"Así quiso ser Socorro, conquistadora de Mortal y del mundo, nuevo Cid, bastión de Castilla, inquisidora de mahometanos y circuncisos; quiso atravesar otra vez el polvo manchego, en una tropa de corceles, cabalgando sobre minaretes desunidos, balanceando incensarios barrocos sobre coranes cagados, fundando monasterios, degollando príncipes almorávides, lavándose luego con agua bendita.
...“Caminaba de mañana. Los ramos sacudían sobre las crines de su caballo menudo aljófar, y, mientras avanzaba, le ocultaban el sol, sin dejar filtrar más luz que la precisa. La claridad naciente sembraba a sus vestidos piezas de oro, fugitivas a sus dedos. Había frutas tan apretadas y de piel tan fina, que parecían licores prestos a ser ingeridos sin vaso, y aguas corrientes donde resonaban las guijas como alhajas en las manos de las hermosas...”
Poco duró. De poco sirvieron oros tantos. Estandartes y trapos ripiados, cabezas mitradas y tiñosas: todas se pudren. ¿De quién es el hedor? ¿Quién mueve el fiel de las vanidades? En un plato las cabezas de Auxilio y Socorro resecas, pelonas, coronando las diademas que antes las coronaron; en el otro sus biblias y vísceras. ¿Quién las salva? ¿Quién da más? Recorriendo sus Moradas, buscando a Mortal vivo o muerto, preñadas de él, así cayeron las Fieles en la Sierra de Ronda, así las sorprendieron los pistoletazos, el chasquido de las toledanas abriéndose, el “alto” ronco de los bandoleros y sus manos desgarrándoles las caderas, el olor a hombre y a uva.
Se defendieron con las uñas. Esgrimieron bulas y detentes. La sed de los profanadores fue más fuerte.
Ahora van rodando, izas de a duro, cortesanas de a sangría, las mejillas mordidas, los hombros tatuados de escudos enemigos. Dando caderazos van, zapatendo por los cortijos, arrastrando la sandalia teresiana, sí, con esas caras resecas y porosas como turrones, los ojos de vino, dobladas sobre los jamelgos como picadores embestidos, arrastrando, macarenas pisoteadas, sus oros falsos.
A pesar de esos pesares quieren bailar. Gritan “¡tengo sangre de reyes en la palma de la mano!” y taconean, y vuelven a taconear. Pero bostezan. Se les destemplan las guitarras. Pierden el paso. Se quedan cosidas al tablado. Les salen ojeras. Se engarrotan. Sudan. Los ojos se les secan, y entonces ven junto a sus cabezas una serpiente, una claridad verde."

Severo Sarduy
De donde son los cantantes


Aunque ungiste el umbral y ensalivaste...

"Aunque ungiste el umbral y ensalivaste 
no pudo penetrar, lamida y suave, 
ni siquiera calar tan vasta nave, 
por su volumen como por su lastre.

Burlada mi cautela y en contraste Aunque ungiste el umbral y ensalivaste...
Aunque ungiste el umbral y ensalivaste 
no pudo penetrar, lamida y suave, 
ni siquiera calar tan vasta nave, 
por su volumen como por su lastre.

Burlada mi cautela y en contraste 
—linimentos, pudores ni cuidados— 
con exiguos anales olvidados 
de golpe y sin aviso te adentraste.

Nunca más tolerancia ni acogida 
hallará en mí tan solapada inerte 
que a placeres antípodas convida

y en rigores simétricos se invierte: 
muerte que forma parte de la vida. 
Vida que forma parte de la muerte.
—linimentos, pudores ni cuidados— 
con exiguos anales olvidados 
de golpe y sin aviso te adentraste.

Nunca más tolerancia ni acogida 
hallará en mí tan solapada inerte 
que a placeres antípodas convida

y en rigores simétricos se invierte: 
muerte que forma parte de la vida. 
Vida que forma parte de la muerte."

Severo Sarduy


El paso no, del Dios, sino la huella...

"El paso no, del Dios, sino la huella 
escrita entre las líneas de la piedra 
verdinegra y porosa. Aún la hiedra 
retiene las pisadas, aún destella

de su cuerpo el contorno sobre rojos 
sanguíneos o vinosos: en los vasos 
fragmentados, dispersos. No los pasos 
del dios, sino las huellas; no los ojos:

la mirada. Ni el texto, ni la trama 
de la voz, sino el mar que los decanta. 
En su tumba –las islas ideograma

de esa página móvil donde tanta 
frase, no bien grabada, se derrama–, 
sumergida, tu estatua ciega, canta."

