"Así que allí era. A ojos de Leonora parecía una casa desvencijada, casi mísera, lo menos parecido a lo que ella pudiera haber elegido para vivir. Con todo, el umbrío jardín y las ventanitas rebosantes de airosas rosas constituían un marco ideal para un romance. Y se echó a temblar de tal modo que tuvo que detenerse un momento, con la mano apoyada en la verja, para ordenar sus ideas. Se anunciaría diciendo que era la amiga de James que se había encargado del embalaje de sus muebles, que él iba a regresar de un momento a otro y que los iba a necesitar. Y, a partir de ahí, a ver qué pasaba.
La puerta tenía un picaporte de bronce deslustrado que representaba un delfín. Era una pena que Miss Sharpe no hiciese los metales más a menudo, pensó Leonora, al levantarlo para llamar. Y no es que el jardín no necesitase también una buena mano. Probablemente la parra debía de estar en la parte de atrás, porque allí no se veía ni rastro.
«Soy Leonora Eyre», se dijo, mientras aguardaba a que saliesen a abrir, para infundirse valor y seguridad. Volvió a llamar al cabo de un instante, pero tampoco contestó nadie. Entonces empujó la puerta y se abrió. Qué poco precavida era la gente en los pueblos, pensó, al advertir que también todas las ventanas estaban abiertas, como si ladrones e intrusos no les inspirasen el más mínimo temor.
Dio con una pequeña salita de techo bajo, oscura y fresca, que contrastaba con el soleado exterior. Estaba muy desordenada.
«¿Hay alguien?», se aventuró a llamar, porque Miss Sharpe podía estar arriba, o en la parte de atrás. Pero nadie contestó. Optó entonces por sentarse, porque estaba muy cansada. Incluso había confiado en que la invitasen a tomar una taza de té, aunque, dadas las circunstancias de su visita, no era muy probable, aparte de que el aspecto del interior de la casa no hacía pensar en una invitación tan convencional. Casi todo el espacio de la salita lo ocupaba una mesa redonda, sobre la que había una máquina de escribir, montones de libros, papeles y cartas, un lío de ropa lavada, seca, pero muy arrugada, y restos de comida: una hogaza, queso, mantequilla y un tazón a medio llenar, con un líquido marronoso. Y, presidiéndolo todo, había un gato atigrado, enroscado y durmiendo. Adosado a una de las paredes había un sofá, con muchos cojines de chillones colores, discos de gramófono y más libros. Resultaba difícil, por no decir imposible, imaginar a James en semejante marco, y Leonora empezó a afirmarse en lo que creía evidente —entre otras cosas porque no se veía rastro de sus muebles—, en cuanto a que no había, realmente, nada entre James y Phoebe Sharpe. Cierto que Phoebe había estado en la tienda de Humphrey, y había hablado de James como si de un amigo íntimo se tratara, pero puede que Humphrey hubiese llegado erróneamente a esa conclusión. De ahí que Leonora optase por reservarse cualquier opinión hasta conocer a la joven.
Leonora se levantó y miró en derredor. Se fijó en una lámpara hecha con una botella de vino y sonrió, al recordar que James había tenido una, hasta que ella, entre bromas y veras, le había aconsejado que la tirase. No había cuadros ni objetos que pudiesen dar alguna idea sobre cuáles eran los gustos de Phoebe Sharpe, a excepción, posiblemente, de los libros. Leonora abrió uno de ellos; era un libro de poesía, pero sin las gafas no podía leer. Había marcado un punto con un sobre en el que se veía la inconfundible y ampulosa caligrafía de James. No necesitaba gafas para identificarla. Le produjo una fuerte impresión ver una carta de James dirigida a otra persona, y se quedó allí unos instantes, con la carta en la mano, dudando entre abrirla o no. Por supuesto que estaba muy mal leer cartas ajenas, y ella no era de la clase de personas que hacen estas cosas, pero, dadas las circunstancias, teniendo en cuenta la estrecha relación que la unía a James, y en contra de todos sus principios…
Entonces se oyeron unos golpecitos en la puerta. Leonora volvió a meter rápidamente la carta entre las páginas del libro y adoptó el talante de quien aguarda pacientemente, aunque sin que le pasase inadvertido que difícilmente iba a ser Phoebe quien llamase a su propia puerta.
—Ah… ¿No está Miss Phoebe? —exclamó una mujer alta y rubia, de aproximadamente la misma edad que Leonora, a la vez que entraba.
Leonora se levantó y ambas quedaron frente a frente."

