"Al pie de esta montaña —hasta donde nunca había llegado en el transcurso de los últimos seis meses— el papel viejo se pudría lentamente como las raíces en las aguas pantanosas, exhalando aquel empalagoso tufo de queso casero olvidado en la olla durante medio año; el papel mojado y prensado por el peso del montón había perdido su color original, había adquirido un tono gris matizado de café con leche, y compacto como el pan seco. Trabajé hasta bien entrada la noche y me refrescaba sacando la cabeza por el patio interior, y a través de aquella chimenea de cinco pisos miraba, como el joven Kant, un fragmento del cielo estrellado; después, tomando el asa de la jarra, a cuatro patas y con paso inseguro, subía la escalera y, tambaleándome, me dirigía a la taberna, compraba cerveza y volvía a bajar a tres patas a mi madriguera donde, sobre la mesa, a la luz de la bombilla, tenía abierto el libro Teoría general del cielo de Immanuel Kant... En el silencio de la noche, cuando los sentidos reposan calmados, habla un espíritu inmortal en un lenguaje difícil de designar, compuesto de conceptos, que es posible comprender pero imposible describir... Estas frases me afectaron de tal manera que me fui corriendo a sacar la cabeza al patio abierto para mirar el fragmento de cielo estrellado y sólo después continué cargando el papel asqueroso a la prensa con una horca, un papel lleno de familias de ratitas envueltas en una especie de algodón, de telaraña; de hecho los que trabajan con papel viejo no son humanos, de la misma manera que tampoco lo es el cielo, yo ya sé que alguien lo tiene que hacer, pero en el fondo mi trabajo se reduce a una matanza de inocentes, tal como la pintó Pieter Brueghel, la semana pasada envolví todas las balas con la reproducción de ese cuadro, hoy, en cambio, me iluminaba el amarillo y el dorado de los Girasoles de Van Gogh, de sus círculos y sus puntos, y este resplandor acrecentaba mi sentido de lo trágico. Así trabajaba, adornando las pequeñas tumbas de los ratoncitos, y de vez en cuando me iba a leer un fragmento de la Teoría general del cielo, cada vez tomaba una frase y la saboreaba como si fuese un caramelo de menta. Me inundaba la grandeza desmesurada y la infinita pluralidad, me invadía la belleza, la belleza caía sobre mí como un riego, de todos lados, el cielo visto a través del agujero del patio interior encima de mi cabeza, los combates y las guerras de dos clanes de ratas en las alcantarillas bajo mis pies, ante mí, en fila india, como un tren de veinte vagones, veinte paquetes iluminados por el centelleo de los girasoles; la máquina con su gran fuerza horizontal chafaba los ratoncitos silenciosos que no decían ni pío, como cuando les agarra un gato cruel y juega con ellos, y es que la misericordiosa naturaleza ha inventado el horror, es el horror que hace fundir los plomos, él, más fuerte que el dolor, envuelve a quien visita en el momento de la verdad. Todo eso me dejaba admiradísimo, súbitamente me sentí santificado, embellecido por dentro, por haber tenido el valor de soportarlo, por no haber perdido el juicio entre todas las cosas que veía y experimentaba en cuerpo y alma, aquí, en mi soledad demasiado ruidosa, me daba cuenta con estupefacción que este trabajo me había introducido en el campo infinito de la omnipotencia. Sobre mi cabeza brillaba una bombilla, los botones verde y rojo ponían en movimiento el cilindro de la prensa, hala, hala, ahora voy, ahora vuelvo, y yo, al fin y a la postre, llegué al pie de la montaña, tuve que coger una pala y, al igual que los excavadores de zanjas, ayudarme con una rodilla para poder vencer el papel convertido en una especie de arcilla. La última pala llena de aquella materia pegajosa y húmeda; me sentía como un limpiador de alcantarillas, trabajando en el profundo abismo de una cloaca abandonada. Deposité allí la Teoría general del cielo, abierta; até el paquete con alambres, el botón rojo interrumpió la presión y soltó el paquete hecho; lo arrastré a la cola, a la fila de sus compañeros gemelos, me senté en un peldaño, mis manos colgaban sobre el suelo de cemento mientras veintiún girasoles iluminaban la sombría penumbra de mi cueva."

