"Al dejó el auricular sobre el edredón. Bajó la cabeza a las rodillas. Los pulsos latían: en el cuello, en las sienes, en la punta de los dedos. Sintió el cosquilleo en las palmas de las manos. La presión arterial por las nubes, se dijo. Demasiada pizza. Sintió una furia apagada que se derramaba, como si algo en su interior se hubiera roto y le saliera una sangre negra por la boca.
Necesito estar con Colette, se dijo. Necesito su protección. Necesito sentarme con ella y mirar la tele, lo que esté mirando, sea lo que sea estará bien. Quiero ser normal. Quiero ser normal durante media hora, sólo disfrutar de las imágenes del funeral, antes de que Morris empiece otra vez.
Abrió la puerta del dormitorio y salió al pequeño vestíbulo cuadrado. La sala estaba cerrada, pero unas estentóreas carcajadas sacudían la habitación en la que Colette, sabía, daba patadas al aire con sus calcetinitos. Para evitar oír la cinta, Colette había subido el volumen del televisor. Eso era natural, muy natural. Se le ocurrió llamar a la puerta. Pero no, no, que disfrute. Dio media vuelta. Enseguida Diana se manifestó: un parpadeo en el espejo del vestíbulo, un centelleo. Al cabo de un momento, se había convertido en un definido resplandor rosáceo.
Llevaba su vestido nupcial, que ahora le quedaba grande; estaba demacrada y el vestido se veía arrugado y ajado, como si lo hubiera arrastrado por las salas del más allá, donde la limpieza, de manera comprensible, nunca es de primera. Llevaba sujetos a la falda algunos recortes de prensa; una brisa de otro mundo los levantaba y los agitaba. Ella los consultaba; levantaba la falda y los escudriñaba, pero, en opinión de Alison, sus ojos parecían bizquear."

Hilary Mantel
Tras la sombra


"Durante un tiempo, a principios del año pasado, no hallé rastro alguno de Robespierre que pudiera encontrar en la calle donde vivió en sus días de fama. El restaurante Le Robespierre había cerrado sus puertas, y después de un tiempo su retrato fue retirado de la entrada de la casa de la rue Saint-Honoré. Una vez más, la placa de la pared había sido destrozada. El mármol se hizo añicos, las letras fueron destripadas vengativamente con un cincel. Justo antes de la celebración de la Bastilla, en un día de calor brumoso, apareció una nueva placa. Mientras tanto, sólo el personal de la nueva pastelería era capaz de confirmar que era cierto: Robespierre vivió aquí.
La casa había sido reconstruida, y la habitación que ocupaba era, como su biógrafo J.M. Thompson ha dicho, un espacio metafísico. Uno va por un pasillo entre tiendas, que se ensanchan un poco, en un recinto de altas paredes. No se ve como un lugar en el que pudiera acaecer una tragedia, pero si tuviéramos un diagnóstico para estos lugares, cruzaríamos la carretera y nos mantendríamos siempre alejados. En 1791 se abrió la puerta de entrada a un patio, con cobertizos de madera donde almacenaba la leña el dueño de la casa, Maurice Duplay, que era a la sazón carpintero. En este patio, Paul Barras vio a dos generales de la República sentados sobre la hierba, aguardando la cena, bajo la atenta mirada de Madame Duplay. Robespierre vivió en el primer piso, en una habitación de techo bajo, con los más sencillos muebles."

