ha bogado en el vientre
de una mujer, remado en ella,
naufragado
y sobrevivido en una de sus playas.

Cristina Peri Rossi



"Compró viejos y nuevos diccionarios para Aída. Los viejos son para leerlos, los nuevos sólo para consultarlos. En ellos buscamos palabras antiguas y palabras modernas, palabras que existen y palabras inventadas.
-Hay días en que amanezco muy eme -le digo a Aída.
Despierto membranoso y mamario, masturbatorio, meditabundo.
Me pongo místico. La amo inmoderadamente, como a un ídolo antiguo.
-Hoy me siento muy be -dice Aída, siguiendo el juego.
Babel, bacante, bárbara, bella y brutal, bramadora, burlona, bravía, bovina, biliosa, bostezante, a veces beoda, babeante, bestial.
-Bala, bebe, bencina, burbuja, benjuí, bisturí, balsa, boca, blanco, bolo, blonda -dice Aída, asociando libremente.
-Bruja, belga, barca, Barcelona, Bremen, bramido, branquias, belladonas, bostezo, bajo, besamano -agrego yo, enseguida.
A la noche, bajo la cama, los diccionarios están de pie. Dormidos bajo la opalina, bajo la dorada D, y en mis sueños hay palabras que no conozco, como bastelo y bondino.
Despierto, a las tres de la mañana, solo, sin Aída. El cielo tiene una leve tonalidad rosa, en el negro profundo. Me visto. Aída, lejos, debe dormir junto a su hijo. Ninguna posibilidad de despertarla, de llegar hasta su casa y meterme en su cama. En la calle hay algunas luces encendidas. Los autos, en fila, ocupan todo el espacio. Como grandes insectos coriáceos que hubieran invadido la ciudad y, ahora, dormidos, reposaran de su triunfo. Árboles raquíticos asoman entre ellos, como picas de un ejército en retirada. Por la calle, nadie. Los focos encendidos iluminan un telón fantasmal, un teatro vacío. El Vips está abierto, repleto de chucherías, como la antesala de un aeropuerto, a la noche, en un viaje transoceánico. Los escasos clientes se pasean entre carteles de viejas actrices, hoy retiradas, cuya belleza tiene algo de prefabricado, algo de cartón. Marlene Dietrich y su larga boquilla, con su mirada viciosa de mujer aburrida, de mujer sin ilusiones, pero que provoca el sueño ajeno. Rita Hayworth y su melena rojiza, con un vestido negro y un sujetador exagerado quizás para sus glándulas mamarias. Me muevo entre revistas extranjeras con portadas casi siempre iguales: príncipes, tenistas, ministros. Aída no está en ninguna, aunque es la única imagen que quiero ver. Aída, con su rostro siempre pálido de mujer que no ama el sol, de psique enfermiza. Aída, con su melena sobre los ojos, como un perro de aguas. Aída y el misterio de boca ancha y breve, con un leve orificio en el centro."

Cristina Peri Rossi
Solitario de amor



Después

Y ahora se inicia
la pequeña vida
del sobreviviente de la catástrofe del amor: 

Hola, perros pequeños,
hola, vagabundos,
hola, autobuses y transeúntes. 

Soy una niña de pecho
acabo de nacer
del terrible parto del amor. 

Ya no amo. 

Ahora puedo ejercer en el mundo
inscribirme en él
soy una pieza más del engranaje. 
Ya no estoy loca.

Cristina Peri Rossi



"Después, como a las dos horas, empezó a garuar, despacio, pero este agua no venía del cielo, como la de lluvia, sino de una niebla espesa que lo
cubrió todo, el jardín, los árboles, el campo, los invernaderos, la planta alta de la casa, y en ella se diluyeron, esfumándose, las ramas, los pájaros, las nubes, hasta las cosas que siempre teníamos próximas y era habitual ver. Esto lo contemplamos desde el altillo todos los primos, que estábamos reunidos para jugar. Cómo una gran masa de niebla empezó a avanzar, a invadirnos, a inundarnos, caminando suavemente por el camino y por el aire, tragándose a cada paso a cada bocanada de humo algo de nuestro alrededor; primero fueron los grandes árboles, hundidos, sepultados en la niebla, de modo que nada se les veía, nada quedó afuera, y si alguien hubiera pasado por allí, bien podría haberse dado un buen golpe con ellos, porque no se les veía nada, ni las raíces, ni el cuello, ni la garganta, ni las ramas, ni las hojas, ni los frutos; después le tocó el turno a las estatuas, que se sumergieron en la niebla lentamente, difuminándose, primero la cabeza, después el tronco, luego un pie, entrando poco a poco en esa sólida niebla que avanzaba como un barco visto de lejos, segura y firmemente; una estatua entraba un pie en la niebla, luego un brazo, hasta desaparecer en la bruma, en la marea que se lo tragaba todo, serena, mansamente, dueña de un poderosísimo silencio, augusto y solemne. Yo nunca había oído un silencio así. No había oído jamás un silencio de ésos. Las cosas se introducían en la niebla en medio de un silencio desolador sobrecogedor y universal, como si el mundo se estuviera perdiendo sin ruidos."

