"Al poco de conocernos, Gaztelu me preguntó si quería hacer teatro con su grupo. Le dije que no. Nunca llegó a aceptar algo tan sencillo. Se quedó estupefacto. Era incapaz de comprender que alguien pudiera decirle no a él y al teatro el mismo día. Por ese orden.
Desde entonces Gaztelu y yo nos mirábamos de una manera reservada. Yo le estudiaba, le observaba desde mi perspectiva y él, desde la suya, me ignoraba olímpicamente.
La primera función que yo vi de su grupo no me acuerdo cuál fue. La segunda era una pieza corta de un empleado de Correos, partidario del surrealismo, según se decía en un programa de mano. Se trataba de una obra absurda donde los personajes decían cosas como «las delicuescencias carnavales del crepúsculo» o «el simulacro feroz de las angulas».
Uno de los días más felices de su vida, antes de caer en desgracia tras la delación, fue cuando el Ministerio de Información envió a un simpático y bien dispuesto delegado-censor para el pase preceptivo anterior al estreno. El censor, un cabroncete inofensivo, vio la función con una sonrisita tan conspicua y recortada como su fino bigote. Cuando se fue, estampando su aprobación en un papel timbrado, Gaztelu exclamó lleno de júbilo: «No se ha enterado de nada.» Tampoco el público se enteró de nada la tarde del estreno. Que el censor no hubiera comprendido su obra, Gaztelu lo encontraba perfectamente lógico. El que no la comprendiera el público lo achacaba a las condiciones objetivas, poco favorables todavía para un arte revolucionario. Se trataba de El gran teatro del mundo. Gaztelu lo subtituló «una lectura dialéctica de la historia y el poder», pero lo anunció como «un clásico de hoy». Dijo: «Es una adaptación.» El rey aparecía vestido con una casulla, mallas de ciclista y un orinal en la cabeza, mientras el mendigo traía colgado, a modo de tizona, el hueso mondo de un jamón, y por zapatos unos de señora de tacón alto. Que el censor no le hubiera quitado lo de la casulla a Gaztelu le parecía ya el colmo de la ineptitud, porque, como les sucedía a muchos entonces, a fuerza de ser censurado había llegado a adoptar, comprender y prever los puntos de vista del censor, como si pensara para sus adentros: «Si fuera yo el censor, vaya si sabría qué es lo que habría o no que censurar.»
A Gaztelu le detuvieron dos veces. Una después de aquella manifestación tras de la cual Lola y yo nos perdimos en un pinar.
Salió de esa primera detención más crecido que nunca, con una sonrisa de malabarista, sin que se le acusara de nada. Lo consideró un gran triunfo, algo así como haber pasado un control de calidad revolucionaria. Pero la sonrisa le duró poco, un año nada más."

