"Di la verdad a través de cualquier velo que tengas a mano... pero di la verdad."

Zadie Smith


"El martes por la noche se reventó una tubería de agua en la esquina de Kennedy y Rosebrook. La calle se convirtió en un río de aguas oscuras dividido en la zona central, más elevada, que inundó ambos lados de Kennedy Square y se remansó en grandes charcos sucios que las farolas teñían de naranja. Zora había aparcado el coche a una manzana de distancia, con intención de esperar a la clase en la isla peatonal, pero ésta emergía ahora de un turbio lago, más isla que nunca. Los coches levantaban rociadas de espuma negra. Zora decidió quedarse en la acera, y se apoyó contra un poste de cemento situado delante de un drugstore. Desde allí vería llegar la clase, por lo menos unos segundos antes de que ellos la vieran a ella (tal había sido la razón por la que antes había elegido la isla peatonal). Había encendido un cigarrillo y se esforzaba por reconfortarse con la quemazón de la brasa en los labios resecos por el frío. Mientras aguardaba, observaba el ritual que se desarrollaba al otro lado de la calle: los transeúntes se refugiaban en la puerta del McDonald’s, esperaban a que el coche que pasaba en aquel momento levantara su ola de agua sucia y seguían andando, satisfechos de su capacidad para vencer sobre la marcha cualquier obstáculo que la ciudad pudiera levantar a su paso. —¿Alguien ha avisado a la Compañía de Aguas o esto es el segundo diluvio? —preguntó a su lado una cascada voz bostoniana. Era el vagabundo de cara roja y barba gris y apelmazada; alrededor de los ojos tenía unas manchas de oso panda pero blancas, como si acabara de pasar el invierno esquiando en Aspen. Siempre estaba allí, en la puerta del banco, pidiendo con un vasito de plástico que ahora agitó delante de Zora, riendo roncamente. Como ella no respondía, el hombre repitió el chiste. Zora se acercó al bordillo y miró el arroyo, como para manifestar interés y deseo de investigar la situación y, de paso, escapar. Una pátina de hielo cubría los charcos formados en los baches y surcos del desigual pavimento. Algunos charcos ya eran todo caldo, pero otros conservaban un prístino ribete de hielo, fino como una oblea. Zora arrojó el cigarrillo a uno de estos últimos e inmediatamente encendió otro. Se le hacía difícil estar sola esperando la llegada de un grupo. Ella, como decía su poeta favorito, se componía una cara para afrontar las caras que encontraba, proceso que requería tiempo y preparación. En realidad, cuando no estaba en compañía de otras personas, le parecía que ni tenía cara alguna... No obstante, sabía que en la universidad se la consideraba una mujer de opiniones firmes, una «personalidad». Aunque una vez fuera del aula no mantenía su apasionamiento. En el fondo, Zora creía carecer de opiniones, por lo menos tan claras como parecían tenerlas otras personas. Terminada la clase, comprendía que, con el mismo ardor y el mismo éxito, habría podido apoyar la idea contraria: defender a Flaubert antes que a Foucault o batirse por Jane Austen y no por Adorno. ¿Alguien sentía verdadera predilección por algo? Lo ignoraba. O bien era Zora la única que experimentaba esta extraña carencia de personalidad, o bien eran todos, y todo el mundo fingía, lo mismo que ella. Imaginaba que ésta sería la revelación que, en algún momento, le depararía la universidad."