Cristina Peri Rossi
El libro de mis primos



"El espacio que queda entre la espada y la pared es exiguo. Si huyendo de la espada, retrocedo hasta la pared, el frío del muro me congela, si huyendo de la pared, trato de avanzar en sentido contrario, la espada se clava en mi garganta. Cualquier alternativa, pues que pretenda establecerse entre ellas, es falsa y como tal, la denuncio. Tanto el muro como la espada sólo pretenden mi aniquilación, mi muerte, por lo cual me resisto a elegir. Si la espada fuera más benigna que el muro, o la pared, menos lacerante que el filo de aquella, cabría la posibilidad de decidirse, pero cualquiera que las observe, comprenderá enseguida que sus diferencias son sólo superficiales. Sé que tampoco es posible dilatar mi muerte tratando de vivir en el corto espacio que media entre la pared y la espada. No sólo el aire se ha enrarecido, está lleno de gases y de partículas venenosas: además, la espada me produce pequeños cortes 'que yo disimulo por pudor' y el frío de la pared congestiona mis pulmones.... Si consiguiera escurrirme, la espada y el muro quedarían enfrentados, pero su poder, faltando yo entre ambos, habría disminuido tanto que posiblemente el muro se derrumbara y la espada enmoheciera. Pero no existe ningún resquicio por el cual pueda huir, y cuando consigo engañar a la espada, la pared se agiganta, y si me separo de la pared, la espada avanza. He procurado distraer la atención de la espada proponiéndole juegos, pero es muy astuta, y cuando deja de apuntar a mi garganta, es porque dirige su filo hacia mi corazón. En cuanto al muro, es verdad que a veces olvido que se trata de una pared de hielo y cansado, busco apoyo en él: no bien lo hago, un escalofrío mortal me recuerda su naturaleza. He vivido así los últimos meses. No sé por cuánto tiempo aún podré evitar el muro, la espada. El espacio es cada vez más estrecho y mis fuerzas se agotan. Me es indiferente mi destino: si moriré de una congestión o me desangraré a causa de una herida, esto no me preocupa. Pero denuncio definitivamente que entre la espada y la pared no existe lugar donde vivir."

Cristina Peri Rossi
El museo de los esfuerzos inútiles


"En la parte inferior del tapiz, en el segmento que ocupa más espacio, debajo de la figura del Pantocrátor bendiciendo, se despliega el magnífico universo de las aves y de los peces. Entre las primeras, figura la inscripción: volatilia celi (aves del cielo) y entre los segundos: cete grandis (peces grandes). Las aves no se diferencian mucho de las reales: están en actitud de iniciar el vuelo, con las alas abiertas; sus picos son cortos y triangulares; todas miran hacia el cielo (que en este caso coincide con el círculo del Pantocrátor) y sus cuerpos parecen extremadamente ágiles. Debajo de ellas, sin separación entre la línea del mar y del cielo, sumergidos, se encuentran los grandes peces, y también los peces pequeños. Hay un gusano de mar, con el cuerpo enroscado, cuya negra cabeza apunta hacia arriba y otros animales acuáticos representados de forma menos realista. Uno tiene cabeza de perro, cuerpo de reptil y una gran caparazón roja, provista, además, de dos aletas. Otro tiene cabeza de cocodrilo, orejas de burro y cola de pescado. Ocupan gran espacio en este fragmento del tapiz, como si los monstruos del mar fueran la parte más importante de la creación. Al lado de ellos, los peces y aún el cangrejo rojo parecen muy pequeños.
Fueron los capitanes de barcos y los marinos antiguos no sólo quienes mejor conocían el universo —los cielos, las aguas y la tierra— sino aquéllos que podían contar al mundo cómo era el mundo, conservar sus leyendas, conocer sus mitos. Portadores de sabiduría y de viajeros, su memoria —y a veces: los textos que escribían— constituyó la fuente de conocimiento y una forma de difusión. A ellos había que recurrir cuando se deseaba conocer el nombre de las plantas exóticas, la utilidad de ciertas hierbas, las costumbres de los animales, el aspecto de los cielos en las diversas rutas, el origen de algunas palabras y de la mayor parte de las figuras que ilustran el pensamiento y la fábula en la antigüedad. Muchos siglos después, cuando los cielos, los mares y la tierra se hicieron menos misteriosos y la fantasía y los temores de los hombres se volvieron sobre sí mismos, siendo, entonces, más sospechoso el vecino que los animales nocturnos y más peligroso un general que el desborde de un río, la antigua y prestigiosa función de los capitanes y marinos desapareció. Dejaron de escribir y su tarea más importante fue el comercio y la guerra. Su memoria también dejó de impresionar a los hombres que no viajan. Sus viajes, ahora, son más seguros y más cortos. Menos interesantes, también.
Es posible que el anónimo tejedor del tapiz —si acaso fue uno solo— conociera las descripciones que marineros y capitanes hicieron de los maravillosos monstruos que según ellos habitaban el fondo del mar. Vistos sólo un minuto, a la luz fantasmagórica de un relámpago o en el desdichado momento en que el mástil se quebraba; divisados apenas en la inmensidad turbia de un mar lleno de ruidos que amenaza desde lejos, estas criaturas marinas no fueron nunca desterradas por completo de sus aposentos, en el fondo del mar. Sus apariciones —tan sorpresivas e imprevisibles— sembraban el pánico, aunque siempre hubo un arponero audaz que llegó a lanzar su instrumento a las revueltas aguas o alguien los dibujó en medio de la noche, siguiendo su perfil alucinado.
Los monstruos marinos del tapiz no inspiran temor. Se integran armoniosamente al gran sistema de la creación, junto a las aves y a las plantas. Son criaturas curiosas, pero no terroríficas o extravagantes, como la anfisbena o el mirmecoleón. Se deslizan por las aguas de una manera natural, sin aparentes deseos de sobresalir y los peces que las rodean no experimentan ninguna sensación de competencia o de peligro."

