“Así era como ocurría con el hombre; siempre había sido así. Había llevado el terror consigo mismo. Y aquello ante lo que siempre se había sentido aterrorizado era él mismo.”

Clifford Donald Simak



"Bajamos hasta el arroyo y lo cruzamos levantando grandes salpicaduras, luego remontamos el montículo donde yo había encontrado los cráneos y ascendimos a la segunda colina; allí, en la cima de la misma, aparecimos en medio de una cena campestre.
Había otros seres, en esa cena de medianoche, una media docena, todos como la chica extraterrestre que me había conducido. Desperdigados por el suelo se veían cestos, o algo por el estilo, además de botellas, y estas, así como los cestos, estaban dispuestas en una especie de círculo. En el centro del círculo habían colocado un pequeño artilugio brillante sólo un poco mayor que una pelota de baloncesto.
Nos detuvimos al borde del círculo y los demás se volvieron hacia nosotros; no obstante, no estaban sorprendidos, como si no fuera inhabitual que uno de ellos trajera una criatura extraña como era yo.
La mujer que estaba conmigo habló con su melodiosa voz y ellos le respondieron con notas musicales. Todos me miraban, pero era una mirada amistosa.
En estas, todos menos uno se sentaron dentro del círculo y el que permanecía de pie avanzó hacia mi; con un movimiento me invitó a unirme con ellos.
Tomé asiento junto a la mujer que corría, a un lado y el que había hecho la invitación, al otro.
Comprendí que era algo así como una fiesta, aunque ese círculo desprendía unas vibraciones que lo convertían en una reunión misteriosa más que en una fiesta. Se transmitía una sensación de expectación en los rostros y los cuerpos de esa gente sentada dentro del círculo, como si esperasen un acontecimiento de gran importancia. Estaban contentos, excitados y vibrantes, con una sensación de vitalidad hasta en la punta de los dedos.
A excepción de sus crestas, eran humanoides, y ahora comprobé que no llevaban ropa. Encontré tiempo para cavilar de dónde vendrían, pues Tupper me hubiera comentado su presencia. Pero me había dicho que las Flores eran los únicos seres vivos en este planeta, si bien, farfulló, a veces, había otros que venían de visita.
¿Eran esta gente, pues, o serían los descendientes de aquellos cuyos huesos había encontrado en el montículo, y que ahora surgían de algún escondite desconocido? Pese a que no había en ellos señal alguna de vivir escondidos, o de haber permanecido alguna vez ocultos.
El extraño artilugio se hallaba en el centro del círculo. En una fiesta de Millville hubiera sido un tocadiscos o una radio que alguien habría llevado. No obstante, esta gente no tenía necesidad de música, pues hablaba a través de la música, y ese artilugio no guardaba relación con nada que yo hubiera visto con anterioridad. Era redondo y parecía estar compuesto por muchas lentes, todas inclinadas en ángulos distintos, de modo que las superficies captaban la luz de la luna, reflejándola para hacer de la esfera una bola de brillante esplendor.
Algunas de las personas sentadas en el interior del círculo comenzaron a extraer objetos de los cestos y a abrir las botellas. Supuse que me invitarían a comer con ellos. Me preocupaba, dado que habían sido tan amables que no podía negarme y, sin embargo, acaso fuese peligroso comer sus alimentos ya que, aunque humanoides, podían darse fácilmente diferencias en su metabolismo y lo que era comida para ellos, a lo mejor, resultaba venenoso para mí.
Era algo insignificante, por supuesto, pero entrañaba una gran decisión, y permanecí allí sentado en una agonía mental, tratando de decidirme. La comida podía ser un rancho repugnante y nauseabundo, pero lo soportaría, por la amistad de esta gente me la hubiera tragado. Era la idea de que podía ser mortal lo que me hacía dudar.
Hacía un rato, recordé, me había convencido de que, por grande que fuera la amenaza que suponían las Flores, debíamos dejarla entrar, debíamos luchar para encontrar un terreno común en el que cualquier diferencia existente entre nosotros se solventara de un modo satisfactorio. Me había dicho que acaso el futuro del género humano dependería de nuestra habilidad para conocer y convivir con esta especie extraterrestre; pues llegaría el momento, dentro de un siglo, o un milenio, en que encontraríamos otras especies extraterrestres, y no podíamos fracasar esta vez.
Y allí, sin discusión, había otra especie extraterrestre, sentada dentro de aquel círculo, y no podía haber un doble criterio entre mí y el mundo en general. Yo, por derecho propio, tenía que actuar tal como había decidido que el género humano debía actuar, debía aceptar su comida cuando me la ofrecieran.
Tal vez no pensaba con demasiada claridad. Los acontecimientos se sucedían a gran velocidad y disponía de poco tiempo. Fue una decisión repentina en el mejor de los casos y esperaba no haberme equivocado."