Zadie Smith
Sobre la belleza



"El tren estaba llegando a la estación de Kilburn. El vagón entero guardaba silencio. Nadie miraba hacia ellos, y las miradas fugaces eran imperceptibles. Félix sintió una oleada de aprobación asfixiante e indeseada dirigida hacia él, y otra de asco y odio que envolvía a los dos tipos y los separaba de Félix, del resto del vagón y de la humanidad. Los tipos parecieron notarla: se alzaron de golpe y se fueron precipitadamente hacia la puerta, donde Félix ya estaba esperando. Oyó el inevitable murmullo de maldiciones dirigidas a él. Por fortuna se abrieron las puertas. Félix recibió una fuerte embestida y aterrizó en el andén dando trompicones como un payaso. Risas que se alejan. Levantó la vista a tiempo de ver cómo las suelas de las deportivas subían los peldaños de dos en dos, saltaban por encima de la barrera y se esfumaban.
Árboles de espeso ramaje. Setos desgreñados por encima de las cercas. Hasta la última grieta de la acera, hasta la última raíz. Un sol que castiga la plataforma superior del 98. Los muros han crecido frente a la escuela judía y también la musulmana. La Kilburn Tavern ha sido repintada, negro brillante con letras doradas. Si se da prisa podría incluso llegar a casa antes que ella. Tumbarse en aquella cama limpia, en aquel lugar benéfico. Devorarla con todo el cuerpo. Empezar otra vez, desde cero.
Félix divisó a Hifan y Kelly fuera de la taberna comiendo una bandeja de patatas fritas en una mesa de picnic, ambos de su curso en el instituto: él ya calvo y ella aún atractiva. Para echar unas risas, Félix chocó los cinco con Hifan, besó a Kelly en la mejilla, robó una patata y siguió caminando, todo como si fuera un único movimiento, una forma de danza."

Zadie Smith
NW London



"Estamos preparando el equipaje y me han mandado al cajero automático para que tengamos algo de efectivo a mano. He llevado un sobre grande de papel manila. Son los primeros días, así que aún no voy con mascarilla, pero estiro la manga para pulsar el botón del ascensor y siento como si mi cuerpo no me perteneciera. En el portal ya hay muchas maletas; en la calle están cargando el maletero de cuatro coches. La mayoría de nuestros colegas de la universidad son, como nosotros, de otros sitios, y quizá se dirijan allí. Desde niña, mi única idea o intuición al pensar en el apocalipsis, el desastre o la guerra es que no tengo ningún «instinto de supervivencia» ni un fuerte deseo de sobrevivir, especialmente si lo que hay al otro lado de la supervivencia soy yo sola. Un libro como La carretera me resulta tan incomprensible como una saga de la mitología nórdica en versión original. El suicidio me tendería su silenciosa mano desde el primer día, desde la primera hora; no el suicidio valiente: quitarte la vida, sino la muerte pasiva que te llega si te quedas debajo de la cama mientras suben las escaleras, o si te tumbas en el maizal mientras el avión se dirige hacia ti abriendo fuego con las ametralladoras. En cambio, tengo el instinto de volver al hogar, y por eso, con mi pasividad característica, he permitido que se urda un plan: aceptar la invitación de unos amigos para alojarnos unos días en la casita que tienen libre en Kerhonkson y después intentar volver a casa, a Londres, antes de que volar sea imposible. «La última neoyorquina oficial», ese bello e intrépido concepto de Fran Lebowitz que leeré semanas más tarde, aún en el limbo, aún viviendo en el fondo del jardín de Jay y Jackie, no seré yo.
Doblo la esquina de Broadway y encuentro la avenida desierta, lo cual es una novedad, en este punto, porque no podía verla asomada desde nuestra ventana del undécimo piso. El banco está a oscuras más allá del vestíbulo: solamente los cajeros automáticos están operativos, pero se oye jaleo porque Myron, uno de los personajes de mi cuento «Letra y música», está por allí. No lo había vuelto a ver desde mucho antes de escribir ese cuento, y me alegra mucho comprobar que está vivo y con tan buena voz, porque es de suponer que un hombre en su situación —sin techo, sin piernas— se enfrenta muchos días a una batalla por la existencia. No lo saludo porque está al teléfono, porque las posibilidades juguetonas de la ficción se agotaron, y porque, en realidad, ni siquiera se llama Myron. Tampoco, que yo sepa, era particularmente aficionado a la música disco: un rasgo que me tomé la libertad de otorgarle en el relato. No tengo ni idea de qué música le gusta, aunque sí me acuerdo de que una vez, cuando me tocó empujarlo por la avenida, me oyó tararear un tema de Stevie y se puso a cantar conmigo. Y sé que tiene debilidad por las teorías conspiratorias, que a mí nunca me han parecido nada menos que una opción perfectamente racional de procesar la realidad contemporánea en Estados Unidos. Justo ahora está chillando y riéndose por el teléfono móvil mientras lanza uno de sus típicos sermones, uno que ya le he oído antes, en otros contextos: la locura de los blancos."

Zadie Smith
Contemplaciones




"No puedes establecer diferencia y al mismo tiempo la igualdad del estado. Tenemos que establecer qué es idéntico para entender la igualdad."

