"¿Alguien comprende la alquimia de las numerosas imaginaciones que destila una película? El énfasis titubeante de un actor puede abocar al desastre toda una obra de psicología primorosamente trabajada. La marca equivocada de una taza de té en una mesa puede torcer la fantasía de sí misma de una familia. Pero, de igual modo, el movimiento minúsculo de un músculo facial, espontáneo, inconsciente, imposible de ser puesto por escrito, puede transformar la emoción de toda una escena. Un director puede coger una idea tuya y hacerla florecer con una poesía que tu máquina de escribir, lenta y pesada, jamás habría imaginado.
He leído cuentos de miedo y soy consciente de la suerte que he tenido en estas dos películas. Al principio me entorpecía una gratitud patética por el hecho de que hubieran considerado mi obra digna de filmarse. No entendía (y sigo sin entender) la posición del escritor en la jerarquía del ejército de una producción. A menudo el exceso de orgullo me impidió plantear la pregunta ignorante que me habría enseñado lo que necesitaba saber. Descubrí en mí una pasividad que no conocía. Me mantuve al margen mientras rodaban las películas y, cuando no estás presente, cuando estás en otra ciudad, cualquier cosa que se te ocurra llega demasiado tarde. Acepté sin pelear, por teléfono, cambios de último minuto cuya necesidad no podía juzgar por falta de experiencia. Todavía no he aprendido cómo —y cuándo— pelear por lo que considero crucial. Todavía no he aprendido a prever los puntos álgidos donde la imaginación y el presupuesto podrían chocar y adoptar una postura mucho antes del momento, durante el rodaje, en que se descubre que lo crucial es imposible y hay que tomar el camino secundario.
En Chez Nous, por ejemplo, salen cipreses."

Helen Garner
Cipreses y chapiteles



"La lluvia comenzó de nuevo. Cayó fuerte, sin esfuerzo, sin ningún significado o intención salvo el cumplimiento de su propia naturaleza, la cual era caer y caer."

Helen Garner


"Peggy me lanzó una mirada. Una mezcla de comprensión y horror asomó a sus ojos. Me debilitó. Una poderosa oleada de cansancio me invadió por completo. Temí caerme del banco cuan larga era entre las rosas cortadas. Al mismo tiempo resonó en mi mente una cadena de pensamientos metálicos, como un ancla al soltarla. La muerte no debe negarse. Intentarlo es una presunción. Infunde locura en el alma. Absorbe la virtud. Envenena la amistad y convierte el amor en una farsa.
Después de comer, Nicola se retiró a descansar. Yo cogí el coche y fui a la Casa de España. Por no avergonzar a mi hija y su marido, ni volver a casa portando los microbios de la muchedumbre, me quedé en el fondo cerca de la puerta. En las mesas, las familias españolas vociferaban y bebían con alegre bullicio, sin callar siquiera cuando los viejos con las guitarras en el regazo empezaron a tocar, acompañados por las vehementes palmas de las viejas, con el pelo teñido, recogido en altos moños y adornado con peinetas y flores. En el escenario mal iluminado, Bessie y sus compañeras aparecieron formando un grupo compacto, la espalda recta, los hombros bien erguidos y el pecho orgulloso. Levantaron los brazos, hicieron girar las muñecas y los dedos. Entre el ronco vocerío de los cantaores, zapatearon con sus duros tacones y agitaron los volantes carmesíes de sus faldas. Se me saltaron las lágrimas y me cubrí la cara.
El lunes por la mañana, antes de que Nicola se fuera a la clínica, telefoneé al servicio de cuidados paliativos Mercy. Me atendió una mujer de voz serena y cordial. Al igual que ante la mirada de comprensión de Peggy bajo las rosas trepadoras, casi me vine abajo. Entrecortadamente, di una versión truncada de nuestra situación."

Helen Garner
La habitación de invitados