"Easter era la dominante entre las huérfanas. Realmente, no era mala chica. La que se llamaba Geneva robaba, por ejemplo, pero Easter era dominante por sí misma, por la manera con que se quedaba quieta a veces. Todas las huérfanas eran curiosas y estoicas a la vez; en un momento amaban todas las cosas con exceso, al otro se retraían, herméticas como duros capullos verdes que crecen en una dirección equivocada, cerrándose al moverse. Pero era como si Easter les enviara una señal. Ahora estaba allí arriba, quieta, mirando el manantial. Easter, que nombre tan vulgar; Jinny Love Stark fue la primera en comentarlo. Era de estatura mediana, pero sus cabellos parecían levantarse en las sienes, los llevaba cortos y como alambres y el tupé la hacía casi tan alta como Jinny Love Stark. El pelo del resto de las huérfanas era más claro que sus frentes quemadas por el sol, liso y como estopa, el verde amarillento de las barbas del maíz que se oscurecía volviéndose negro en las raíces y sombras, con flequillos que parecían descoloridos como el cabello de los niños pequeños y de los viejos; lo tenían así de trabajar en el campo. El pelo de Easter era de un dorado apagado. En la nuca, bajo los cabellos, tenía una señal en la piel como la marca que deja una pulsera de oro en un brazo. Las niñas de Morgana quedaron encantadas al averiguar lo que era: un anillo de roña. Les gustaba contemplarlo o recordar, demasiado tarde, lo que era; como ahora, cuando Easter se agachó para beber y después se alejó del manantial. Les gustaba caminar detrás de ella y ver su espalda, que les parecía espectacular, desde su cabeza con tupé dorado hasta sus duros y resistentes talones. El señor Nesbitt, de la Clase de Biblia, tomó a Easter por la muñeca, la volvió hacia él y la miró fijamente. Le empezaban a crecer los pechos. Lo que hizo Easter fue morderle la mano, la mano de la colecta. Era maravilloso tener con ellas a alguien tan audaz, aunque hasta ahora no comprobadamente mala. Cuando el pequeño paraguas de plomo fundido de Nina, que tenía el tamaño de un trébol, un regalo que venía dentro de una caja de palomitas acarameladas, fue robado la primera noche de la acampada, lo hizo Geneva, la amiga de Easter.
Jinny Love, después de limpiarse la cara con un pañuelo hecho a mano, sacó una baraja de naipes que ocultaba en el bolsillo de la blusa. Los dejó caer, eran de un azul fuerte, sobre un lugar arenoso al lado del manantial."

Eudora Welty
El lago de la luna



"La excursión es la misma cuando vas en busca de tu tristeza como cuando vas en busca de tu alegría."

Eudora Alice Welty


“Los recuerdos no viven en un objeto concreto, sino en las manos libres, perdonadas y liberadas, y en el corazón que puede vaciarse y llenarse de nuevo; en los motivos renovados por los sueños…”

Eudora Alice Welty
La hija del optimista, página 221



"Murreil cabalgando junto a su futura víctima, Murrell cabalgando era Murreli hablando. Se demoraba en sus largos cuentos, siempre dejando que fluyera entre ellos una distancia y un largo espacio de tiempo y todos giraban alrededor de un hombre silencioso. En cada uno el hombre silencioso habría cometido una maldad, un robo o un asesinato, en algún lugar del lejano pasado, y todo estaba, preparado para revelar al final que el hombre silencioso era el propio Murrell, y el extenso relato había sucedido ayer, y el lugar era éste: Natchez Trace. Bastaría una sola mirada de entendimiento para que la víctima viera que todo eso formaba parte de otra historia y que él mismo había escuchado su inserción en el cuento, y que él también estaba por retroceder en el tiempo (a donde el pavor quedaba olvidado) para algún oyente y vivir en el lejano pasado para un oyente. ¡Destruye el presente! -eso debe de haber sido lo primero que fue susurrado en el corazón de Muriel- el momento viviente y el hombre que vive en él debe morir antes de que sigas. Era su costumbre terminar la jornada -que incluso podía durar días-con una suerte de ceremonia. Volviendo finalmente su cara hacia la cara de la víctima, porque nunca la había visto hasta ese momento, se habría erguido con la súbita estatura de un hombre que ya no es el narrador sino el mudo protagonista, silencioso al fin, casi un héroe. Entonces mataba al hombre."