Bohumil Hrabal
Una soledad demasiado ruidosa



"Como dice la frase del Talmud... Somos como aceitunas, cuando nos chafan sacamos nuestro mejor jugo."

Bohumil Hrabal
 Una soledad demasiado ruidosa


"Cuando tienes resaca, de golpe te acuerdas de lo que ha pasado la noche anterior, los planchazos y las meteduras de pata que has cometido, la gente que has insultado, la cantidad de tonterías que pronunciaste y los secretos sobre ti mismo que soltaste, y entonces no tienes ganas de seguir viviendo; sólo cuando tienes resaca y piensas en el suicidio, de golpe se te ocurre la frase escondida... ¿qué será de ti? ¿y sabe qué?, ahora pienso que incluso lo de escribir es mi defensa contra el suicidio, como si escribiendo me escapara de mí mismo, escribiendo quizás podré contestar a la pregunta... qué será de mí, quién era y quién soy ahora mismo."

Bohumil Hrabal
Bodas de casa



"¡Cuanta más inmoralidad y más placeres, menos cunas y más féretros!"

Bohumil Hrabal
Trenes rigurosamente vigilados


"El contacto con Bokumil Hrabal, sea cual sea, siempre es problemático: te antepone un interrogante, crea malentendidos y dilemas tanto más molestos justamente porque los suscita sin proponérselo y sin darse cuenta de ello. En realidad, él no quiere causar dificultades ni crear problemas, todo lo contrario: pocos autores se presentan ante el lector con tanta franqueza, tanta naturalidad y tanta simplicidad como Hrabal. Václav Cerny, Un pierrot embrutecido.
Vivo en un pueblo en medio del bosque, que tiene las calles numeradas, números pares a la derecha, impares a la izquierda, números grabados en unas placas de madera, clavados en los árboles o en las cercas de los jardines. El año pasado el ayuntamiento decidió cambiar las placas. Se fabricaron placas nuevas con los números, dos funcionarios las clavaron; al acabar se dieron cuenta de que habían olvidado la primera calle, de modo que todas las calles ahora tienen números distintos a los de antes. El trabajo que tienen los carboneros para saber dónde vive el que les encargó el carbón... Pero el libro que quiero escribir es sobre otra clase de números, sobre las personas que son un numero, como por ejemplo el músico Sroubek, el maestro Sroubek, que sabía tocar exquisitamente incluso las páginas más difíciles, y ese maestro Sroubek era un número en lo referente a comer y beber; sus antiguos alumnos recuerdan que los había mandado a la Gran Charcutería, un edificio de tres plantas, a hacer la compra para una fiesta; en la lista figuraban seis botellas de vino de importación, del mejor beaujolais, anchoas españolas, no yugoslavas, treinta croissants de mantequilla, caviar... y de golpe y porrazo los alumnos del maestro Sroubek, felices de ser los invitados de un gran maestro, oyeron por los altavoces del almacén: ¡Atención! Se