Zadie Smith



"P. K. se dividía en dos mitades, masculina y femenina. En la sección masculina, en la que un estéreo afónico vomitaba espasmódicamente un ragga implacable, los adolescentes, atendidos por peluqueros poco mayores que ellos, virtuosos de la maquinilla eléctrica, se hacían recortar en el occipital logos de Adidas, Badmutha, Martin. En la sección masculina todo era charla, risa y broma; allí reinaba un ambiente relajado al que no era ajena la circunstancia de que el corte de pelo nunca pasaba de seis libras ni de quince minutos. Era una transacción relativamente sencilla, en un ambiente desenfadado: el zumbido de la cuchilla giratoria junto al oído, la enérgica fricción de una mano cálida, espejos delante y detrás para que el cliente admirara la transformación. Se entraba con picos y remolinos escondidos debajo de una gorra de béisbol, y se salía al poco rato convertido en otro hombre, oliendo a dulce aceite de coco y con un corte limpio y afilado como la espada del juramento.
En comparación, la sección de señoras de P. K. era nefasta. Aquí el imposible deseo de lisura y «movimiento» se estrellaba diariamente contra la rebeldía del curvo folículo africano; aquí el amoníaco, la plancha, las horquillas y el puro fuego eran movilizados para la guerra y se empleaban a fondo para someter hasta el último rizo.
«¿Está lacio?», era la única pregunta que se oía cuando retiraban las toallas y las cabezas salían del secador, doloridas y palpitantes. «¿Está lacio, Denise? ¿Está lacio, Jackie?»
A lo que Jackie o Denise, que no estaban sujetas a las obligaciones de las peluqueras blancas (no tenían que hacer té ni besar culos, ni adular ni dar conversación, porque ellas no trataban con clientes sino con infelices pacientes desesperadas), resoplaban con escepticismo mientras sacudían el peinador verde bilis. «Está todo lo lacio que puede estar.»
Ahora había cuatro mujeres sentadas frente a Irie, que se mordían los labios y miraban fijamente a un sucio espejo apaisado, esperando ver materializarse su imagen transformada. Mientras Irie hojeaba nerviosamente revistas norteamericanas de peluquería negra, las cuatro mujeres hacían muecas de dolor. «¿Cuánto hace?», preguntaba a veces alguna a la vecina, a lo que ésta respondía, ufana: «Quince minutos. Y usted ¿cuánto?» «Veintidós. Veintidós minutos llevo con esta mierda en la cabeza. Como no se me estire...»
Era una competición en sufrimiento. Como la de esas mujeres ricas que en los restaurantes de lujo encargan ensaladas a cuál más ligera.
Finalmente, se oía un grito o un «¡Basta! ¡Mierda, no aguanto más!», y la cabeza en cuestión era llevada a toda prisa a la pila, donde el lavado nunca podía ser lo bastante rápido (nunca es posible sacarse el amoníaco de la cabeza con la rapidez deseada), y empezaba el llanto silencioso. En este momento surgía la hostilidad; había cabellos más o menos crespos, afros más o menos peleones, y algunos sobrevivían. Y la hostilidad ya no se concentraba en la cliente más afortunada, sino que se hacía extensiva a la peluquera, la causante del dolor, y era natural que se atribuyera a Jackie o a Denise un cierto sadismo: sus dedos no se movían con la suficiente rapidez para sacar aquel mejunje de la cabeza y parecía que el agua salía a gotas y no a chorro y, mientras tanto, el diablo se montaba una verbena en la cabeza de una."

Zadie Smith
Dientes Blancos



"Para ser un icono femenino tienes que estar muerta."