Cristina Peri Rossi
La nave de los locos


"Envuelto en la marea de relatos que subyugaban la voluntad, hacían flotar el horizonte y creaban inmensos espacios de existencia impersonal, el viajero llegó a pensar que Luzbel era una ciudad Pandora: una gran caja sin fondo de la cual los habitantes, memoriosos e imaginarios, sacaban conejos y peces, plantas, murciélagos, corbatas, campanas, abalorios, luces y pájaros. En los escasos raptos de lucidez que le sobrevenían a veces, como luego de una borrachera, se proponía abandonar la ciudad, seguir el viaje. Antes de partir le preguntó, por casualidad, a un parroquiano del café donde vivía cuáles eran las cosas de Luzbel que le faltaban por ver. "Vi el viejo submarino alemán que naufragó en la costa -enumeró preciso-, la mujer araña del parque, la piedra que gira en dirección opuesta al viento, el faro del vigía suicida, el bosque de pinos azules, el ferrocarril que corre al borde del mar y la estación de los ingleses. Pero nunca encontré al holandés del palito" -dijo-. "Ni a Luzbel" -agregó el interlocutor, sin acentuar las palabras, como un comentario al margen. El viajero no quiso caer en la trampa. No se mostró interesado ni curioso. Entonces el otro empezó a contar, mirando la copa medio llena. "A Luzbel no la vio todavía porque no sale nunca. El holandés del palito sí sale, pero Luzbel no sale. Ni los domingos. No la puede ver por la calle, ni en una tienda, ni en una iglesia, ni visitando un museo, ni en una confitería. Y para visitarla hay que saber la contraseña." "¿Cuál es la contraseña?", preguntó el viajero, que ahora no podía disimular su interés. "Un verso", respondió su informante. "Pero no cualquier verso. El verso cambia cada pocos días. Ella lo pronuncia detrás de la puerta, y si usted sabe cómo sigue, tendrá acceso a la casa, de lo contrario deberá irse. Y Luzbel es implacable. No perdona a nadie que no sepa cómo sigue. Al otro día, toda la ciudad sabe que usted es un ignorante que no supo continuar el verso. Luzbel se burla de todos sus amantes fracasados." Al viajero le pareció una prueba llena de azar, y trató de que su interlocutor siguiera con el relato."

Cristina Peri Rossi
La ciudad de Luzbel



Erótica

"Tu placer es lento y duro
viene de lejos
retumba en las entrañas
como las sordas
sacudidas de un volcán
dormido hace siglos bajo la tierra
y sonámbulo todavía

Como las lentas evoluciones de una esfera
en perpetuo e imperceptible movimiento
Ruge al despertar
despide espuma
arranca a los animales de sus cuevas
arrastra un lodo antiguo
y sacude las raíces

Tu placer
lentamente asciende
envuelto en el vaho del magma primigenio
y hay plumas de pájaros rotos en tu pelo
y muge la garganta de un terrón
extraído del fondo
como una piedra.
Tu placer, animal escaso."

Cristina Peri Rossi




Historia de un amor

"Para que yo pudiera amarte
los españoles tuvieron que conquistar América
y mis abuelos
huir de Génova en un barco de carga.