Andrés Trapiello
El buque fantasma



"Al principio nos habían dicho que nos recogerían en Argelès, pero de Argelès nos mandaron a otro lugar que llaman Saint Cyprien. Diez kilómetros más. Hubo gente que, desesperada, quería quedarse a dormir en la carretera, quienes decían, ya no podemos más, nos paramos aquí, seguid vosotros, que os alcanzaremos. Habían decidido morirse allí mismo. Había que quedarse con ellos y preguntarles, compañero, ¿qué tal todo?, ¿todo bien? Y hablabas un rato con ellos. Les animábamos, les levantábamos del suelo y tratábamos de distraerles con un poco de conversación. Nosotros hicimos sesenta y cinco kilómetros en dieciséis horas, sin detenernos. ¿Cómo? No se me pregunte, pero los hicimos.
La gente de los pueblos y aldeas se asomaba a las ventanas para vernos pasar. Si hablaban, lo hacían en un susurro, por respeto, como si fuésemos de una procesión de cristos sangrantes. Las mujeres daban algo de comida a sus hijos pequeños, para que estos nos la entregaran. Lo hacían, yo creo, para no humillarnos, pues parece que lo que te da un niño es menos limosna que lo que te da un hombre como tú o una mujer. Repito que esos pequeños socorros no sirvieron de mucho, porque no creo que alcanzaran ni a un uno por ciento del elemento refugiado, y lo cuento no porque lo viera, sino porque me lo contaron.
Llegamos a Saint Cyprien de noche. La impresión que nos causó el campo fue grande, temimos habernos equivocado, porque no creo que el infierno pueda tener un aspecto diferente. A las mujeres antes de llegar a Saint Cyprien las desviaron a otro lugar. Pasamos las primeras alambradas. A la puerta habían levantado dos barracones provisionales, uno a cada lado, para los gendarmes, no más grandes que unas letrinas, en los que había espacio únicamente para una estufa, una silla y una pequeña mesa sobre la que brillaba pobremente un candil de petróleo, como el de los ferroviarios. Nadie nos preguntó nada. Allí se podía entrar, pero no salir. Al pasar entre los primeros grupos, a todos se nos encogió el corazón, porque creíamos que ya estábamos muertos, aunque no lo supiéramos. La alegría primera de encontrarnos con tantos compatriotas y hacernos la ilusión de que España estaba allí más presente y viva que en lugar alguno, dio paso a un sordo sentimiento de acabamiento y final. Era como un gigantesco depósito de cadáveres, sólo que los cadáveres estaban en pie, parados en el aire helado, mirándonos a los que llegábamos. Algunos preguntaban de dónde salíamos, si traíamos noticias nuevas, si por un milagro las cosas detrás de nosotros habían cambiado y podríamos volver ya. Pero nadie respondía. Se nos quedaban mirando, nosotros les mirábamos a ellos, no se movían ni siquiera para dejarnos paso, les costaba desplazar un brazo, arrastrar el pie unos centímetros sobre la arena era un esfuerzo ímprobo para todos.
Eran muchos los que creían que íbamos a volver en una o dos semanas. ¿Cómo podrían figurarse una cosa tan absurda? Pues lo creían. Para sobrevivir y no tener que morirse en una tierra extraña.
Habían alambrado una gran extensión de la playa, no sé, uno o dos kilómetros, con doble fila de alambres, los muy perros, y allá nos metieron. Pero antes nos vacunaron en una de aquellas letrinas, salió un médico con una bata blanca sucia, nos ordenó que nos levantáramos la manga, llevaba una jeringuilla como yo no había visto jamás, grande como la de los churreros, lo menos para un litro de vacuna. La gente se dejaba clavar la aguja sin soltar la maleta, y cuando preguntamos dónde repartían la comida, nos respondieron que se distribuiría por la mañana. Les informamos, no hemos probado bocado desde ayer y llevamos todo el día caminando. No sabían nada. Decían, mañana, mañana todo solucionado, y nos empujaban para que fuésemos metiéndonos en el campo.
Avanzamos entre la gente, que permanecía de pie o sentada sobre maletas y atillos, porque el suelo estaba tan húmedo que no se podía uno sentar. No eran más que manchas sombrías, agazapadas contra la inmensidad negra del cielo. El hecho de que estuviesen todos de pie impresionaba más todavía. Al avanzar entre ellos, te tropezabas con sus ojos. Cómo brillaban. Era lo único que tenía brillo en aquella masa de restos humanos. Bolas de acero, destellos de ascuas negras, duros carbones, encendidos de fiebre, cuevas donde esperaba el monstruo insomne del miedo.
Al rato la oscuridad fue completa, hasta los ojos se apagaron. Únicamente brillaban los candiles vacilantes y remotos, como astros muertos. Éramos miles, todos varones, si te tropezabas con alguien, nadie se molestaba, pedías perdón, decías, perdón compañero, y la gente se agitaba con lentitud, como animales de un matadero que presagiaran la proximidad de su muerte, nadie daba crédito que nos hubieran encerrado en una pocilga como aquella, peor que cerdos, a quienes no falta nunca su rancho diario. El aspecto de la gente era penoso, muchos, más de la mitad de los que estaban allí, qué se yo, veinte o treinta mil, estaban enfermos, con fiebre, con diarreas, con infecciones, con pulmonías. El que estaba como yo, sólo con piojos, podía darse por contento. ¿Tenéis algo de comer?, preguntamos a los que estaban cerca de nosotros. Y la gente negaba con la cabeza. Algunos nos preguntaron de dónde veníamos, por si tenían ellos a alguien conocido en nuestras unidades. Otros se echaban a un lado en silencio para que pudiéramos pasar, pero la mayoría estaban como en lo más hondo de un pozo, y no decían nada porque habían muerto ya, y lo sabían. Allí estábamos cien mil personas o más, qué sé yo, todos en silencio. Creo que no se habrá conseguido nunca algo así, poner a tanta gente junta y que nadie quiera hablar. Se oían las olas, chas, chas, llegando sobre la arena. Y la gente quieta o moviéndose de un lado a otro muy despacio, como larvas de un pudridero. Era el cuerpo muerto de España, y nosotros no éramos más que pobres gusanos.
Los primeros habían llegado hacía cuatro y cinco días, la mayoría procedentes de Barcelona. Nosotros fuimos los últimos que llegábamos del frente de Aragón. Nos costó escoger un lugar donde pasar la noche y aún tuvimos que recorrer un trecho hasta encontrar un sitio donde quedarnos.
La gente se embozaba en las mantas, se apretaban unos contra otros, en grupo se echaban una manta por la cabeza y entre todos trataban de calentar con su aliento el aire que respiraban. Preguntamos, ¿por qué no se encienden fuegos? Pero no había nada que quemar.
Por detrás teníamos los alambres de espino, y por delante el mar.
Yo llegué tan cansado que sólo tenía ganas de dejar de andar, y, sin embargo, podía haber seguido caminando horas y horas, las piernas ya no obedecían mis órdenes, sino que parecían marchar solas, como apéndices de un muñeco mecánico. Creo que hubiera podido reventar, como un caballo, caminando hasta el último segundo de vida.
Conseguimos al fin, en lo cimero del campo, encontrar un sitio donde caernos muertos. Enfrente estaba el mar inmenso. La noche no dejaba ver nada más que el sombrío encaje de las olas, en el momento en que rompían sobre la arena, como una inmensa plancha de bronce que se oscurecía aún más con el reflejo de unos nubarrones que como hoscos bueyes bajaran a abrevar al horizonte.
El mar, el mar… Esa fue la primera vez que lo vi. Mejor dicho, no lo vi, pues que nada se veía, pero lo sentí, y lo sentí desde dentro, desde mí hacia afuera, no al revés. En Barcelona me habían llevado a ver los barcos del puerto, pero aquel mar y el de Saint Cyprien no se parecían en nada. Lo que yo había visto era un puerto, nada más, no conocía las olas, no había pisado las arenas de la playa, no había olido el olor puro de las algas y del yodo."

