"Amanecía sobre Italia y la mañana iluminaba con tonos de madreselva la neblina de las cumbres. Lejos, al pie de una alta ladera, el mundo seguía entregado al sueño y el lago Larian, joya de oro y turquesa, brillaba entre sus márgenes floridos. En aquella hora silenciosa, semejantes a racimos de caracoles blancos y rosados, los pueblecitos y aldeas diseminados en las cercanías de Como despertaban, uno tras otro, al primer toque de la música clara de sus campanarios. Los bronces se contestaban recíprocamente, creando alrededor del lago un círculo de armonía que flotaba sobre el agua, para luego ascender gradualmente a las alturas hasta que su vibración se atenuaba y era más débil que el canto de los pájaros.
Dos mujeres trepaban por la empinada cuesta del Griante. Una de ellas, de cutis bronceado y edad madura, vestía de negro y llevaba un pañuelo anaranjado atado a la cabeza; era robusta, de fuerte musculatura, y transportaba sobre el hombro una gran cesta vacía. La otra lucía una blusa de seda rosada; su hermosura resplandecía en el fulgor matinal y añadía belleza a la belleza del paisaje.
Joanna escalaba la montaña con la levedad de una mariposa. Estaba más bonita que nunca; pero un halo de apesadumbrada inquietud, de vigilante tristeza, rodeaba su frente. Sus ojos maravillosos miraban hacia arriba, fijos en el sendero escarpado que ella y la italiana recorrían. Acortó el paso para adaptarlo al andar más lento de su compañera y, poco después, ambas se detuvieron frente a una pequeña capilla gris edificada junto al camino.
Casi todos los gusanos de seda de Albert Redmayne habían tejido sus capullos en la barraca grande y ventilada situada detrás de su casa. Era junio y en los valles estaba a punto de agotarse la cosecha anual de hojas de morera.
Por esta causa, Assunta Marzelli, ama de llaves del viejo bibliófilo, había salido de paseo con Joanna, que se hallaba de huésped en casa de su tío y ambas subían en busca del necesario alimento para que las larvas tardías terminaran de transformarse.
Habían salido al despuntar el alba y se dirigían, después de cruzar un arroyo seco, hacia la zona donde predominaban las viñas y donde los despojos de los olivos en flor caían al suelo formando una perfumada filigrana. Habían visto, al pasar, millones de racimos de uvas diminutas que redondeaban y habían atravesado triángulos y cuadrados de tierra cultivada, donde surgían, en alternados sectores, el grano que amarilleaba para la cosecha y el verdor lozano del maíz en crecimiento. Higueras y almendros, e hileras de moreras rojas y blancas, con las ramas desnudas, despojadas de hojas, rompían la línea de las siembras. Aquí brillaba la abundancia de cerezas rojas de los setos; allí, en pequeños y frescos terrenos cubiertos de pasto dulce, pacían cabras y ovejas. Algo más arriba se destacaban varios bosquecillos de castaños que, iluminados por sus relucientes frutos, contrastaban con la lobreguez de los pinos montañeses.
En el punto donde se levantaban dos altos cipreses paralelos, Joanna y Assunta hallaron la capilla y se detuvieron un rato. Joanna puso en el suelo la pequeña cesta que contenía el almuerzo y su compañera dejó caer la grande que llevaba sobre el hombro, destinada a las hojas de morera.
El lago, allá abajo, se asemejaba a una taza llena de jade líquido, cuya superficie lanzaba veloces rayos de luz contra la sombra que las montañas proyectaban sobre sus orillas; varias embarcaciones ancladas atrajeron la atención de las espectadoras.
Parecían barcos gemelos, torpederos de juguete; apenas pequeñas manchas rojas y negras sobre el agua, con la bandera italiana. Pero los barquitos no eran de juguete; Assunta los odiaba, porque eran prueba patente del incesante combate que libraban las autoridades contra los contrabandistas de la montaña y recordaban a la viuda la muerte de su marido, ocurrida hacía diez años. César Marzelli había llevado demasiadas veces el cántaro a la fuente y había perdido la vida en enconada lucha con los oficiales de la aduana.
Largos rayos de luz pasaban entre las montañas e inundaban el lago; las cimas de los montes más bajos parecían llamear y su reflejo relampagueaba en el agua; allá lejos, entre las mesetas de niebla matinal, contra un cielo color zafiro, brillaban las últimas nieves.
Una cruz de hierro oxidado coronaba el pequeño santuario junto al cual se habían detenido ambas mujeres, y el techo era de viejas tejas tostadas, de suave tono castaño. La capilla estaba bajo la advocación de Stella Maris, y dentro, debajo del altar, se destacaban un montón de huesos blancos: cráneos, fémures y costillas de hombres y mujeres que habían muerto de la peste en tiempos remotos.
Morti delle peste, leyó Joanna en el altar; y Assunta, con el ánimo ensombrecido por los recuerdos del pasado, habló a su joven ama, moviendo la cabeza.
—A veces los envidio, señora. Sus penas han terminado. Esas cabezas que con tanta frecuencia lloraron y sufrieron jamás llorarán ni sufrirán.
Hablaba en italiano y Joanna la comprendía a medias. Pero se arrodilló al lado de Assunta y ambas dedicaron sus oraciones matinales a María, Estrella del Mar, pidiéndole que se cumpliese el deseo más vehemente de sus almas.
Luego se levantaron (Assunta más tranquila después de sus rezos) y continuaron su ascensión. La mujer explicó, a su manera, cuán abominable había sido que su marido, honrado comerciante entre Italia y Suiza, hubiese muerto a manos de los tripulantes esclavos de los barcos gubernamentales que se divisaban allá abajo y Joanna, asintiendo con la cabeza, trataba de comprender. Hacía progresos en italiano; pero la rapidez con que hablaba la mujer y su dialecto no estaban aún a su alcance. Sabía, sin embargo, que el tema de Assunta era la muerte de su marido, el contrabandista, y con movimiento de cabeza le trasmitía su simpatía."

