“En el bar reinaba una especie de dejadez comunitaria. Los clientes se alineaban junto a la barra, casi como si se conocieran entre sí, o como si estuvieran allí juntos. Tendrías que emborracharte, me dije; ese es el lugar ideal, el bar. Pero no puedes, dije; sabes muy bien que te hace daño, que con tu estómago no puedes emborracharte aunque quieras. La verdad, no tenía ningún vicio digno de ese nombre. Licor en cantidad moderada. Amor en cuotas. ¿No me haría bien cultivar algún vicio impactante? Alguna crueldad excesiva o un sacrificio asombroso. Pero ni siquiera eso era posible. En cambio, nos quejamos en voz bien baja. De que nos casamos con la chica equivocada, aceptamos el empleo equivocado, vivimos vidas equivocadas.
Y qué intentos lastimosos hacemos por curarnos: cultivamos jardines ridículos, nos inscribimos en clubes, nos prometemos releer todos los libros importantes que descuidamos. Creemos que deseamos una vida más sencilla, más activa, más al aire libre, y todos los miércoles asistimos a los bailes en el patio de la escuela local, imaginando que una danza popular es el camino de vuelta a una comunidad amigable y que unos jeans y una camisa a cuadros restituirán la comunicación con el extraño que vive al lado.
Lo único que no perdimos, pensé, es la capacidad para el sufrimiento. El sufrimiento nos sale bien. Pero es un sufrimiento silenciosísimo. No molestamos a nuestros vecinos con él. Nos desplomamos, pero nos desplomamos con la mayor disciplina imaginable. Así somos. Sin duda, así somos. Desplomadores disciplinados.
Suicidio silencioso con pastillas para dormir en una bañadera. O con gas en un dúplex. Sin traerle problemas a nadie; el testamento firmado ante escribano público, el piso barrido y el teléfono bien colgado.
Tu único vicio, pensé, eres tú mismo […]”


Alfred Hayes
Los enamorados, Traducido por Martín Schifino. Buenos Aires: La bestia equilátera (LBE), 1a. edición, 2011






"Estábamos sentados en el coche cuando la tierra tembló. Un temblor ligero: el de un durmiente que se da vuelta, un suspiro en un pulmón enorme. Giré la cabeza, pensando que alguien había sacudido el coche. Pero no había nadie ni nada en esa ruta del cañón oscuro. Había estado besándola. Los perros empezaron a ladrar. También ellos los había perturbado el movimiento inesperado de lo que se supone no debe moverse. La había besado. Había sido un beso vacilante, exploratorio, y parte de mi esperaba que me lo negara; pero lo permitió, con los ojos cerrados y la cabeza recostada en mi brazo; entonces la tierra tembló de esa manera leve y descontenta, como alguien que se da vuelta, o como si de pronto tuviera frío, y los perros ladraron. El beso se interrumpió. Pareció que ella no se había dado cuenta del ligero temblor del suelo. Pareció que no se asombraba de los ladridos de los perros. Tal vez esperara más que un primer beso, tal vez esperara un avance a tientas de mis manos o un descenso de mi boca hacia su garganta, pálida y cercana, y yo la había defraudado. Fue extraño que la tierra temblara en ese momento. Fue extrañamente perturbador y modificó el gesto familiar, esbozado tantas otras veces, del descenso hacia la boca de una chica; pero que la tierra temblara le dio al beso un matiz algo ominoso. A la mañana siguiente, estaba en todos los periódicos: el terremoto. "

Alfred Hayes
Que el mundo me conozca


"Llevarla a un restaurante era un placer en sí mismo. Yo miraba fascinado mientras un par de anchas costillas de cordero a la francesa eran despojadas de grasa, mientras las papas desaparecían, la ensalada se acababa, el postre se esfumaba. Pensé en sus jugos gástricos con admiración. Sus dientes se celebraban a sí mismos como dientes. Dios mío: qué agradable era ver a una mujer que no se limitaba a picotear. Y cuando terminaba de comer, se apoyaba contra el respaldo del reservado y me sonreía, como si, ahora que se habían acabado las costillas de cordero o el bife jugoso o la langosta fra diávolo, me permitiera volver al marco de su atención.
No es que fuese glotona. Todo era simplemente delicioso. Y ella lo era: quiero decir, en toda la mecánica del comer. No devoraba la comida. La miraba con atención. No se zampaba el bife. Comer era la única manera de describirlo. Ella era una criatura que estaba en ese lugar para comer. Era la razón de que hubiese restaurantes. De que el chef se tomara tanto trabajo. De que las brochetas giraran.
Al tomar café, impresionadísimo por lo que había ocurrido con el menú, pensé que ella era lo que se dice una muchacha sana. Y me sorprendí pensando que pocas veces había tenido la impresión de que la chica o la mujer con la que me encontraba era realmente sana. Y pensé que, de un modo vago, había anhelado que lo fueran. Más de lo que deseaba que fuesen ingeniosas o eficientes o incluso lindas. Una chica de lo más natural, sin amargura, sin vueltas, sana. No salida del diván de un maldito analista. No una perra de pómulos huesudos y ojos furiosos a la que si le dabas el mundo en una bandeja de plata no le parecía suficiente. Porque no había la menor malicia en Aurora. De eso estaba seguro.
Por supuesto, actuaba. Se entregaba a jueguitos complicados. Como durante la película francesa. Tal vez hasta mentía un poco. O me provocaba un poco. Se divertía conmigo. Pero ¿por qué no? Yo era el golpeado. Golpeado por la edad, golpeado por la profesión que había elegido, golpeado por el matrimonio. Ella estaba entera, y era joven, y yo no podía ofrecerle nada de valor. No me iba a enamorar de ella; habría sido absurdo esperar que se enamorara de mí. Además, estaba Michael: ella era, de alguna manera que los dos aceptaban, de acuerdo con sus definiciones, su chica. Significase lo que significara ser la chica de alguien en aquel momento. No tenía demasiado apuro por enterarme. Se me permitía, con algún consentimiento, compartirla. Podía esperar que, cada tanto, mi parte de ella aumentara: que algo alterara, o incluso interrumpiera, esas sesiones vespertinas en el estudio bajo el tragaluz; pero me cuidaba de dar rienda suelta a esas esperanzas."