Hilary Mantel
Un hombre rodeado de una multitud de mujeres



"El registro de una hora no dio ningún resultado; así que estáis seguro, John, dijo el canciller, de que no tenéis ningún libro nuevo, porque a mí me han informado de que los tenéis (y Tyndale allí plantado como una mancha venenosa en los mosaicos). No sé quién puede haberos informado, dijo John Petyt. Me sentí orgullosa de él, dice Lucy, tendiendo el vaso para que le sirvan más vino, me sentí orgullosa de lo que dijo. Y Moro dijo: es verdad, no he encontrado nada hoy, pero tenéis que acompañar a estos hombres. Señor teniente, ¿queréis haceros cargo de él?
John Petyt no es un hombre joven. Por instrucciones de Moro duerme en un colchoncillo de paja tirado sobre las losas. Sólo se han permitido visitas para que cuenten a sus vecinos lo enfermo que parece.
—Hemos enviado alimentos y ropas de abrigo —dice Lucy—. Y los han rechazado por orden del Lord Canciller.
—Hay una tarifa para propinas a los carceleros. ¿Necesitáis dinero en efectivo?
—Si lo necesitase acudiría a vos —deja el vaso en su escritorio—. No puede encerrarnos a todos.
—Tiene suficientes prisiones.
—Para los cuerpos, sí; pero ¿qué son los cuerpos? Puede llevarse nuestros bienes, pero Dios nos hará prosperar. Puede encerrar a los libreros, pero seguirá habiendo libros. Tienen sus viejos huesos, sus santos de cristal en las ventanas, sus velas, sus altares, pero Dios nos ha dado la imprenta. —Le brillan las mejillas; baja la vista hacia los dibujos de su escritorio—. ¿Qué es esto, señor Cromwell?
—Los planos de mi jardín. Espero poder comprar algunas casas de la parte de atrás. Quiero el terreno.
—Un jardín —dice ella, y sonríe—. Es lo primero agradable que oigo en mucho tiempo.
—Espero que podáis venir con John a disfrutar de él.
—¿Y esto?... ¿Vais a hacer que os construyan una pista de jeu de paume?
—Si consigo el terreno... Y aquí, mirad, me propongo plantar un huerto de frutales.
A ella se le llenan los ojos de lágrimas.
—Hablad con el rey. Contamos con vos.
Él oye pasos. De Johane. Lucy se lleva una mano a la boca.
—Dios me perdone... Por un momento creí que erais vuestra hermana.
—Es un error que se comete —dice Johane—. Y a veces persiste. Lamento mucho saber que vuestro marido está en la Torre, señora Petyt. Pero os lo habéis buscado. Fuisteis los primeros que calumniasteis al difunto cardenal. Supongo que ahora querríais que volviera.
Lucy se marcha sin añadir una palabra. Sólo lanza una larga mirada por encima del hombro. Oye a Mercy saludarla fuera. De ella recibirá algunas palabras fraternales. Johane se acerca al fuego y se calienta las manos."

