"Busco también convencerme de que haya habido un breve periodo, poco después de mi regreso, poco después del suyo, donde lo vi tal como era, so capa de mi inatención, y como en presente, semejante a los demás, solamente un poco separado de ellos por el deseo de ser olvidado, por el asombro de verse ahí y de saberlo. Me hablaba entonces más directamente. Parecía poner indicadores en mí: frases a las que yo no prestaba atención, que permanecían separadas, aisladas, extrañamente estériles, frías e inmóviles a causa de ello, como si hubiera buscado sembrar en mí gérmenes de su propia memoria, capaces de hacerle acordarse de sí mismo en el momento en que tuviera necesidad de reunirse en sí.
Palabras inmóviles que siento en el presente, ¿a causa de esta inmovilidad que me advierte de algo, y las hace pesadas, ligeras?, demasiado ligeras para aquel que, en lugar de dejarlas venir a ellas mismas, sólo puede fijarlas, sin el espacio vivo en que ellas se animarían. Él no me pide nada, no sabe si estoy ahí, si le escucho, lo sabe todo, con la excepción de este yo que soy, que él no ve y no distingue sino a través de la sorpresa de su constante venida: un dios ciego quizás. Él me ignora, yo le ignoro, por eso es por lo que me habla, adelanta sus palabras en medio de muchas otras que sólo dicen lo que decimos, por debajo de esta doble ignorancia que nos preserva, con un muy ligero titubeo que devuelve su presencia, tan segura, tan dudosa. No hace quizás sino repetirme a mí mismo. Quizás soy yo quien, de antemano, le confirma. Quizás ese diálogo es el regreso periódico de palabras que se buscan, se llaman sin fin y no se encuentran más que una vez. Quizás no estamos ahí ni uno ni otro y, de esta ausencia, ella misma es la única en llevar el secreto, que ella nos hurta.
Palabras desnudas a las que estoy entregado por la ignorancia. Sería ingenuo creer que ellas me convierten en su amo. Él las ha depositado en cierto momento, en mí, sin duda en muchos otros, se trata de esta memoria monstruosa que tenemos que llevar en común hasta la transformación, de la que sólo nos liberará un final que no puedo confundir con la muerte fácil. Es como si él hubiera ocultado su vida —la esperanza que continúa misteriosamente acompañando su vida— en una de esas palabras: una sola cuenta, una sola está viva, es seguramente una palabra en la que no pensamos.
Cuando pienso en él, sé que todavía no pienso en él. Espera, proximidad y lejanía de la espera, crecimiento que nos hace más pequeños, evidencia que se abriga en nosotros y abriga ahí la ilusión."