Eudora Welty
Un momento de quietud


"No creas nunca haber visto el final de nada."

Eudora Alice Welty



"Puesto que disponía de todo el tiempo del mundo, el doctor Courtland, oftalmólogo de renombre, entrelazó los dedos de aquellas manos suyas, grandes y rudas: a Laurel siempre le pareció que el simple contacto de aquellos dedos con el cristal de un reloj podía transmitir a su piel qué hora era exactamente. —Diría que tengo esta pequeña molestia desde el aniversario del nacimiento de George Washington —dijo el juez McKelva.
El doctor Courtland asintió, como si aquel fuera un buen día propicio para curar cualquier dolencia.
—Hábleme de esa pequeña molestia —dijo.
—Te lo contaré. Había estado podando un poco mis rosas… estoy jubilado, ya sabes. Y me quedé allí, en un extremo del porche de casa, mirando hacia la calle…
Fay se había ido a no sé dónde… —dijo el juez McKelva, y le dirigió a su esposa una amable sonrisa que se pareció mucho a un reproche.
—Yo sólo subí al pueblo, a la peluquería, para que Myrtis me pusiera los rulos.
—Y fue entonces cuando vi la higuera —dijo el juez McKelva—. ¡La higuera! ¡Lanzando destellos desde aquellos viejos trastos que a Becky se le ocurrió colgar allí hace tantos años para espantar a los pájaros!
Ambos hombres sonrieron. Pertenecían a generaciones distintas pero eran del mismo pueblo. Becky era la madre de Laurel. En julio, aquellos reflectantes caseros, una especie de círculos de latón, apenas servían para mantener alejados a los pájaros de los higos."

Eudora Welty
La hija del optimista



"Sus banjos de mástil largo colgaban de diversos clavos, en la pared, como abrigos y sombreros. Al entrar Carl y Mase cogieron sus banjos, se sentaron el uno al lado del otro y comenzaron a tocar. Esto lo recuerdo de mi primera visita; hasta ahora casi lo había olvidado. Al tocar juntos se revelaban como almas gemelas. Cuando yo tenía tres años, grité: «¡Pero si son dos Carls!». Cantaban perfectamente al compás, al unísono, «Frog Went A-Courting and He Did Ride».
Aquel ritmo que evocaba los tambores, surgido sin aparente esfuerzo, oído en doblete, habría supuesto un reto para cualquier niño. Su repertorio constaba de baladas country e himnos evangélicos. Mi madre les regañaba, les suplicaba que parasen, pues yo me negaba a irme a la cama mientras la música continuara sonando. «Venga, Hermana, deja que la niña oiga una canción más», y una sola canción se estiraba sin que ambos perdieran el ritmo al pasar, como quien no quiere la cosa, a otra melodía más tranquila.
A los chicos también les gustaba cantar juntos, los cinco a la vez, sin acompañamiento. Gus, el más gordo, de pecho más ancho y fornido, dominaba a los demás con una voz de bajo que parecía brotar directamente de sus pies. Aquellos viejos himnos con los que se habían criado, estribillo tras estribillo, estallaban cada vez más clamorosos, sobre todo cuando los cantaban fuera de la casa. «Rueda, Jordán, rueda» colmaba el aire a su alrededor, y la melodía les era devuelta a andanadas por el eco de las montañas, como si la naturaleza misma la poblaran —con generosidad— cantantes como mirlos sobre una tarta, a la espera de una canción que les diese entrada.
No creo, hoy, que mi madre pensara en su padre de manera distinta de como lo vio cuando era una niña pequeña, porque no vivió mucho más. Todo lo que yo conocí sobre él me fue transmitido por medio de esa percepción infantil e incorregible: la mitad un sueño adorable, la mitad el recuerdo brutal de su muerte, la parte de la vida de él que ella, por sí sola, era la única capaz de contar. Sus hermanos eran todos demasiado pequeños como para guardar un recuerdo claro de él; lo que mejor recordaban eran sus canciones, y lo homenajeaban al evocarlas, aparte de contar cómo añadía versos y más versos a «Where Have You Been, Billy Boy?», embutiendo sus propias morcillas de acuerdo con la melodía. Conservaban cuanto se decía sobre él, aparte de lo que identificaban en su madre.
¿Qué pensaba mi padre, Christian Welty, de todos estos cuentos que mi madre le contaba de su padre? Nunca lo supe. Mi padre representaba justo lo contrario que mi madre: equilibrado, reticente, dotado de un gran dominio de sí mismo, deseoso de mostrarse paciente si tal fuera la necesidad y, en todas sus palabras, objetivo y ponderado. Antes de que nacieran mis hermanos, cuando mi madre y yo viajamos solas en tren, mi padre nos esperó al término de nuestra visita para acompañarnos de la mano en nuestra vuelta al hogar. Tal vez esto lo recordase sin comprenderlo del todo, aunque tampoco mi edad me impedía notar —y recordar— cómo cambió todo cuando mi padre entró en escena. Se produjo una diferencia en todos nuestros actos: el aire había cambiado.
Lo cierto es que mi madre y yo éramos las únicas que nos moríamos de ganas por reencontrarnos con él. Él ganaba en edad a los hermanos de mi madre —tenía seis años más que Chessie, la hermana mayor— y era además un yanqui, pero con el tiempo conocí la verdadera razón de aquella elegante distancia que imprimieron a la bienvenida: desde que les visitó por primera vez a cortejar a mi madre, todos supieron que solo regresaría para arrebatarles a su hermana.
En esa casa, justo, se celebró el matrimonio de mis padres."