Hilary Mantel
En la corte del lobo



"Mi nuevo salario resultó muy útil, y mi estatus como destacado funcionario público me dio prestigio. Supuse que mi mujer y yo podíamos gastar un poco de dinero sin levantar críticas (qué equivocado estaba), de modo que mantuve a Gabrielle ocupada durante las últimas semanas de su embarazo eligiendo alfombras, una nueva vajilla y un nuevo servicio de té para nuestra vivienda, que acabamos de redecorar.
Pero imagino que no les interesan los detalles sobre nuestra nueva mesa de comedor, sino saber quiénes ocupan los escaños de la nueva Asamblea. Abogados, por supuesto. Terratenientes, como yo mismo. A la derecha, los partidarios de Lafayette. En el centro, un nutrido grupo independiente. A la izquierda están los que nos interesan. Mi buen amigo Hérault de Séchelles es diputado, y hemos reclutado a unos cuantos hombres para el Club de los Cordeliers. Brissot está entre los elegidos para París, y muchos de sus amigos aspiran a ocupar importantes cargos públicos.
Debo hacer una aclaración sobre los «amigos de Brissot». Es incorrecto llamarlos así puesto que muchos de ellos no pueden ver a Brissot ni en pintura. Pero formar parte «del grupo de Brissot» constituye una etiqueta que nos resulta muy útil. En la vieja Asamblea, Mirabeau solía señalar a la izquierda y gritar: «¡Silencio, esas sucias voces!» Robespierre me confió un día que convendría que todos los «amigos de Brissot» se sentaran juntos en el Club de los Jacobinos, de modo que nosotros pudiéramos hacer lo mismo.
¿Queremos silenciarlos? No lo sé. Si pudiéramos resolver de una vez por todas el absurdo dilema de guerra o paz –lo cual no es sencillo– apenas existiría nada que nos dividiera. Hay un gran número de hombres excepcionales de la región de la Gironda, entre ellos los abogados más importantes de Burdeos. Pierre Vergniaud es un excelente orador, el mejor de la Asamblea, si bien posee un tipo de oratoria un tanto anticuada, muy distinta de nuestro agresivo estilo.
Como es lógico, los «amigos de Brissot» están también fuera de la Asamblea. Está Pétion –que actualmente ocupa el cargo de alcalde, como ya he dicho– y Jean-Baptiste Louvet, el novelista, que ahora escribe para varios periódicos, y supongo que recordarán a François Buzot, el joven taciturno que se sentaba con Robespierre en el extremo izquierdo de la vieja Asamblea. Entre ellos poseen varios periódicos, así como numerosos cargos de influencia en la Comuna y en el Club de los Jacobinos. No alcanzo a comprender qué hacen con Brissot, a menos que necesiten su energía nerviosa como fuerza motriz. Está aquí, allá, expresa una opinión instantánea, ofrece un apresurado análisis, redacta un editorial en un abrir y cerrar de ojos. Siempre se halla ocupado organizando un comité, lanzando un proyecto, trazando un plan, siguiendo la pista de algo, sin descansar un instante. Un día vi a Vergniaud, un hombre alto y sosegado, observándolo bajo sus pobladas cejas mientras dejaba escapar un suspiro de cansancio. Lo entiendo perfectamente. En ocasiones, Camille también me agota. Pero debo reconocer que Camille, incluso en las circunstancias más difíciles, sabe hacerme reír. Incluso es capaz de hacer reír al Incorruptible. Sí, lo he visto con mis propios ojos, y Fréron asegura que él también ha visto al Incorruptible reír a mandíbula batiente mientras por sus mejillas se deslizaban unos gruesos lagrimones."