Andrés Trapiello
Días y noches



"El caso es que un día, no se sabe muy bien por qué razón, le llamó el subdirector. Le dijo, mira, Bremond, zutano, el que llevaba la sección necrológicas, se va a Barcelona, y eso se queda solo. Le habló de la importancia que una sección como ésa tenía en The Times por si había tenido la idea de considerar aquel nuevo destino una especie de vejación o degradación, como les había ocurrido a otros antes. Bremond no debió de decir nada, porque parecía un hombre bastante tranquilo, y seguramente lo aceptó con la misma impavidez que los otros destinos. Nos decía que era un trabajo cómodo. Sólo tenía que recoger las necrológicas que venían en los teletipos, si eran de afuera, o adaptar las que le pasaban de otras secciones, si eran de dentro, nacionales. Las de afuera las traducía y las demás las aliñaba como le parecía, porque nadie se metía en su trabajo. Cuando eran largas, las acortaba, y cuando eran cortas, las hinchaba. Comprendió que todas las vidas contadas en quince o veinte líneas eran magníficas, cada una en lo suyo, como ocurre en los relatos de Chejov. Yo no creo que Bremond, francamente, hubiese leído jamás a Chejov, pero tenía una idea aproximada de lo que podía ser, porque los periodistas tienen absolutamente de todas las cosas conocidas o desconocidas una idea aproximada, no siempre inexacta."