Eudora Welty
La palabra heredada




"Ten cuidado con un hombre con buenos modales."

Eudora Welty


"Todo atrevimiento serio empieza desde dentro."

Eudora Welty


"Todo un árbol de luz se alzaba en el cielo."

Eudora Alice Welty




"Una buena instantánea detiene por un momento el tiempo en fuga."

Eudora Welty



"Una niña chica salió entonces como un rayo de la casa. Bajó casi a gatas las escaleras y echó a correr por la parcela con los brazos abiertos, tropezando con los macizos de flores aún descoloridos como rostros pálidos, tocando uno por uno, a la carrera, los cuatro árboles grandes que jalonaban las cuatro esquinas del terreno, tocando el pilar de la cancela, el brocal del pozo, la pajarera, el poste de la campana, un asiento hecho de troncos, un columpio colgado de un árbol y, dando la vuelta a la casa, hizo uso de todas sus fuerzas para dar la vuelta a un cajón grande, de madera, con lo que dejó salir en tropel a las gallinas blancas, de la raza Plymouth Rock, que se esparcieron por el mundo. Las gallinas se atropellaron veloces por delante de la niña, tras la cual apareció una jovencita en camisón. Le bailaba en torno a la cabeza un círculo de rulos para el pelo, de papel, más claros que la luz del alba, pero ella corría segura, de puntillas, como si creyera que nadie podía verla en esos instantes. Cogió a la niña chica en brazos y se la llevó dentro de la casa sin que la niña dejara de patalear en el aire como si por piernas tuviera las aspas de un molino.
La más lejana de las lomas, como la lengua de un ternero, dejó un cárdeno lametazo en el cielo. En los bancos de bruma, los eriales, las arboledas y los trechos de arcilla pelada, palpitaba la vida como en los rescoldos aún prendidos, entre el rosa y el azul. Un espejo colgado en el interior del porche comenzó a titilar a la vez que se prendían algunos fósforos en la cocina. De súbito, los dos árboles del paraíso que medraban al fondo del jardín se encendieron como dos gallos que se pavoneasen levantando la cola de oro. Las babas de las orugas relucían en el árbol del pecán."

Eudora Welty
Las batallas perdidas



"Una vida amparada puede también ser una vida de atrevimiento, pues todo atrevimiento serio empieza desde adentro."

Eudora Welty