Hilary Mantel
La sombra de la guillotina


"¿Qué dice el Libro Negro? Nada al respecto. Nadie ha elaborado un plan para un rey que se desploma entre un instante y el siguiente, que un segundo está firme y seguro en el caballo y cabalga a galope tendido, y al segundo siguiente está aplastado en el suelo. Nadie se atreve. Nadie osa pensar en eso. Cuando el protocolo falla, es guerra a cuchilladas. Recuerda a Fitzwilliam a su lado; Gregory entre la multitud; Rafe junto a él y luego Richard, su sobrino. ¿Fue Richard quien ayudó a incorporarse al rey cuando intentaba sentarse, y los médicos gritaban: «¡No, no, echadle!»? Enrique había juntado las manos sobre el pecho, como para apretarse el corazón. Había intentado levantarse, había emitido sonidos articulados, que parecían palabras pero no lo eran, como si el Espíritu Santo hubiese descendido sobre él y estuviese hablando lenguas. Él había pensado, traspasado por el pánico: ¿y si nunca recupera el juicio? ¿Qué dice el Libro Negro si un rey se vuelve simple? Fuera recuerda el bramido del caballo caído de Enrique, luchando por levantarse; pero seguro que no pudo ser eso lo que oyó, seguro que lo habían sacrificado...
Luego estaba bramando el propio Enrique. Esa noche, el rey rasga las vendas que tiene en la cabeza. La contusión, la inflamación, son el veredicto de Dios de aquel día. Está decidido a mostrarse así ante la corte, a contrarrestar cualquier rumor de que esté muerto o destrozado. Ana se acerca a él, sostenida por su padre, monseñor. El conde la sostiene de verdad, no es que finja hacerlo. Parece pálida y frágil; ahora se hace notoria su preñez. «Mi señor —dice—, rezo, y toda Inglaterra reza, por que no justéis nunca más.»
Enrique le hace señas de que se aproxime. Sigue haciéndoselas hasta que su rostro está cerca del suyo. Con voz baja y vehemente dice: «¿Y por qué no me capáis también? Eso os gustaría, ¿verdad que sí, madame?».
Hay una consternación manifiesta en los rostros. Los Bolena tienen el buen sentido de apartar a Ana de él, de apartarla y de llevársela, la señora Shelton y Jane Rochford aletean y se exclaman, todo el clan Howard, Bolena, se agrupa en torno a ella. Jane Seymour, única entre las damas, no se mueve. Está quieta y mira a Enrique, y la mirada de Enrique vuela directa hacia ella, y se abre un espacio a su alrededor y durante un instante se mantiene en el vacío, como una bailarina dejada atrás cuando la hilera sigue.
Más tarde, él está con Enrique en su dormitorio, el rey derrumbado en un sillón de terciopelo. Enrique dice: cuando yo era un muchacho, iba andando con mi padre por una galería en Richmond, una noche de verano sobre las once del reloj, él tenía mi brazo en el suyo y estábamos entregados a la conversación o lo estaba él, y de pronto hubo un gran estruendo y un estallido, el edificio entero lanzó un gruñido profundo y se desprendió el suelo a nuestros pies. Lo recordaré toda la vida, estar allí en el borde, y había desaparecido el mundo debajo de nosotros. Pero durante un instante no supe lo que oía, si lo que se rompían eran las maderas o nuestros propios huesos. Estábamos los dos gracias a Dios aún asentados sobre suelo sólido, y sin embargo yo me había visto caer a plomo, sin parar, sin parar, a través del piso de abajo, hasta dar en tierra y olerla, húmeda como la tumba. Bueno..., cuando caí hoy, fue así. Oí voces. Muy lejanas. No podía entender las palabras. Me sentía sostenido a través del aire. No veía a Dios. Ni ángeles."

Hilary Mantel
Una reina en el estrado



"Solo eres joven una vez en la vida, dicen, pero ¿no se alarga mucho en  el tiempo? Más años de los que puedes soportar."

Hilary Mary Mantel


"Vivimos una época de grandes y continuas decisiones. Bajo Juan Pablo II una revolución industrial superó las lindes recorridas por el Vaticano, era una era de producción masiva. Los santos son la vía más rápida para llegar a la cima, y hay gran número de beatificaciones. Es una pena tener todas las virtudes necesarias para la beatificación, pero no para obtener un nombre en el Almanaque Católico. Cuando los bienaventurados se difuminen a una velocidad tal, lo más que podemos esperar es un listado por nacionalidad. En los listados actuales hay 103 mártires coreanos, 96 mártires vietnamitas, 122 de la cruenta Guerra Civil española (con otro lote de 45 en remanente), y cien más que han estado dando vueltas desde la Revolución Francesa. Y para el canonizado, el sitio enumera nueve santos para el año 2002, aunque se trata de un considerable retroceso desde los días de gloria de 1988, cuando más de un centenar fuera nombrado.
En virtud de los papas anteriores, se perdía el tiempo a la razón de una o dos canonizaciones al año. Gemma Galgani se convirtió en santa en 1940, en el reinado de Pío XII. Era una promoción rápida para lo que se estilaba en aquella época. Después de una vida miserable, Gemma murió de tuberculosis en 1903, cuando tenía sólo 25 años. Ella es una santa antigua, italiana, pavisa, reprimida, pero dada a las muestras de sufrimiento extravagante-al ayuno público y a la abnegación y exhibición de la carne desgarrada y sangrante. Su comportamiento recuerda las prácticas penitenciales de sus horribles antepasadas medievales y se parecía a la histeria de su propia época, cuyos casos promovieron las carreras de Charcot, Janet, Breuer y Freud."

Hilary Mantel
Algunas chicas quieren salir