"Cuando era como tu eres ahora, elevándote en la confianza de los veintiuno, poco sospeché que a los cuarenta y nueve, sería lo que soy ahora."

Sarah Orne Jewett


“El tacto es, al fin y al cabo, una especie de lectura mental.”

Sarah Orne Jewett



"Había algo en el pueblo costero de Dunnet que lo hacía más atractivo que otras aldeas marítimas del este de Maine. Quizás era el simple hecho de la familiaridad con aquel lugar lo que lo hacía tan cautivador y otorgaba tanto interés a su litoral rocoso, a sus umbríos bosques y a las pocas casas que parecían firmemente encajadas, como clavadas por los propios árboles, entre las cornisas montañosas que había junto al puerto. Estas casas sacaban el máximo partido de sus vistas al mar, y sus pequeños jardines se llenaban con la alegría de una resuelta profusión de flores. Las altas y estrechas ventanas paneladas en lo alto de los escarpados gabletes parecían observar con ojos sagaces la bahía, y más allá el horizonte, o recorrer la costa en dirección norte, con su fondo de píceas y abetos balsámicos.
[...]
Un día llegué muy tarde a la escuela tras haber asistido al funeral de una vecina, conocida mía. Había presenciado el declive de su salud, y cómo el doctor y la señora Todd se habían esforzado en vano por aliviar sus últimos sufrimientos. El oficio se había celebrado a la una, y ahora, a las dos y cuarto, me hallaba junto a la ventana de la escuela, viendo pasar el cortejo por el camino más cercano a la costa. Iban a pie e, incluso desde tan lejos, podía reconocer a la mayoría de los participantes en aquella solemne marcha. La señora Begg había sido una persona muy respetada y muchos amigos quisieron acompañarla hasta la tumba. Se había criado en una granja de los alrededores, y las pocas veces que me la había encontrado me había hablado de cuánto le disgustaba la vida del pueblo. En Dunnet, la gente vivía demasiado pegada para su gusto, y además, ella nunca había logrado acostumbrarse al rumor constante del mar. Había llorado a tres maridos marineros y su casa estaba decorada con todo tipo de objetos curiosos procedentes del Caribe: ejemplares de conchas y muestras de coral que los difuntos habían traído de sus viajes en barcos madereros. La señora Todd me había contado toda su historia. Habían crecido juntas y, para utilizar su expresión «habían pasado tantas calamidades que no había ninguna que no conocieran». Desde la ventana discerní el corpachón afligido de la señora Todd. Su lento caminar partía en dos el cortejo, rezagando la marcha de los que la seguían. Continuamente se llevaba el pañuelo a los ojos, lo que me conmovió, pues sabía que el suyo no era un dolor fingido.
[...]
Ese era el mundo y aquí estaba ella, al comienzo de la eternidad. En la vida de cada uno de nosotros, pensé, hay un lugar remoto y aislado, entregado a un eterno pesar o a una felicidad secreta. Todos somos ermitaños voluntarios o cautivos en algún momento de nuestra vida, y entonces comprendemos a nuestros hermanos de celda, sin importar la época a la que pertenezcan."

Sarah Orne Jewett
El país de los abetos puntiagudos



"La señora Tilley, sorprendida, prestó atención a todo esto, pero Silvia seguía observando al sapo, sin adivinar, como tal vez lo hubiera hecho en ocasión de mayor calma, que el sapo lo que quería era llegar al agujero de su refugio nocturno que estaba bajo el quicio de la entrada, cosa que le estorbaban aquellos raros espectadores, en hora tan tardía. Por mucho que pensara, no podría decidir aquella noche cuántos tesoros ambicionados hubiese podido comprar con aquellos diez dólares de que se hablaba con tanta displicencia.
Al día siguiente, el joven cazador anduvo vagando por el bosque y Silvia lo acompañó, pues ya había perdido el miedo que en un principio le inspiró el joven, quien resultaba cada vez más afable y simpático. Contó a la niña muchas cosas acerca de los pájaros, de lo que sabían, de dónde vivían y de lo que regularmente hacían. Le regaló una navaja de muelles, que ella consideró un tesoro tan grande como si hubiera estado en una isla desierta. Durante todo el día él no le ocasionó ninguna inquietud ni le causó miedo, salvo cuando abatió a un confiado pajarito que estaba en una rama. A Silvia le habría simpatizado mucho más si no llevara la escopeta; no comprendía por qué motivo daba muerte a los pájaros que tanto le gustaban. Pero al caer la tarde, Silvia seguía observando al joven con cariñosa admiración. Nunca había visto una persona tan encantadora y deliciosa; el corazón de mujer, dormido en la niña, se conmovió vagamente, como en un sueño de amor. Una especie de premonición de esa gran fuerza agitaba y mecía a aquellos jóvenes que cruzaban por el bosque majestuoso, guardando un silencio que no rompían con sus callados pasos. Se detuvieron a oír el canto de un pájaro; reanudaron la marcha, apartando las ramas, hablando entre sí pocas veces y sólo con murmullos; el joven adelante y Silvia unos cuantos pasos atrás, fascinada, con los grises ojos ensombrecidos por la emoción.
Se sentía apenada porque la anhelada garza blanca fuera tan difícil de encontrar, pero no guiaba al visitante, sino que sólo lo seguía y nunca hablaba ella primero. El sonido de su propia voz la habría aterrorizado, y hasta le resultaba difícil contestar sí o no, cuando era necesario. Caía la tarde y ambos comenzaron a arrear la vaca hacia la casa. Silvia sonrió con gusto cuando llegaron al lugar donde había oído el silbido que le inspiró tanto miedo la noche anterior.
Como a un Kilómetro de la casa, en la orilla más lejana del bosque, donde el terreno era más alto, había un gran pino, el último de su generación. Nadie sabría decir si se le había dejado ahí como señal de lindero, o por qué otra razón; los leñadores que habían derribado a los compañeros de aquel árbol, habían muerto y estaban sepultados desde hacía mucho tiempo, y de nuevo había crecido en derredor todo un bosque de robustos árboles: pinos, robles y arces. Pero la majestuosa cabeza de aquel viejo pino se elevaba por encima de todos, y podía verse desde el mar y de la costa a muchos kilómetros de distancia. Silvia lo conocía muy bien. Siempre había creído que quien lograra trepar a la copa podría ver el océano; y la niña con frecuencia había apoyado la mano en el grande y rugoso tronco, mirando hacia arriba, anhelosa, aquellas oscuras ramas que el viento mantenía siempre agitadas, por caliente y quieto que estuviese el aire abajo. Ahora pensaba en el árbol con un nuevo interés, porque se decía: si alguien logra subir allá al despuntar el día, ¿no podría ver el mundo entero, y descubrir fácilmente el lugar de donde volaba la garza blanca, para señalarlo y encontrar al fin el oculto nido?"

Sarah Orne Jewett
Una garza blanca


"Sí, los viejos amigos siempre son mejores, a menos que puedas capturar a uno nuevo que esté hecho para hacerse como uno de los viejos."

Sarah Orne Jewett