Barbara Pym
Murió la dulce paloma



"Ese año el invierno fue muy duro. Febrero y marzo fueron unos meses crueles (no en la forma que canta el poeta, tal vez, pero bastante malos para la mayoría de nosotros). Rodney era el único que parecía entretenerse: revistiendo con aislante las cañerías, descongelando el tanque y arreglando un reventón en una tubería del vecino en plena noche. Empecé a preguntarme si de verdad conocía al hombre con quien me había casado, pues jamás hubiera imaginado que poseyera esas habilidades. Igual que los escritores de los diarios baratos que nos instaban a pensar en los ancianos pensionistas, no pude evitar pensar en Mary en aquel convento presumiblemente frío, y en la señorita Prideaux y sir Denbigh con tan poca carne sobre los huesos para mantenerlos calientes. Debo reconocer que no me preocupé demasiado del padre Ransome y su techo con goteras, ni siquiera de la posibilidad de que se uniera a Roma. En cierto modo pensé que el clima frío podía despejar las dudas, o por lo menos suspender temporalmente la actividad intelectual, como la comida que se conserva aletargada mediante la congelación. El padre Thames tuvo que guardar cama durante la Semana Santa porque contrajo la gripe, así que el padre Bode batalló con gallardía en solitario para cumplir con los oficios religiosos propios de una época tan solemne. Hasta que llegó el Sábado Santo, día en que la llama del mechero de Bill Coleman encendió con eficiencia el nuevo cirio pascual en la oscura iglesia, no brotó en mí ningún sentimiento de esperanza. Las luces revelaron una rama de forsitia dorada que decoraba la pila bautismal, y la vida pareció desperezarse ante mí, nueva y emocionante.
Abril fue templado y encantador, además de cruel en el sentido que le daba el poeta, mezclando el recuerdo con el deseo. El recuerdo era de otras primaveras, el deseo apenas formulado, apenas reconocido, era apartado por mí a manotazos porque no parecía tener cabida en la vida que yo había elegido vivir.
Un día, Rowena y yo quedamos para pasar el día de compras y comer juntas. Mi amiga había venido a la ciudad a comprar ropa para los niños, pero cuando me encontré con ella en nuestro restaurante favorito admitió que se había pasado toda la mañana comprando cosas para ella y nada para sus retoños."

Barbara Pym
Los hombres de Wilmet



"Janie pasaba el rato sin quitarle ojo ni un instante al señor Paladin. Era la única persona que veía, además de su padre y el coro. «Me pregunto si realmente llegará lejos», pensó angustiada. Había oído que algunos clérigos siguen siendo coadjutores toda la vida. La verdad es que no era nada feo, y si se pusiera unas gafas con la montura de carey en vez de aquellas con adornos de oro a los lados, tendría un aire bastante distinguido. En ese momento se dio cuenta de que el señor Paladin le estaba devolviendo la mirada. Se sonrojó y apartó la suya, que fue a parar al jardinero de la señora Gower, que hacía la voz de bajo en el coro.
«El rector se está repitiendo, tratando de ganar tiempo y dándole demasiadas vueltas a la idea», pensó el señor Paladin. La verdad es que no era mala, reflexionó con condescendencia. La señora anciana con sus bordados había sido una bendición caída del cielo para un hombre con la inteligencia limitada del rector; una idea para un sermón a cambio de nada, y con té por añadidura. Los pensamientos del coadjutor siempre eran más atrevidos que su conversación. Por lo general se mostraba de acuerdo con todo lo que el rector decía, incluso las veces en que, de forma bastante sorprendente, en opinión del señor Paladin, le había insinuado que le iría muchísimo mejor si tuviera una esposa. «Una buena mujer», le había dicho el rector, de lo que el coadjutor había deducido: «No la señorita Gay», dado que, por algún motivo, nadie parecía considerarla una buena mujer. Pero ¿entonces quién? Sus ojos vagaron por la poco prometedora comunidad de fieles. Su mirada se cruzó con la de Janie Wilmot, y ella la apartó con el recato apropiado. Apenas tenía la edad suficiente para poder considerarla una buena mujer, pensó el señor Paladin, pero era discreta y sensata, y no se dedicaba a perseguirlo ni decía tonterías. Además, era guapa.
El señor Tilos, que no le había quitado ojo a Cassandra ni un instante durante todo el servicio, pensaba en lo agradable que sería tener una esposa. No una esposa húngara, pese a que su prometida, Ilonka, era una criatura bella y alegre, sino una esposa inglesa. Una mujer alta, rubia y elegante, que fuese atractiva incluso con el atuendo más anticuado y al mismo tiempo atrajese miradas de admiración al pasear con ella por la Andrássy út. Una ninfa, una diosa, en definitiva, Cassandra Marsh-Gibbon.
¿No sería que las mujeres inglesas estaban hechas especialmente para ser unas esposas espléndidas? ¿Por qué nadie le había contado esto antes, y por qué no había conocido a nadie como Cassandra? Si era tan típicamente inglesa, ¿por qué no había cientos de Cassandras solteras entre las que poder escoger? Suponía que era porque todas las criaturas así de encantadoras estaban casadas. El señor Tilos se dio cuenta de que había tenido mala suerte por haber ido a enamorarse de la respetable y respetada esposa del hombre más importante del pueblo. Pero él no era de los que se amilanaban por naderías. Y además una nadería tan afable. El señor Tilos se habría sentido mucho más cómodo si Adam Marsh-Gibbon hubiese sido menos afable. Sonrió al recordarlos a ambos sentados en el salón degustando Tokay y licor de melocotón. Tal vez fuese un rasgo característico de los maridos ingleses mostrarse afables con los pretendientes de sus esposas. O tal vez el marido no lo considerase un pretendiente, ya que el señor Tilos, apesadumbrado, cayó en la cuenta de que no había hecho mucho por demostrar que lo era, más allá de besarle la mano a Cassandra y llevarle regalos."

