"Cuando las lluvias disminuían y los campos reverdecían, el barro se posaba en el lecho del río y el agua adquiría un diáfano tono verde. La corriente no era ya impetuosa; fluía con un ritmo, interrumpido por pequeñas olas en las zonas menos hondas. Era entonces cuando nos bañábamos en él y nos sumergíamos hasta el fondo para descubrir sus secretos. También entonces las mujeres iban a lavar a las orillas; se acuclillaban ante anchos barreños de hojalata y golpeaban la ropa con palas de madera. Allí donde las orillas eran llanas, con piedras o arena, tendían la ropa a blanquearse, ya que en esas fechas el sol salía no sólo para madurar el grano, sino también para ayudar a las lavanderas. Era asimismo en esa época del año cuando, una vez más, mi padre podía ir a la orilla del río y seguirla cauce abajo, más allá de la aldea de Cabugawan, hasta un lugar que en el pueblo todos conocían; generalmente iba al anochecer, quizá porque a esa hora poca gente lo veía, y no tenía que sonreír a aquellos con quienes se cruzaba o lo saludaban con la mano, ya que todos sabían que al final del sendero se hallaba su lugar secreto.
Era también por esas fechas cuando el Viejo David, que se ocupaba de los caballos y la calesa, iba al río con la red de malla fina y la lámpara de queroseno, y antes de medianoche regresaba con una cesta de camarones y lepismas.
En noviembre el río dejaba de moverse. Los torrentes de las cordilleras también se habían secado y ahora su lecho arenoso estaría quemado, y en medio, donde se extendían franjas de tierra, crecían plantas espinosas y el duro cogón. Las profundidades donde antes nadábamos eran ahora charcas enturbiadas por el musgo que cubría el fondo del río. Era aquí donde las lochas y unas cuantas lepismas se habían refugiado de la red del Viejo David. Al otro lado del río ahora seco los campos presentaban un color marrón dorado y estaban listos para la hoz, y las orillas y el estrecho delta donde podía plantarse contenían huertas con calabazas, tomates y sandías listas también para la cosecha.
Conozco el sitio donde el Totonoguen confluye con el arroyo Andolán, y sé que este nuevo río desemboca en el Agno, que siempre baja con caudal incluso en los años de sequía. Yo he nadado en el propio Agno, y he recogido en su lecho arenoso los restos de pino arrastrados desde las montañas, que después hemos partido para utilizar como leña.
Me marché de Rosales hace mucho tiempo; entonces yo sufría, pero me decían que era afortunado por no tener a nadie con quien pelearme, que tenía todo el futuro por delante, y que cuando llegara la hora de mi regreso, las cosas habrían cambiado tanto que ya no las reconocería."

Francisco Sionil José
El árbol de la esperanza



"Cuando me despierto por las mañanas, doy gracias a Dios por el nuevo día."

Francisco Sionil José


"Noviembre es auspicioso en muchas partes del país: la cosecha de arroz ya está en marcha, el clima comienza a enfriarse y el brillo festivo que precede a la Navidad ha comenzado a iluminar el paisaje."

F. Sionil José


"Tras una suave curva asomó como una fortaleza la mansión de los Asperri. La rodeaba una tapia de ladrillo cubierta de tallos marchitos de cadena de amor, que cobraría lozanía y verdor con las primeras lluvias de mayo. De niño había visto otra casa, de ladrillo, con vidrieras de colores como las de ésta, con vistas al pueblo, más alta que la torre de la iglesia, más alta que el cocotero, aunque no tanto como el balete. Antes de la guerra, como había ocurrido con el municipio, dicha casa fue incendiada por un grupo de hombres, fanáticos que profesaban un odio implacable a los Asperri, miembros de una religión autóctona que sacralizaba a Bonifacio y Rizal y a toda la falange de héroes que habían
luchado contra los españoles. Había leído sobre ellos, había oído hablar de ellos a su abuelo y su madre y, en su fuero interno, había compartido las creencias que los habían impulsado a la violencia. Incluso en algunas ocasiones Luis había fantaseado con lo que podría haber sucedido si su padre hubiese estado allí y lo hubieran matado también a él, como habían matado a sus tíos. En tal caso, él no habría nacido: un deseo que lo asaltaba en los momentos de angustiosa duda sobre su existencia, mucho más frecuentes ahora –pese a que gozaba de seguridad y no sufría privaciones– que cuando vivía, descalzo, abrasado por el sol y famélico, en Sipnget, aquel rincón perdido y dejado de la mano de Dios.
Se levantó una casa nueva, réplica de la que resultó arrasada
una noche de ira, pero de cimientos más sólidos y con las últimas comodidades, pues a su padre le encantaba el confort, el bienestar y, naturalmente, el poder que le otorgaban sus tierras y otras formas de riqueza. Había vivido en Europa y en Manila, entregado a los placeres, sin la menor intención de volver a Rosales para administrar una hacienda, supervisar a aquellos simples ilocanos y vivir como un ermitaño igual que había hecho su hermano; él ya había pasado por eso, había llegado a aborrecer Rosales, y habría sido incapaz de vivir en el pueblo. Sin embargo, de pronto lo llamó el deber, no sólo el deber para con aquello que habían forjado sus antepasados, sino también para con su joven sobrina, que había sobrevivido a aquella noche indescriptible.
Ése era su hogar, el depositario del pasado, y todos los niños
del pueblo miraban la casa con respeto. Era un lugar tan secreto como la sacristía, ya que muy pocos habían entrado y casi nadie sabía qué ocurría en sus recovecos.
En el jardín estaban los árboles que se habían librado del fuego. De lejos parecían montículos verdes donde se elevaban las almenas, de un color blanco y rojo apagado, con retazos de sol reflejados en los cristales de las ventanas. Cariátides de madera desnudas de cintura para arriba y de generoso pecho adornaban las esquinas de la fachada principal. Aunque la casa no era vieja, no se habían añadido nuevas capas de pintura a la primera mano original y los muros rojos y resquebrajados le daban un aspecto antiguo y medieval."

Francisco Sionil José
Mi hermano, mi enemigo