"El jueves de aquella semana, Julius Karp dejó a Louis solo en la bodega y se asomó al escaparate de la tienda para ver si Morris estaba solo. Karp no había puesto el pie en la tienda de Morris desde la noche del atraco y pensaba, incómodo, en el recibimiento que podría esperarse si entrara ahora. Generalmente después de una temporada de no hablarse, era Morris Bober el que cedía, pues por carácter era incapaz de guardar rencor. Pero en esta ocasión había quitado de su cabeza la posibilidad de buscar al bodeguero y volver a sus inútiles relaciones. En cama, durante su última convalecencia, contra su voluntad y con gran disgusto por su parte, había pensado mucho en Karp y había descubierto que le desagradaba más de lo que se había imaginado. Lo consideraba una persona mezquina y estúpida que por azar había tropezado con una floreciente prosperidad. Cada éxito de Karp traía la mala suerte a los demás, como si en el mundo existiera una cantidad determinada de suerte y lo que le sobraba a Karp dejaba a los demás a media ración. Le irritaba pensar en los largos años que se había esforzado sin recibir recompensa. Aunque esto no era culpa de Karp, lo era de la charcutería que se había puesto al otro lado de la calle y que convirtió a un hombre pobre en otro todavía más pobre. Tampoco podía perdonarle el golpe que había recibido en la cabeza en su lugar, y que él podía haber resistido mejor tanto por salud como por dinero. Por esto le proporcionaba cierta satisfacción no tener nada que ver con el bodeguero, aunque fueran vecinos.
Por otra parte, al principio, Karp había esperado satisfecho que Morris se ablandara. Se imaginaba al tendero cediendo poco a poco en su altivez, mientras que él disfrutaba con las señales de su arrepentimiento, sentía lástima de la vida miserable del judío, que, por cierto, lo era con letras mayúsculas. Algunos nacían ya señalados; Karp convertía todo lo que tocaba en oro puro, mientras que bastaba que Morris Bober se encontrara un huevo por casualidad en la calle para que éste ya estuviera podrido y goteara. Una persona así necesitaba alguien con experiencia que le aconsejara cuándo se acercaba un chaparrón. Pero Morris, aunque conocía la compasión de Karp, permanecía rígidamente apartado de él. Ni tan siquiera le ofrecía un despreocupado saludo cuando pasaba delante de la puerta de su tienda camino de su Forward, o cuando aquél fisgoneaba por su propio escaparate. Al cabo de un mes Karp llegó a la incómoda conclusión de que, aunque Ida continuaba siendo amable, en esta ocasión Morris no estaba dispuesto a rebajarse si Karp no hacía méritos de antemano.
Karp reaccionó fríamente cuando llegó a este razonamiento. Devolvería por su parte lo mismo. Pero la indiferencia no era algo que le gustara intercambiar. Por alguna razón, a Karp le gustaba que Morris le apreciara, y le molestaba que su depauperado vecino permaneciera distante. De acuerdo, le habían golpeado en la cabeza, pero ¿acaso era culpa suya? Él se había prevenido… y ¿por qué no lo había hecho Morris, ese shlimozel?[8] ¿Por qué, cuando le advirtió que había dos atracadores al otro lado de la calle, no se había comportado como una persona sensata, cerrando su puerta y llamando a la policía? ¿Por qué? Pues porque era gafe, un inepto."

Bernard Malamud
El dependiente



"El recolector de boletos se limpiaba los dientes con el cabito de un fósforo.
—Usted no es el único, amigo mío, algunos lo pasan peor que usted. Es lo que ocurre en este país.
—¡Perro, perro!— Mendel se abalanzó sobre la garganta de Ginzburg y empezó a estrangularlo. Pedazo de bastardo, ¿no comprendes lo que quiere decir humano?
Lucharon nariz contra nariz. Ginzburg, aunque sus asombrados ojos se le saltaban, comenzó a reír.
—No chillarás más. Te convertiré en hielo.
Los ojos se le encendieron de furor y Mendel sintió un frío intolerable que le invadía el cuerpo como una daga helada, haciendo temblar todos sus miembros.
Ahora muero sin ayudar a Isaac.
Se reunió una multitud. Isaac daba alaridos de miedo.
Colgándose de Ginzburg en su última agonía, Mendel vio reflejado en los ojos del recolector de pasajes la profundidad de su terror. Pero vio que Ginzburg, mirándose a sí mismo en los ojos de Mendel, veía reflejarse en ellos el alcance de su propio terrible furor. Contemplaba una trémula, centelleante, cegadora luz que producía oscuridad."

Bernard Malamud
Idiotas primero



"Era una fiesta para todos y estaban resueltos a disfrutar de ella. Nadie sabía exactamente quién había suministrado la mayor parte del dinero, pero los fieles hinchas de todos los días habían contribuido con billetes de un dólar y toda clase de calderilla, a fin de comprar artículos suficientes para abastecer a unos almacenes importantes. Cuando lo hubieron descargado todo del camión, Roy posó delante de él, jugueteando con un par de cositas, por mor de los fotógrafos, aunque más tarde aconsejó a Dizzy que vendiese todo lo que pudiese a quien tuviera dinero para comprarlo. Mercy contó dos aparatos de televisión, un pequeño tractor, ciento sesenta metros de manguera de plástico, de color rosa, para jardín, una cabra, un pase vitalicio para el «Paramount», una docena de corbatas pintadas a mano con diferentes vistas del Gran Cañón, seis maletas de aluminio y un vale para setenta y cinco viajes en taxi por Filadelfia. También ciento veinte kilos de queso suizo fabricado en Nueva Jersey, un juego de morillos y tenazas de chimenea, ciento cincuenta litros de helado de pistacho, seis cajas de limones, medio cerdo congelado, un cuchillo de caza, una alfombra de piel de oso, unos zapatos para la nieve, cuatro hornillos eléctricos, el título de propiedad de un solar en Florida, doce pares de calcetines azules con iniciales, una cámara y un proyector de cine, un bote a motor «Chris-Craft» y —porque todos pensaban que el juez (que debía de estar mirando desvergonzadamente desde la ventana de la torre) era un tacaño de tomo y lomo— un cheque conformado por tres mil seiscientos dólares. Aunque el comité había tratado de evitar las contribuciones extravagantes, se deslizaron unas cuantas, entre ellas un hediondo paquete de queso «Limburger», una calavera, un montón de libros cómicos, una lata de raticida y un paquete de hojas de afeitar melladas, este último con una tarjeta en la que Otto Zipp había garrapateado: «Toma y córtate el cuello.» Pero Roy no lo tomó a mal."