Severo Sarduy



El rumor de las máquinas crecía...

"El rumor de las máquinas crecía 
en la sala contigua: ya mi espera 
de un adjetivo –o de tu cuerpo– no era 
más que un intento de acortar el día.

La noche que llegaba y precedía 
el viento del desierto, la certera 
luz –o tus pies desnudos en la estera– 
del ocaso, su tiempo suspendía.

No recuerdo el amor sino el deseo: 
no la falta de fe, sino la esfera– 
imagen confrontando su espejeo

con la textura blanca, verdadera 
página –o tu cuerpo que aún releo–; 
vasto ideograma de la primavera."

Severo Sarduy




"Escritos en el suelo han quedado los signos de la muerte.Y en los mosaicos de piedra roja el estampido de los rostros de oro. La humedad ha cubierto los frescos. En la escaleralas manchas de los pies rajados. El polvo ennegrece el resto. La ventana está abierta. La ciudad saqueada."

Severo Sarduy
Uno, de Big Bang




"Para escapar a los milicianos, y a los obreros de vanguardia, se escondían en los urinarios del metro, dormían sobre rejillas, en las aceras humeantes; se cambiaban de ropa en la morgue: palidez escorbútica, se les helaba la sangre, caguayos. Mal disimulaban las aspersiones —extracto de piña de Paco Rabanne— el vaho, igualmente dulzón, del músculo afaisanado, embebido en formol.
La Tremenda, con unos cubalibres encima, emprendía la exégesis del puño. Las otras asentían, resonaban, multiplicaban anatemas, arrojaban —como un pulpo arponeado tinta negra— los mandamientos e intolerancias de la Obesa.
El universo —recitaba el enano como si estuviera en una habitación hexagonal y blanca, acariciando un pelícano atragantado con un salmón coleante—, es obra de un dios apresurado y torpe. Su pretensión lo llevó a concebir cosas sublimes, rosadas y con pisos, como un cake helado de La Gran Vía; también le salieron —añadía, señalando con un índice oscilante, de falanges hinchadas como canutos, a la Tremenda, con una musaraña repugnante, como si le pegaran a la cara una papaya abierta— mamarrachos como éste: un pedazo de carne con marvelline en los ojos. Nuestro propósito —concluía exaltado—: el caos total. Terminar con esta jarana de mal gusto que todo rememora, desde las auroras boreales hasta la tortilla tahitiana.
Llegaban los chinos y quedaban petrificados a la vista de las fanáticas. Iban recuperando luego movimientos lentos y desleídos, en tonos pálidos, de finales de ópera cantonesa. Pasaba una azafata morosa, pelo en dos mazos atados con ligas, delantalcito mojado, distribuyendo ceniceros de cerámica blanca, con una marca de coñac en el fondo, virando al revés los manteles manchados de ajipicante con semillitas y recogiendo los que tenían salpicaduras negras; con pliegues rectangulares visibles los iba amontonando cerca de la entrada, en una pila blanda, como sábanas ensangrentadas bajo una mesa de operaciones: dos viejas harapientas los alisaban con una regla.
Detrás de los manteles y de las viejas, contra la pared rojiza, una máquina con palancas bajas destilaba un caldo oscuro y borroso. Un spot amarillo iluminaba un acuario. Dos peces, velo de clara de huevo, chupaban la cabeza hinchada y lechosa de un mismo tallo de bambú."

Severo Sarduy
Maitreya




"Para mí que sintió la mirada de las tías acribillándolo desde las trincheras de los ojos, el espejeo cegante de las sedas, como fogonazos plateados, el índice anillado como amatistas relumbronas, que lo mostraba: "­Míralo, míralo, cagando en el tinajón!" Fue un diminuto San Sebastián excretante, flechado en plena fechoría, un culicagado hazmerreír, fato indefenso. Fue su primer miedo. Miedo a la mirada: un chiquetazo de alfileres mojados en curare que iban fijándolo, crucificándolo, fosilizándolo en vivo, en lo alto de su doble trono. Pegó los brazos contra el cuerpo, como si fueran a retratarlo. Sintió que no podía moverse. Quería hundirse para siempre en el tinajón, ahogarse entre ranas y gusarapos, llegar hasta el sedimento verde tornasolado del agua y, atravesando el fondo de barro, fundirse en la capa de tierra minera, ferruginosa y fría, y allí quedar acurrucado, feto arenoso, o herrumbrosa momia: a la vez prenatal y póstumo."

Severo Sarduy
Cocuyo