Para que yo pudiera amarte
Marx tuvo que escribir El Capital
y Neruda, la Oda a Leningrado.

Para que yo pudiera amarte
en España hubo una guerra civil
y Lorca murió asesinado
después de haber viajado a Nueva York.

Para que yo pudiera amarte
Catulo se enamoró de Lesbia
y Romeo, de Julieta
Ingrid Bergman filmó Stromboli
y Pasolini, los Cien Días de Saló.

Para que yo pudiera amarte,
Lluís Llach tuvo que cantar Els Segadors
y Milva, los poemas de Bertolt Brecht.

Para que yo pudiera amarte
alguien tuvo que plantar un cerezo
en la tapia de tu casa
y Garibaldi pelear en Montevideo.

Para que yo pudiera amarte
las crisálidas se hicieron mariposas
y los generales tomaron el poder.

Para que yo pudiera amarte
tuve que huir en barco de la ciudad donde nací
y tú resistir a Franco.

Para que nos amáramos, al fin,
ocurrieron todas las cosas de este mundo

y desde que no nos amamos
sólo existe un gran desorden."

Cristina Peri Rossi


La pasión

Salimos del amor
como de una catástrofe aérea
Habíamos perdido la ropa
los papeles
a mí me faltaba un diente
y a ti la noción del tiempo
¿Era un año largo como un siglo
o un siglo corto como un día?
Por los muebles
por la casa
despojos rotos:
vasos fotos libros deshojados
Éramos los sobrevivientes
de un derrumbe
de un volcán
de las aguas arrebatadas
y nos despedimos con la vaga sensación
de haber sobrevivido
aunque no sabíamos para qué.

Cristina Peri Rossi



Oración

Líbranos, Señor,
de encontrarnos
años después,
con nuestros grandes amores.

Cristina Peri Rossi



"Y está triste
en mitad del patio
con la mirada baja
los pechos alicaídos
dos palomas tardas
Y un collar
sin perro
en la mano
Como una silla vacía.."

Cristina Peri Rossi


"Yo ya había mirado el cuerpo desnudo de Ariadna, reflejado en la galería de espejos, y ella había detenidamente contemplado el mío en el ala occidental del museo, entre monolitos separados por inútiles montantes; nuestros cuerpos nos habían producido soledad y tristeza, como sucede a los que han perdido la posibilidad del sueño. Los instrumentos musicales, mudos, los que ya no podíamos oprimir, blandir o pulsar, por carecer de conocimientos (su vieja ciencia se había perdido en los cajones donde tantos papeles atestiguaban acerca de cosas pasadas), yacían por el suelo, en el desorden de la ignorancia: a veces los mirábamos con ternura, otras veces los blandíamos, como trofeos bárbaros, y de las paredes, disentidas, colgaban las máscaras crueles de antiguas magias, cuya perversidad se había desvanecido en la quietud de los museos.
El juego consistía en que uno de los dos —el museo estaba vacío—, Ariadna o yo mismo, cubriera su desnudez con vestiduras robadas al azar de los solemnes, vanos monumentos, escondiera su cuerpo detrás de oxidadas armaduras o de efímeros velos, se ocultara en un rincón del museo a oscuras, mientras el otro, desnudo y sin noticias, comenzara su búsqueda en los salones habitados por estatuas, por las galerías de momias en sus catafalcos, por los corredores sembrados de esqueletos amarillados, donde el polvo era ceniza de vísceras y huesos. El juego tenía un desenlace: una vez descubierto el escondido, el perseguidor podría someter a su víctima a cualquier castigo, por infamante que éste fuera.
Ariadna aceptó entusiasmada, y fue ella misma la que, desnuda, decidió perseguirme por los recónditos pasillos del museo oscuro. Ninguna sala estaba prohibida: solamente los sótanos, por precaución, no podían servirnos de refugio.
Protegido por un grotesco y enorme mármol de sileno, cubiertas mis carnes con unos viejos trapos raptados a un endémico rey sajón, me escondí por vez primera en uno de los salones centrales del museo, detrás de carnosas palmeras ebrias de humedad.
Pronto vi aparecer a Ariadna, que marchaba con el rostro en alto, oliendo en la atmósfera cenicienta del museo mi olor a vivo; caminaba sigilosamente sobre el suelo apentagramado dos a dos, blanco y negro, negro y blanco, deslizando sus firmes pies que reptaban los mosaicos fríos, como lápidas, aferrándose perversamente al suelo. Las frías baldosas encima de las cuales sus largos y claros pies giraban, hacían ángulo hacia el centro, donde una fuente simulaba una cascada, y el hielo del piso le subió por la columna como una ola de yodo turbador. A su lado, las estatuas más antiguas imponían su estructura de sólidas, pesadas geometrías."

Cristina Peri Rossi
Los juegos