Alfred Hayes
Mi perdición



"Lo único que sabía era que, al irse, se había llevado algo que me mantenía entero, una imagen necesaria de mí mismo, algo sin lo cual corría peligro de desplomarme; y fuera lo que fuera, vanidad indispensable, idea irremplazable de mi propia vulnerabilidad, se había ido y solo ella podía devolvérmelo, o eso creía."

Alfred Hayes
Los enamorados


"¿Por qué bebiste?, dijo. No deberías beber. Y no debes llamarme. Tenemos que terminar. (Qué tranquilizador era mentir de aquel modo, fingir estar derrotado e indefenso por completo, sobre la comodidad de su regazo). ¿De verdad estuviste, dijo acariciándome el pelo, todo este tiempo parado ahí afuera, esperándome? Es terrible. Imagina que hubiera habido alguien aquí. Te habrías hecho más daño. Es mejor así, lo sabes. No podía seguir a la deriva. Ya no sé quién soy ni adónde voy. Y te amé. De veras, créeme, te amé. No importa lo que pienses ahora. Es por Bárbara. Y no hubiera funcionado, lo sabes, amor; tengo que ser práctica, tengo que pensar en mi futuro. Y la voz lacrimosa que era mía, apagada en su regazo, respondió que sí, quizás era mejor así, como decía ella, a modo de evitar la despedida postergada, la partida aplazada, la separación pospuesta. Es que ella, dijo, quería cuidarme, no quería causarme ninguna pena. Yo era alguien muy querido para ella y, en la medida de lo posible, no quería hacerme mal. Y la perdonaría, porque yo comprendía cómo era todo, qué necesidades la apremiaban. La perdonaría, aquí, ahora, la última vez, en aquel momento salpicado de lágrimas, mientras nos alejábamos, separándonos. ¿Qué tenía que perdonarle? Ah, todo. Porque todo andaba mal; había que perdonar todo. La abracé furiosamente. Como para agregar a todos los abrazos de antes uno último e inolvidable. El que perduraría en la memoria. Porque ya la consideraba un fantasma. Sus ojos se llenaron de lágrimas en gesto de comprensión. Su boquita infantil, esforzándose por mantenerse firme, tembló en el drama agridulce. Y así, mientras la abrazaba, aquel beso que sería el último de todos nuestros besos, avanzó lentamente desde su mejilla hasta su oreja y después hasta su garganta. Se movió en mis brazos, casi con miedo. Supuse que no quería corresponderme; porque sentir deseo entonces hubiera sido casi una violación de la delicada membrana de emoción que se extendía sobre nosotros. Pero la besaba allí muy a menudo. Era su punto más vulnerable. Un tierno estremecimiento la recorría cada vez que mi boca la rozaba en esa zona. Ahora sentí el áspero gusto de la lana y extendí una mano, pensando que quizás pudiera revivir el fantasma de la pasión, le bajé el cuello del suéter, y ella gritó ¡no!, ¡no! Incrustadas allí donde había corrido el suéter, estaban las marcas hinchadas y rojas de unos dientes.
Se había librado de mi abrazo y yo quedé de rodillas, mirándola. Mi boca se abrió; hice un gesto trunco con la mano. A él no le habían hecho falta, al fin y al cabo, los mil dólares. Ella hacía un esfuerzo considerable por no mostrar miedo. Así que por eso se había puesto el suéter. Dije: no fue un gato. No fue ningún gato. Un ratoncito en celo. Me levanté del piso donde seguía de rodillas. Creo que el haber estado de rodillas agravó las cosas. Dije: te pusiste maquillaje encima, ¿no es así? Crema de limpieza. No sirvió de nada. Hay una sola posición en la que un hombre puede lograr una mordida así. Imité la voz de ella. Repetí las frases que negaban. Así que solo le había dado un besito de buenas noches. Dije: ¿por qué te molestas en cubrirlo? Con un moretón del otro lado te quedaría parejo."

Alfred Hayes
Los enamorados