Bernard Malamud
El mejor



"Finalmente podía volver a trabajar. Su inspirada idea, tal vez para un final, tal vez para otra cosa, yacía bajo una losa sepulcral anónima.
Willie Spearmint, después de haberse convertido en Bill Spear, añadió más horas a su jornada. Ya no entraba escurriéndose a mediodía en el apartamento de Lesser para dejar la máquina de escribir, sino que aparecía mucho después, a las tres o a las tres y media, y algunas veces se quedaba hasta tarde, ante su mesa de cocina, contemplando el cielo que se oscurecía. Lesser imaginaba que Bill trabajaba en su nuevo libro, pero no lo sabía de cierto porque Bill no le decía nada y él no le preguntaba.
Por lo que respecta a la gramática, hablaron un par de veces sobre oraciones subordinadas, gerundios y gerundios adjetivados, pero el tema aburría a Bill. Dijo que mataba al lenguaje y no volvió a tratar del asunto. En cambio, estudiaba su diccionario de bolsillo, tomaba notas de palabras y aprendía de memoria su significado. Después de llamar por la tarde a la puerta de Lesser, algunas veces se quedaba a tomar una copa y ponían discos. El negro tenía sensibilidad para la música. Mientras la escuchaba su cuerpo se alargaba y en su cara aparecía una expresión de relajamiento e inocencia. Tenía los ojos salientes cerrados y con los labios saboreaba la música. Pero cuando Lesser puso su Bessie Smith, Bill, tumbado en el sofá, la escuchó inquieto, como si montones de chinches estuvieran picándole."

Bernard Malamud
Los inquilinos


"Las celdas de castigo eran departamentos rectangulares, con paredes de ladrillos y cemento, una de las cuales tenía un ventanuco enrejado a medio metro por encima de la cabeza del preso. La puerta era de hierro macizo, con una mirilla a la altura de los ojos y a través de la cual miraba el guardián cuando pasaba por allí. Y, aunque Yakov entendía lo que le gritaban desde el corredor, era imposible que los presos se comprendiesen cuando se hablaban a gritos por la mirilla. Las aberturas eran angostas, y las resonancias del pasillo confundían las palabras y las convertían en ruidos.
En una ocasión, un guardián de rostro moreno y ojos estúpidos entró en el departamento de las celdas, les oyó gritar y los maldijo a los dos. Ordenó al otro preso que se callase, si no quería que le machacase la cabeza, y le dijo a Yakov:
—No más ruido, o te capo de un tiro.
Cuando se hubo marchado, los dos hombres volvieron a golpear la pared. El celador venía dos veces al día y les traía un tazón de sopa insulsa y llena de insectos, y una rebanada de pan negro; también inspeccionaba las celdas cuando menos lo esperaban. Yakov dormía en el suelo o paseaba arriba y abajo en la angosta celda, o permanecía sentado de espalda a la pared y con las rodillas encogidas, perdido en sus desesperados pensamientos, cuando advertía de pronto que un ojo maligno le observaba y desaparecía después. Por el ruido de las puertas que se abrían todas las mañanas, al llevarles la comida el guardián y su ayudante, sabía el remendón que sólo había dos presos en aquel sector de la cárcel. El otro preso estaba a su izquierda, y los guardias recorrían cincuenta pasos a la derecha para llegar a otra puerta, la cual abrían con una llave, cerrándola con estrépito y echando el cerrojo por el otro lado. En ocasiones, a primeras horas de la mañana, cuando la enorme prisión dormía envuelta en la oscuridad y el silencio, a pesar de que cientos —y, probablemente, miles— de hombres soñaban, gemían, roncaban y se reían en sueños, el preso de la celda contigua se despertaba y empezaba a dar golpes en la pared intermedia. Lo hacía a intervalos, ora rápidos, ora lentos, como si tratara de enseñar una clave al remendón; pero, aunque Yakov contaba los golpes y trataba de traducirlos en letras del alfabeto ruso, las palabras que formaba no tenían el menor sentido, y el hombre se maldecía por su estupidez. Golpeaba la pared a su vez, pero, ¿Qué quería decir? Había veces en que ambos la golpeaban al mismo tiempo.
Jamás había conocido el remendón una desesperación mayor que la de hallarse encerrado en soledad. Se decía que su mente no podría aguantarlo mucho tiempo. Cuando los guardianes le entraron la sopa y el pan, en la mañana del duodécimo día de su confinamiento, les suplicó que intercedieran por él. Había aprendido la lección y observaría todos los reglamentos, si tenían la bondad de devolverlo a la celda común, donde, al menos, había otras caras y alguna actividad humana."

Bernard Malamud
El hombre de Kiev



 "Sin héroes, todos somos gente normal y no sabemos lo lejos que podemos llegar."

Bernard Malamud