"Fuera, en dirección sudoeste, a lo largo de las orillas del Murrumbidgee, las serpientes danzan al atardecer. La serpiente mulga, gwardar y la marrón del Este, una serpiente de muerte lenta y negra cabeza de serpiente pitón, aunque inofensiva. Ellas se balancean y giran bajo los bucles broncíneos del sol vespertino, al auspicio de las bocanadas de polvo gris que se condensan en un aire para hornear.
Éste es un país en el que los hombres duros gimen y muerden sus nudillos en el tiempo distante de la vigilia. Antiguas ataduras atan al hombre negro al horizonte de ese suelo sin fin. Al amanecer el día, la bruma del calor ya está presente. Cierto temblor oscuro pre-Cámbrico en las altiplanicies y matorrales concede la falsa ilusión de un atisbo de humedad. Los hombres miran a través de sus ojos entrecerrados, aquejados por una irritación constante de moscas negras que absorben la humedad de la piel arrugada y se alimentan de las manchas de sudor en las insípidas camisas de franela. Es un lugar donde el calor es tan grave que las aves se enervan y caen como piedras del aire, sin aliento. Las mujeres, de anchas caderas debido a los frecuentes embarazos, caminan con paso lento. Es como si sus sombras contuvieran el peso de su cansancio. Arrastran sacos oscuros tras ellas. Sus rostros permanecen ocultos , pero son sus manos quienes primero las traicionan: dedos romos, callos y uñas rotas, piel en carne viva y tumefacta por el uso constante de lejía en una húmeda tabla de lavar corrugada.
Éste es un lugar para romper tu corazón, donde la amargura y la pugna por la vida no halla un sentimiento de alivio. Trescientos días al año un cielo ominoso se burla de la esperanza de lluvia y cada amanecer es muy parecido al anterior en sus abyectas miserias. La monotonía y el estoicismo son compañeros constantes, la imaginación es rápidamente erradicada, como un mal hábito, de la mente de los infantes. Al anochecer, las serpientes bailan en las orillas del Murrumbidgee.
Jessica espera tranquilamente con una escopeta apoyada en su brazo, la intención de sus ojos verdes llena la escena. En el bolsillo de su delantal lleva tres cartuchos, descoloridos y rojos de haber sido reutilizados al menos media docena de veces con perdigones y una añadido de polvo negro apisonado con guata para ahorrar dinero. Joe le ha mostrado el modo y ahora ella pude hacerlo: la guata, la tapa, los perdigones, el engaste. Las envolturas de cartón usadas con sus coronas de cobre se llenan de manera que los perdigones se pulvericen en un arco de tres pies a una distancia de veinte pies."

Bryce Courtenay
Jessica


"La gente dice que no escribo libros, sino que hago regalos de Navidad."

Bryce Courtenay


"Mi trabajo es esencialmente el de un artista, no es diferente al  de un músico, no es diferente al de un actor. Lo que pasa es que soy un escritor."

Arthur Bryce Courtenay



"Yo era el niño más pequeño de la escuela por dos años y sólo hablaba inglés, la lengua infectada que se había extendido como una plaga en las lindes de la tierra sagrada, contaminando las aguas puras y dulces de del bastión africano. La guerra de los bóers había suscitado una gran malevolencia hacia lo anglosajón, hacia los Rooineks. Las cascadas del odio fluían en los torrentes sanguíneos nativos, zahiriendo los corazones y mentes de la próxima generación. Para sus hijos descalzos, yo era el primer ejemplo vivo de ese odio congénito. Yo hablaba la lengua que pronunciaba las sentencias que habían matado a sus abuelos y enviado a sus abuelas a campso de concentración, en el que murieron como moscas de disentería, malaria y fiebre. Para esos agricultores amargos, los pecados de los padres se propagaban hasta la tercera generación. Por tanto yo estaba infectado.
Nadie me había advertido de esta maldad que pesaba sobre mí, de modo que fue una sorpresa terrible. Me estremecí cuando los niños pequeños me sacaron de forma horrible de mi lecho y me condujeron al dormitorio de las personas mayores para ser juzgado ante un consejo de guerra.
Mi juicio, por supuesto, era una parodia. ¿Qué podía esperar? Había sido atrapado tras las líneas enemigas y todo el mundo, incluso un niño de cinco años de edad, sabía que esto significaba la muerte. Balbuceaba, incapaz de comprender el lenguaje estentóreo del juez, de doce años de edad, o el motivo de la hilaridad general cuando se dictara la sentencia. Pero supuse lo peor. Yo no estaba muy seguro de lo que era la muerte. Sabía que era algo que sucedió en la granja con motivo de la masacre de cerdos, cabras y una ocasional vaca. El chillido de la piara era tal que comprendí que no era una experiencia agradable, ni siquiera para los animales.
Y sabía algo más con total seguridad. La muerte no era tan buena como la vida. La muerte me iba a alcanzar antes de que pudiera cogerle el truco a la vida. Trataba de contener las lágrimas.
Probablemente había luna llena esa noche porque la ducha estaba bañada de luz azul. Sentí cómo las austeras paredes de granito de la ducha bruscamente formaron un ángulo contra el suelo de cemento húmedo. Nunca antes había estado en una de esas salas y el lugar me recordaba el sitio de la masacre en la granja. Incluso olía igual, a orina y jabón carbólico azul, así que supuse que mi muerte se llevaría a cabo.
Mis ojos estaban un poco hinchados de tanto llorar, pero pude ver dónde estaban los ganchos de carne. Cada losa de granito tennía un tubo que sobresalía de la pared con un nudo en el extremo. Me suspenderían de uno de ellos y moriría, igual que los cerdos.
Me dijeron que me quitara el pijama y me arrodillara en el interior de la cavidad de la ducha, cara a la pared. Debía mirar directamente hacia abajo, hacia el agujero del suelo, donde toda la sangre se escurriría.
Cerré los ojos y dije una oración en silencio, llorando. Mi oración no iba dirigida a Dios, sino a mi niñera. Me parecía lo más urgente en ese momento. Cuando no podía resolver un problema por mi cuenta, me decía, he de pedírselo a Inkosi-Inkosikaz, el hombre medicina, él sabrá que hacer."

Bryce Courtenay
La fuerza de uno