Eden Phillpotts
Los rojos Redmayne



"El sentido común es algo tan raro que su aplicación asombra al mundo, y quienes tienen la habilidad de emplearlo son declarados genios. El genio es, para decir la verdad, un derivado del sentido común."

Eden Phillpotts



"El universo está lleno de cosas mágicas que esperan pacientemente que nuestro ingenio se vuelva más agudo."

Eden Phillpotts



"Sir Walter persistió en su propósito y fue a Florencia. Pensaba que Mary podía encontrar allí distracciones y novedades que darían un nuevo interés a su vida, sin que el dolor punzante de los recuerdos alterara su paz. Por su parte, sólo deseaba que Mary recobrara la alegría. Sabía que la felicidad era un estado que tardaría mucho tiempo en volver a su espíritu.
Una tarde, desde la Piazza de Michelangelo vieron a Florencia extenderse a sus pies: una ciudad de apagado tono rojo dorado. El sol poniente daba un nuevo encanto a sus torres y tejados, cubriendo con un velo de inefables resplandores la ciudad y tiñendo también al verde Arno, que la atravesaba por el centro.
Sir Walter se sentía contento porque dentro de quince días sus amigos Ernest y Nelly Travers estarían en Florencia. Mary se disponía también a darles alegremente la bienvenida, por consideración a su padre. Sir Walter dejaba que su hija hiciera lo que quisiera y, cuando paseaban juntos, el anciano, para quien la música y la pintura no significaban gran cosa, la dejaba vagar a su antojo, doblemente contento al ver que el arte comenzaba a ejercer una influencia beneficiosa sobre Mary. Ella no tenía a nadie que la guiara en sus estudios, pero seguía un plan propio y, aunque al principio el esfuerzo la cansaba a veces, siguió persistiendo hasta que al fin comenzó a percibir la inmensidad de los conocimientos que deseaba adquirir.
La música la calmaba; la pintura le ofrecía un interés en parte sensual y en parte intelectual. Quizá, al principio, amó más la música porque le servía de anodino. Mientras estaba oyendo música podía pensar sin dolor en su breve historia amorosa. Y hasta llevó a su padre a oír cosas que ella comenzaba a apreciar.
Sus espíritus seguían inevitablemente distintos caminos, y mientras ella se esforzaba con firmeza por ocuparse de nuevos intereses y olvidar el dolor del pasado, hasta que pudiera soportar de nuevo el pensar en él, y sus pies hallaran el camino de la paz, sir Walter rara vez estaba muchas horas sin volver de nuevo a los tristes recuerdos y sentir un constante anhelo de que se disipara la oscuridad que los envolvía. Para su inteligencia sencilla y franca, el misterio era algo odioso, no podía evitar el pensamiento de que su hogar encerraría para siempre aquel misterio profundo y espantoso y, en ciertos momentos, hasta se sentía inclinado a no ver más Chadlands. Pero gradualmente se fue posesionando de él un deseo natural de volver a la vieja mansión, donde se sentía más cómodo y a gusto y, conforme la primavera iba avanzando, suspiraba cada vez más por Devonshire, aunque se preguntaba cómo podría ir allí. La trágica historia del invierno le envolvía el espíritu como una nube, y la idea de volver a la casa se le hacía de nuevo desagradable.
Pero Mary conocía bien a su padre, y en aquella hora luminosa, mientras Florencia se extendía ante ellos con su tranquila belleza crepuscular, declaró que no debían retrasar ya mucho la partida.