comunica a los alumnos del maestro Sroubek que no olviden comprar cinco sobres de salmón. ¡Atención! ¡Cinco sobres de salmón ahumado! De modo que compraron el salmón y luego devolvieron al maestro Sroubek el pequeño puñado de monedas que les sobró del cambio del billete de mil: el maestro Sroubek se las dio al encargado de la sala de conciertos que le había dejado las mil coronas... Sí, el maestro Sroubek era un número. Ay, el maestro Sroubek que curaba a las enfermas de hipo crónico poniendo las manos de ellas sobre su sexo enorme, para que quedaran curadas de espanto y de hipo para siempre... Pues de todo esto quiero hacer un libro, sobre los Números...
He cenado un par de panecillos, mientras mis gatos devoraban un cuarto de pollo. Así ha de ser, pronto cumpliré setenta años. He ido al bosque, cortaban árboles. Con los árboles caían también los nidos de los pájaros. ¡Ayayay! Ayer me dijo el doctor Osten que una de sus pacientes se había arrancado accidentalmente un ojo con un destornillador cuando pretendía abrir una botella de Coca-cola y, tres meses después del accidente una enfermera le dijo, Chica, ¿no te han dicho que este ojo ya lo puedes dar por perdido?, y el paciente de la cama vecina lo acabó de rematar: Ojalá sólo fuera uno, pero en estos casos en general se pierden los dos... Un tal Husník de mi antigua pandilla, que era sastre, durante la guerra cosía uniformes para el ejército alemán, y para ponerse aún más medallas, en el cuarenta y ocho se hizo comunista y participó en la liquidación de los terratenientes: les gritaba y, si salían de la fila, les arreaba patadas en el culo. Pues bien, un día encontramos a Husník por la calle, su mujer le conducía de la mano y nosotros le dijimos, anda, Husník, ¿qué te pasa, a ti que tratabas a patadas a los terratenientes antes que les deportaran a las chabolas de alta montaña cerca de la frontera? Y Husník, que nos conoció por la voz, dijo... Chicos, ahora que me he vuelto ciego lo veo claro, sólo ahora veo las porquerías que hice, a qué me presté, ahora lo sé, chicos, cuando ya es demasiado tarde...
He cenado dos panecillos, en cambio los gatos devoraron un gran pedazo de pollo... esta clase de comilonas ya no son para mí, me amenazan los setenta y los gatos aún no han cumplido su primer añito... El profesor Stork dijo que en una revista americana de medicina había leído que un hombre de setenta y siete años, ciego de nacimiento, recuperó la vista después de que lo fulminara un rayo... San Pablo, que antes había sido Saúl el ciego. Mi mujer empezará ahora a criticar el régimen. Y no va a dormir si no le doy un masaje en el dedo gordo.
En este país el viento sopla todo el año, y trae consigo un chubasco de estrés y de angustia, dejando un barro de banalidad. Sólo al haberme vuelto ciego lo veo claro."