Barbara Pym
Extranjeros, bienvenidos


"Me alejé en dirección a mi oficina, y cuando vi que la señora Gray había subido a un autobús, entré en una tienda. Como tenía la sensación de que debía huir y ansiaba perderme entre una multitud de mujeres atareadas comprando, seguí ciegamente al gentío que atravesaba las puertas batientes de unos grandes almacenes. Algunas mujeres caminaban deprisa hacia una u otra sección o mostrador, pero otras, como yo, parecían desconcertadas y sin un objetivo fijo, empujadas y zarandeadas mientras miraban sin saber adónde ir.
Paseé entre un bosque de telas para vestidos y me encontré ante un mostrador repleto de frascos de crema facial y barras de labios. De repente recordé la cara tersa de color albaricoque de Allegra Gray cerca de la mía, y me pregunté qué productos utilizaría para obtener un efecto tan llamativo. Había un espejo sobre el mostrador y me miré en él: la cara, descolorida y de aspecto preocupado, los ojos grandes y de expresión asustada, los labios demasiado pálidos. No creía que pudiera adquirir un cutis terso de color albaricoque, pero al menos podía comprarme una nueva barra de labios, pensé, mientras consultaba el catálogo de tonalidades. Los colores tenían nombres muy singulares, pero al final elegí uno que me pareció apropiado y empecé a buscarlo revolviendo en el montón de barras que había en un recipiente.

[…]

Me marché corriendo y entré en un ascensor. ¡Fuego hawaiano, sin duda! No podía haber nada más inadecuado. Esbocé una sonrisa y sólo pude reprimir una carcajada con el súbito recuerdo de la señora Gray, su compromiso matrimonial y la preocupación por la pobre Winifred. Este recuerdo me instó a moverme con tiento, y entré y salí de los ascensores hasta que, piso tras piso, llegué al más alto, donde estaban los lavabos de señoras.
En su interior había una luz mortecina, la clase de luz que nos trae al pensamiento la futilidad de las cosas materiales y nuestra propia mortalidad. «Toda carne, en fin, no es sino hierba...», pensé, observando a las mujeres que se maquillaban con una concentración feroz, abrían la boca de par en par, se mordían y se lamían los labios, se aplicaban en la nariz y en la barbilla toquecitos de polvo. Algunas, que habían abandonado su batalla contra el envejecimiento, estaban sentadas, con el cuerpo desplomado sobre una silla y las manos descansando sobre unos paquetes. Una mujer yacía tendida en un sofá, sin sombrero y zapatos y con los ojos cerrados. Pasé de puntillas por delante de ella, con mi penique en la mano.
Más tarde entré en el restaurante para tomar el té, y allí las mujeres, entre unos pocos hombres que parecían extrañamente fuera de lugar, exhibían una expresión animada, con la cara recién maquillada y el espíritu reconfortado por el té. Muchas estaban satisfechas de sus compras y tendrían algo con que regocijarse cuando volvieran a casa. Yo solamente tenía mi fuego hawaiano y algo no demasiado apetecible para cenar."

Barbara Pym
Mujeres excelentes



"Qué absurdo y delicioso es estar enamorado de alguien más joven que uno. Todo el mundo debería pasar por eso."

Barbara Pym


"Quizá sea un exceso preparar tantas tazas de té, pensé, mientras observaba a Miss Statham llenar la pesada tetera (...) ¿Necesitábamos de verdad una taza de té? Incluso se lo dije a Miss Statham  y ella me dirigió una mirada dolida, casi enfadada: ¿Necesitamos un té?, repitió, pero Miss Lathbury...Parecía desconcertada y afligida, y empecé a vislumbrar que mi pregunta había afectado a algo profundo y fundamental. Era la clase de pregunta que desencadena un corrimiento de tierras en la mente. Murmuré que había pretendido hacer una broma y que por supuesto siempre era necesario el té, a cualquier hora del día o de la noche."

Barbara Pym
Mujeres excelentes