—Hay tiempo de sobra —dijo él—. No soy demasiado viejo para aprender, y muy estúpido sería el hombre que no pueda aprender nada en un lugar así. Pero aunque el arte no signifique nunca gran cosa para mí, tu caso es distinto, y doy gracias a Dios al ver que esto dará un nuevo interés a tu vida futura. Soy un filisteo y siempre lo seré, pero soy un filisteo arrepentido. Aunque comprendo mi error demasiado tarde.
—Es un mundo nuevo, padre —le dijo ella—, y ha consolado mucho a una pobre mujer desgraciada, no solamente haciéndome pensar menos en mí misma, sino aminorándome también los sufrimientos. No sé cómo ni por qué, pero la música y esos cuadros, grandes y solemnes, pintados por hombres que ya murieron, me hacen pensar de modo distinto en Tom. Me doy cuenta de que hay muchos más grandes hombres muertos que vivos. Pero tampoco están muertos. Viven en sus obras, y Tom vive en las suyas, o sea en el amor que nos teníamos. Cuando oigo una música hermosa lo siento más cerca de mí que antes. En esos momentos puedo pensar en él con más calma, y la música siempre me ayudará a recordarlo.
—Dios bendiga al arte si hace tanto por ti —dijo sir Walter—. Acudimos a él como niños, y yo siempre seguiré siéndolo y nunca lo comprenderé, pero tú has recibido su valioso mensaje. Ojalá la vida no te aparte nunca de él en los años venideros.
—¡Nunca! i Nunca! —le aseguró ella—. El arte ha hecho demasiado por mí. No trataré de vivir sin él. Me doy ya cuenta de que no podría.
—¿Qué has visto hoy? —le preguntó su padre.
—Estuve en la Galería Pitti toda la mañana. Lo que más me gustó fue el gran retablo de Fra Bartolomeo y el retrato del cardenal Ippolito dei Medici pintado por Ticiano. Tienes que verlo; es un espíritu extraño, desdichado, de veintitrés años nada más. Dos años después fue envenenado, y sus ojos tristes y espantados se cerraron para siempre. y el Concierto, tan maravilloso, con semejante expresión de hambre espiritual en los ojos del artista... y Andrea del Sarta, ¡qué gracioso y noble!; pero Henry James dice que es de segunda categoría porque tenía una mentalidad de segunda categoría, y me imagino que así será, aunque no para mí. Para mí, nunca. Mañana tienes que venir conmigo para ver algunas de las cosas que más me gustan. No te aburriré. Todavía no sé lo suficiente para aburrirte.
¡Oh, Y la Judith de Allori, tan hermosa!; pero, ¿crees que Allori le hizo justicia? Desde luego, su Judith no pudo haber hecho nunca lo que hizo la Judith verdadera. Y un paisaje de Rubens (oscuro y viejo), que me recordaba nuestros bosques cuando se destacan sobre el valle.
Sir Walter dedicó la mañana siguiente a Mary y estuvo viendo los cuadros con ella. Se esforzaba por compartir su entusiasmo y a veces lo conseguía. Luego ocurrió un pequeño incidente, tan trivial que lo olvidaron al cabo de una hora, pero que les sería recordado en un asombroso momento que se aproximaba.
Se habían separado, cuando un retrato atrajo las miradas de sir Walter. Pero un momento después, pasajeramente interesado por el escudo que estaba en el marco, una dorada cabeza de toro sobre fondo rojo, lo había olvidado. El emblema heráldico se veía semiborrado y se distinguía apenas, pero el espectador se dio curiosamente cuenta de que le resultaba familiar. Le parecía haberlo visto en alguna parte. Poco después le llamaba la atención a Mary; pero ella dijo que, si no recordaba mal, no lo había visto hasta entonces.
Sir Walter gozaba con el interés de su hija; y al ver que su compañía en los museos aumentaba el placer de Mary y que sus comentarios no le causaban dolor aparente, declaró la intención de seguir viendo más."

Eden Phillpotts
El cuarto gris