Maurice Blanchot
El último hombre


"Había captado el instante a partir del cual la luz, habiendo tropezado con un acontecimiento verdadero, iba a apresurarse hacia su fin. Ya llega, me dije, el fin viene, algo sucede, el fin comienza. Estaba embargado por la alegría. (...) Sin duda no podía explicármelo completamente y sin embargo estaba seguro, había captado el instante a partir del cual la luz, habiendo tropezado con un acontecimiento verdadero, iba a apresurarse hacia su fin. Ya llega, me dije, el fin viene, algo sucede, el fin comienza. Estaba embargado por la alegría.
Me dirigí a esta casa, pero sin entrar en ella. Por el orificio, veía el principio oscuro de un patio.
Me apoyé en el muro de afuera, tenía, por cierto, mucho frío; el frío me rodeaba de pies a cabeza, sentía que mi enorme estatura tomaba lentamente las dimensiones de este frío inmenso, se elevaba tranquilamente según las leyes de su legítima naturaleza y yo reposaba en la alegría y la perfección de esta dicha, por un instante la cabeza tan alto como la piedra del cielo y los pies en el pavimento.
Todo eso era real, sépanlo.
No tenía enemigos. No me molestaba nadie. A veces en mi cabeza se creaba una vasta soledad en la que el mundo desaparecía por completo, aunque salía de allí intacto, sin un rasguño, nada lo malograba. Estuve a punto de perder la vista, al machacarme alguien cristal en los ojos. Esa acción me estremeció, lo reconozco. Tuve la impresión de entrar en el muro, de errar en una maraña de sílex. Lo peor era la brusca, la horrorosa crueldad de la luz; no podía ni mirar ni dejar de mirar; ver era lo espantoso, y parar de ver me desgarraba desde la frente a la garganta. Además, escuchaba unos gritos de hiena que me ponían bajo la amenaza de un animal salvaje (esos gritos, creo, eran los míos).
Una vez quitados los cristales, me colocaron bajo los párpados una película protectora y sobre los párpados murallas de compresas de algodón. No debía hablar, porque las palabras tiraban de los puntos de la cura. «Usted dormía», me dijo el médico más tarde. ¡Yo dormía! Tenía que hacer frente a la luz de siete días: ¡un buen achicharramiento! Sí, siete días a la vez, las siete iluminaciones capitales convertidas en la vivacidad de un solo instante me pedían cuentas. ¿Quién hubiera imaginado eso? A veces, me decía: «Es la muerte; a pesar de todo, vale la pena, es impresionante.» Pero a menudo moría sin decir nada. A la larga, me fui convenciendo de que veía cara a cara a la locura de la luz; esa era la verdad: la luz se volvía loca, la claridad había perdido el sentido; me acosaba irracionalmente, sin regla, sin objetivo. Este descubrimiento fue una dentellada en mi vida."

Maurice Blanchot
La locura de la luz



"Leer es angustiante, y es porque cualquier texto, sin importar cuan importante, entretenido o interesante sea, está vacío: en el fondo no existe; tienes que cruzar un abismo, y si no saltas, no lo comprenderás."

Maurice Blanchot
El espacio literario


"Sé -lo sé- que aquel al que ya apuntaban los alemanes, no esperando más que la orden final, experimentó entonces un sentimiento de ligereza extraordinaria, una especie de beatitud (nada feliz, sin embargo), alegría soberana? El encuentro de la muerte con la muerte? Quizás él era súbitamente invencible. Muerto-inmortal. Quizás el éxtasis. Más bien el sentimiento de compasión por la humanidad sufriente, la dicha de no ser inmortal ni eterno. (...) Sé —lo sé— que aquel al que ya apuntaban los alemanes, no esperando más que la orden final, experimentó entonces un sentimiento de ligereza extraordinaria, una especie de beatitud (nada feliz, sin embargo), ¿alegría soberana? ¿El encuentro de la muerte con la muerte? En su lugar, no trataré de analizar ese sentimiento de ligereza.
Quizás él era súbitamente invencible. Muerto-inmortal. Quizás el éxtasis. Más bien el sentimiento de compasión por la humanidad sufriente, la dicha de no ser inmortal ni eterno. Desde entonces, él estuvo ligado a la muerte, por una amistad subrepticia.
En ese instante, brusco retorno al mundo, estalló el ruido considerable de una batalla cercana. Los camaradas del maquis querían prestar socorro a aquel que ellos sabían en peligro. El teniente se alejó para inspeccionar. Los alemanes permanecían en orden, dispuestos a continuar así en una inmovilidad que detenía el tiempo.
Pero he aquí que uno de ellos se acercó y dijo con voz firme:
«Nosotros no alemanes, rusos», y, con una especie de risa: «armada Vlassov», y le indicó que desapareciese.
Creo que él se alejó, siempre con el sentimiento de ligereza, hasta que se encontró en un bosque lejano, llamado «bosque de los brezos », donde permaneció resguardado por los árboles que él conocía bien. Es en el bosque frondoso donde, de repente, y después de un cierto tiempo, recuperó el sentido de lo real."

Maurice Blanchot
El instante de mi muerte