Andrés Trapiello
Las cosas más extrañas




"Empezamos a hablar de esto y de lo otro, pero con X eso no se puede hacer. A veces trae escrito en un papel las cosas de las que hemos de hablar, en un orden, y hay que seguirlo [...] Con X [...] no se puede alterar el orden. No son tampoco asuntos muy importantes. Pueden ser, por ejemplo: 1. El ibro de Fulano. 2. ¿Qué tal tu novela?. 3. Recuerdos de Mengano. 4. ¿Dónde vais a pasar la Semana Santa? 5. Tomad, os he traído este disco de Nueva York. 6. No hay derecho, lo que le han hecho a Mengano...". "Al principio nos tomábamos un poco a chirigota ese ordenancismo suyo pero comprendimos que le impacientaba mucho saltar de un tema a otro, como si en su desorden hubiese alguna lógica y en el nuestro ninguna en absoluto. Pero como tampoco nos cuesta darle ese gusto, es él quien decide el protocolo de la conversación y el orden de intervención, quien asigna a cada uno de los puntos del día el tiempo que cree necesario y los desvíos que están tolerados."

Andrés Trapiello
Los hemisferios de Magdeburgo, Pre-Textos, Valencia, 1999



Para un combatiente del Ebro

¿Qué sabemos nosotros
de los viejos caminos llenos de barro y lodo?
¿Qué podemos nosotros recordar
de la pasada guerra,
de esos pueblos pequeños rodeados de viñas?
¿De esos bailes de pueblo
sobre las verdes eras y a la luz del carburo,
cuando el sagrado azul, el azul del crepúsculo
se queda entre las tumbas, viejas y abandonadas?

Otoño, otoño mío,
¿Qué sabemos nosotros de la guerra?
Dime por qué el azul, sagrado azul,
es el color de los que nunca vuelven,
de aquellos que partieron
una mañana antigua
por los viejos caminos llenos de barro y lodo.

Andrés Trapiello



"Su padre acababa de morir... Nadie, pensó, nos enseña a morir ni a hacerse a la idea de la muerte de las personas que amamos. Digamos que eso es un aprendizaje que hemos de hacer todos sobre la marcha, sin maestros, por nuestra cuenta, a ciegas. Ensayos y estrenos en la misma velada."

Andrés Trapiello
Siete moderno



"Un juez, por el bien de todos, debe basar su actuación en la ley. Apelar a la “discrecionalidad técnica” del juez cuando se trata de la instrucción de una causa penal les parece a algunos de ellos, aparte de incorrecto, bastante peligroso. Dadas las circunstancias del caso (los posibles imputados en la causa están todos muertos, los delitos están amnistiados y la figura delictiva de “crímenes contra la humanidad” fue creada con posterioridad a los hechos), la actuación de Garzón carece, según algunos magistrados, de sustento legal y está inspirada en un mero voluntarismo. La Historia, dicen ellos, no se basa en memorias individuales subjetivas, sino en la investigación intelectual de los datos empíricos que sobreviven del pasado, y esto es totalmente diferente de querer imponer una versión sesgada y partidista, que rechaza los resultados de la investigación. La sujeción de los jueces a la ley no es un postulado retórico sino una conquista y una garantía para los ciudadanos. Hasta vosotros os rebelaríais escandalizados si una “discrecionalidad técnica” parecida la hubiese puesto en práctica otro juez al servicio de una finalidad distinta, por ejemplo, para esclarecer cualquiera de los crímenes cometidos en el bando de la República que han quedado sin resolver y sin castigo, o si quisiera reabrir con garantías procesales la misma Causa General, y dilucidar lo que hay en ella de verdadero y de falso. Por supuesto, es bueno que la ley ordene al gobierno y a todas las administraciones que promuevan y faciliten la recuperación de restos de muertos de la guerra que quedan aún enterrados en las cunetas o donde sea. Pero la Historia no se hace a golpe de leyes. Una cosa son las acciones de gobierno que tratan de cambiar la situación de hecho del momento, y con esto sí se puede hacer Historia, y otra muy diferente hacer leyes dirigidas a cambiar la imagen de hechos pasados. Porque en el caso de la guerra, tanto como la Memoria Histórica es la memoria particular de cada cual, y esa no la va a cambiar una ley. Todos los intentos de revisar la Historia desde el poder han fracasado; y, por cierto, es una tentación en la que con frecuencia suelen caer los sistemas totalitarios."

Andrés Trapiello
Ayer no más


"Yo mismo sombra soy
de ti."

Andrés Trapiello
Adonde tú por aire claro vas