Zadie Smith



"Under-song for a Cipher es tremendamente sustanciosa. Posee un virtuosismo similar al del búho, silencioso y sin pretensiones, pero letal. Sin haber cumplido aún los cuarenta, Yiadom-Boakye ha recorrido ya un largo camino en la senda de la «maestría», y no cabe duda de que llegará a su destino.
Ciertamente, la crítica de arte de las dos últimas décadas no ha sido amable con la maestría formal: la ha considerado intrínsecamente sospechosa (un mensaje que los propios artistas se han apresurado a captar). En un ensayo sobre Yiadom-Boakye, «The Meaning of Restraint» [El sentido de la contención], el crítico cultural francés Donatien Grau opinaba: «Podemos percibir el virtuosismo en cada centímetro de estas pinturas, pero siempre sutil, nunca expuesto flagrantemente. La artista ha decidido no abandonarse en la extravagancia representativa, ser discreta en la demostración de su competencia pictórica.»
Pero esos tiempos se han acabado: en esta exposición hay virtuosismo flagrante, oculto a plena vista, y la contención se ha desplazado a la dimensión narrativa, que ahora sólo nos ofrece justo lo que podemos necesitar como punto de partida para nuestras propias proyecciones creativas, ni más ni menos. Muchos críticos han advertido que este regreso a la «competencia pictórica» es particularmente notable en los artistas negros, ¡y qué extraño que ellos sean la puerta de acceso —el permiso requerido— para volver a lo figurativo y a la posibilidad del virtuosismo! El porqué de esto es una cuestión espinosa, y Yiadom-Boakye, en la entrevista con Beckwith, demuestra solapadamente tener conciencia de sus implicaciones: «¿Cuántas veces habré oído decir a alguien “Tienes suerte: naciste con un tema”. Vaya, ¿y quién no?»
He ahí un elogio habitual con doble sentido: «Ser negra está de moda, ¡qué suerte la tuya!» Lleva implícito el resentimiento de la Paloma Escéptica, de aquel que, típicamente, va y dice sin rodeos: «Si en estos cuadros se retratara a blancos, ¿habrían atraído la misma atención y cosechado el mismo éxito?» (En 2013, Yiadom-Boakye fue finalista del Premio Turner, y en los últimos años sus cuadros han empezado a subastarse por precios que rondan los setecientos mil dólares.) Bueno, no hay duda de que lo nuevo tiene un prestigio estético, y eso es algo que cualquier artista inteligente hace bien en explotar. Pero lo que Yiadom-Boakye hace con pintura marrón y gente de piel marrón es indivisible: todo el mundo nace con un tema, pero éste sólo se expresa plenamente a través del compromiso con la forma, y Yiadom-Boakye está tan comprometida con su caleidoscopio de tonos marrones como Lucian Freud lo estaba con el azul de las venas y los amarillos macilentos y los morados que acechaban bajo toda aquella carne rosada, y que fue la obra de su vida revelar. En su caso, a nadie se le ocurrió separar forma de contenido, y la obra de Yiadom-Boakye es, entre otras cosas, una tentativa de insistir en las mismas unidades estéticas que los artistas blancos dan por sentadas."

Zadie Smith
Con total libertad


"Yo llevé mis biografías de bailarines, tomos gruesos en cuyas cubiertas aparecían retratos setenteros velados de las grandes estrellas en la senectud —con sus vestidos de seda y pañuelos, con sus boas rosadas de plumas de avestruz—, y sólo por el número de páginas se decidió que había que «debatir» sobre mi futuro. Mi madre acudió a una reunión, a primera hora, antes de empezar las clases, donde le dijeron que los mismos libros por los que a veces ella se burlaba de mí demostraban mi inteligencia, y que los niños tan «dotados» podían hacer una prueba, y que si la aprobaban podía abrirles las puertas de alguno de esos buenos colegios que conceden becas. No, no, no, no de pago, descuide, me refería a institutos de humanidades «selectivos», nada que ver con los colegios privados, no hay que pagar nada, no, no, por favor no se preocupe. Miré de reojo a mi madre, que la escuchaba con cara de póquer. Es por su madurez lectora, explicó la maestra, sin hacer caso de nuestro silencio, para su edad es realmente precoz, ¿sabe? La maestra examinó a mi madre de arriba abajo (su camiseta sin sostén, los vaqueros, el tocado de kente, unos pendientes enormes con la forma de África) y preguntó si el padre iba a acompañarnos. El padre está trabajando, dijo mi madre. Ah, dijo la maestra, volviéndose hacia mí, ¿y a qué se dedica tu padre, cariño, es el lector de la casa, o...? El padre es cartero, dijo mi madre. La lectora es la madre. Bueno, normalmente, dijo la maestra, sonrojándose, consultando sus notas, normalmente, no sugerimos el examen de acceso para las escuelas independientes, la verdad. Quiero decir que hay algunas becas disponibles, pero no tiene sentido alentar a estos chicos con falsas esperanzas."

Zadie Smith
Tiempos de Swing