Bohumil Hrabal
Quién soy yo


"Haile Selassie se marchó haciendo muchas reverencias, los invitados también se inclinaban, los generales de los dos ejércitos se intercambiaban las medallas,
se condecoraban mutuamente, y los delegados del gobierno se prendían mutuamente estrellas en la solapa del frac, y yo, el más pequeño de todos, de pronto noté que alguien me tomaba de la mano: me llevaron ante el secretario del emperador, que me dio la mano para agradecerme el impecable servicio, y además me colgó una condecoración, seguramente la menos importante de todas, pero por lo referente al tamaño era la mayor, con la banda celeste del Orden del Mérito del Trono Etíope; yo llevaba la estrella clavada en la solapa del frac y la banda celeste me cubría el pecho, y aunque tenía la cabeza agachada me daba cuenta de que a todo el mundo le carcomía la envidia, sobre todo al maître del hotel Šroubek, que, de hecho, era quien debía haber recibido la condecoración; cuando vi sus ojos me entraron ganas de dársela: debían de faltarle un par de años para jubilarse y quizás esperaba algo así para abrir un hostal al pie de las montañas donde la gente va a veranear y pasar los fines de semana, un hostal que se llamaría El Orden del Trono Etíope; pero los periodistas y los reporteros ya no cesaban de fotografiarme y de anotar mi nombre en sus libretas; y mientras quitábamos las mesas, yo corría arriba y abajo con la condecoración en la solapa, hasta bien entrada la noche trajinamos cubiertos y platos a la cocina, y cuando
las mujeres de la limpieza, bajo la vigilancia de los detectives disfrazados de cocineros, hubieron limpiado y secado los cubiertos de oro, el maître, el señor Skřivánek, ayudado por el maître del hotel Šroubek, contó los cubiertos, una y otra vez y después otra vez, el dueño volvió a contar las cucharillas de café y cuando terminó, estaba lívido: faltaba una; volvieron a contar y después dialogaron, el maître del hotel Šroubek comentó algo al oído del dueño y éste
pareció extrañado; entretanto los camareros que los otros hoteles nos habían dejado se lavaban para después pasar a la sala donde descansaban los restos de la comida, no solamente para comer un poco, sino también para disfrutar tranquilamente de aquellas delicias con la música de fondo de las conversaciones de nuestros cocineros, que analizaban las salsas e intentaban adivinar de qué especias estaban hechas, preguntándose cómo se habían podido crear unos manjares tan suntuosos y exquisitos por los que el conocido sibarita, el delegado de gobierno Konopásek, que fue catador en el Castillo de Praga, gritara de entusiasmo… Pero yo no comí demasiado porque me daba cuenta que el dueño había dejado de mirarme, ya no le alegraba mi maldita Orden, observé que el
maître del hotel Šroubek le decía algo al señor Skřivánek y de pronto lo vi todo claro: hablaban de la cucharilla de oro, suponían que yo la había robado; me serví una copa de coñac que estaba destinada a nosotros, me la tragué, volví a servirme otra y me acerqué al maître, al que sirvió al rey de Inglaterra, para ver si estaba enfadado conmigo; me dirigí a él diciéndole que era una injusticia que me hubiesen galardonado a mí, porque la condecoración pertenecía al maître del hotel Šroubek o a él mismo o a nuestro dueño, pero nadie me hacía caso, no me escuchaban, el maître Skřivánek miraba el lazo de mi frac tan fijamente como lo había hecho unos días antes con la corbata blanca con los puntos azul celeste parecidos a las manchas de una mariposa, aquella corbata que había cogido del armario de las cosas olvidadas sin pedir permiso."

Bohumil Hrabal
Yo serví al rey de Inglaterra


 “… la verdadera poesía debe ser dolorosa, como si uno olvidara la cuchilla de afeitar en un pañuelo y, al sonarse, la nariz se cortara con ella…”

Bohumil Hrabal



"Tomo una frase bella en el pico y la chupo como un caramelo, la sorbo como una copita de licor, la saboreo hasta que, como el alcohol, se disuelve en mi, la saboreo durante tanto tiempo que acaba no sólo penetrando mi cerebro y mi corazón, sino que circula por mis venas hasta hasta las raíces mismas de los vasos sanguíneos."

Bohumil Hrabal
 Una soledad demasiado ruidosa, Trad. Monika Zgustová (Barcelona: Destino, 2001)



"Y en eso consiste todo: en que el progreso sea bueno para que las personas sean personas; Ahora bien, para el pan, la cerveza y la mantequilla, el progreso es una auténtica peste; La técnica, para estas cosas, hay que emplearla con mucho tino..."

Bohumil Hrabal
Clases de baile para mayores



"Yo, que de las mujeres siempre había mirado única y exclusivamente la parte de cintura para abajo, las piernas y el vientre, por esta muchacha yo trasladé mis ojos y mi deseo hacia arriba, arriba, hacia un hermoso cuello y unas hermosas manos que están abriendo un libro, hacia los ojos, de los que brota lo bello,  todos esos detalles de un rostro humanizado por las palabras francesas y las frases en francés, y luego por la charla y finalmente por la penetración en complejos pero hermosos textos de hermosos hombres jóvenes, poetas, que descubrían lo milagroso de lo humano.
Ésa era mi cima, aquello que hizo de mí una persona que no ha vivido en vano.
Me daba todo igual y en consecuencia todo me era preciado."

Bohumil Hrabal
Yo que he servido al rey de Inglaterra