Clifford D. Simak
Toda la carne es hierba


"La ciudad era grande; había bares abiertos y gente en la calle; eran los obreros de la fábrica, que salían de la casa a las seis para llegar al trabajo a las siete en punto.
Escogió un local de aspecto más o menos aceptable, donde no había tantas cucarachas a la vista, y aminoró la marcha en busca de sitio donde dejar el coche. Lo halló una manzana más allá del bar.
Bajó del coche y cerró la portezuela con llave. Después, ya de pie en la acera, olfateó el olor de la mañana; aún era tierna y fresca, con la frescura engañosa de las mañanas estivales.
Decidió tomar el desayuno sin apresurarse, dándose tiempo para relajar el cuerpo, a fin de calmar, siquiera en parte, el cansancio de la ruta. Podía tratar de comunicarse con Ann; quizá tuviera más suerte esa mañana. Estaría más tranquilo si lograba advertirle que se mantuviera escondida. Tal vez convenía que, en vez de esperarlo en el local donde vendían aquellas casas, entrara directamente para ponerlos al tanto de la situación; probablemente ellos la ayudarían. Pero eso requería explicarle por teléfono, cosa que demandaría demasiado tiempo. No, él debía ser breve y conciso; Ann tendría que confiar en él.
En el restaurante había mesas disponibles, pero nadie parecía tener interés en ocuparlas. Todos los clientes se agrupaban ante el mostrador. Aún quedaban algunos bancos libres; Vickers ocupó uno de ellos.
Junto a él se había instalado un corpulento obrero, vestido con ropa de trabajo, sorbía ruidosamente una escudilla de avena, inclinado sobre el plato, como si paleara el cereal con la cuchara en su rápido movimiento de ida y vuelta; parecía estar estableciendo una corriente de sifón entre la escudilla y su boca. Al otro lado había un hombre de pantalones azules y camisa blanca, de anteojos y pajarita negra. Estaba leyendo un diario; tenía todo el aspecto de un tenedor de libros o algo por el estilo; al menos, de quien está familiarizado con las columnas de números y se siente muy orgulloso de ello.
Una camarera se acercó para limpiar el mostrador, en el espacio ocupado por Vickers, con un trapo bastante sucio.
—¿Qué va a pedir? —preguntó en tono impersonal, juntando las palabras como si fueran una sola.
—Un buen montón de pastelillos y una loncha de jamón.
—¿Café?
—Café.
Llegó el desayuno. Vickers lo atacó al principio con impaciencia, llenándose la boca con grandes bocados de pastel chorreante de almíbar, y generosos pedazos de jamón. Una vez aplacado el hambre siguió comiendo con menos prisa.
El corpulento obrero se levantó para irse. Su sitio fue ocupado por una delgada muchacha de pestañas caídas; debía tratarse de alguna secretaría fatigada; quizás había dormido apenas una o dos horas después de bailar toda la noche.
Cuando estaba terminando su comida se oyó un grito en la calle y ruido de pasos en carrera. La muchacha giró en el banquillo para mirar por la ventana.
—Todo el mundo corre —observó—. ¿Qué habrá pasado?
Un hombre asomó entonces por la puerta, gritando:
—¡Han encontrado uno de esos automóviles Eterno!
Todos los concurrentes saltaron de los banquillos y corrieron hacia la puerta. Vickers los siguió a paso lento. El hombre decía que habían encontrado un automóvil Eterno. No podía ser otro que el suyo, estacionado en la calle siguiente.
Habían empujado el vehículo hasta sacarlo a la mitad de la calle. Todos estaban amontonados a su alrededor, gritando y blandiendo los puños. Alguien arrojó contra el coche un ladrillo o una piedra; el sonido del objeto al golpear contra el metal retumbó por la calle como un disparo de cañón.
Alguien levantó el objeto arrojado y lo lanzó contra la puerta de una ferretería; otra persona introdujo la mano por el vidrio roto para abrir la puerta. Los hombres entraron al negocio en tropel y volvieron a salir, provistos de mazas y hachas.
La multitud se retiró para darles sitio, a fin de que pudieran mover los brazos. Las hachas y las mazas centellearon a la luz del sol, bajo aún; golpearon y volvieron a golpear. La calle resonó con el ruido del martilleo metálico. El vidrio se quebró con un ruido crujiente; después se oyó el estruendo del metal.
Vickers permaneció ante la puerta del restaurante, con el estómago descompuesto y el cerebro petrificado por algo que más adelante sería miedo, pero que en ese momento era sólo aturdimiento y ciega confusión.
Crawford le había escrito: «No trate de usar su coche». A eso se refería. Crawford sabía lo que iba a ocurrir con cualquier Eterno que circulara por las calles. Lo sabía y había tratado de prevenirle sobre ello.
¿Amigo o enemigo?
Vickers alargó una mano y la apoyó sobre el tosco muro de ladrillos. Al contacto con la aspereza del material cobró conciencia de que todo era cierto, de que no era un sueño; estaba realmente allí, en la puerta de un restaurante donde acababa de desayunar, y veía a una turba enloquecida por la furia y el odio que destrozaba su coche.
«Lo saben», pensó. La gente lo sabía al fin. Alguien les había informado sobre la existencia de mutantes. Y los odiaban. Naturalmente, los odiaban.
Los odiaban porque la existencia de mutantes los convertía en humanos de segundo orden, en hombres de Neanderthal súbitamente invadidos por un pueblo provisto de arcos y flechas.
Vickers se volvió y entró nuevamente al restaurante a paso lento, preparado para echar a correr si alguien gritaba detrás de él, si alguien le tocaba el hombro con un dedo.
El hombre de anteojos y pajarita negra había dejado el diario junto al plato. Vickers lo recogió y siguió caminando sin prisa a lo largo del mostrador. Empujó la puerta giratoria que conducía a la cocina; no había nadie allí. La cruzó rápidamente y salió por la puerta trasera que daba a un callejón.
Tras recorrer ese callejón se encontró ante otro, más angosto, abierto entre dos edificios. Corrió por él, cruzó la calle y tomó por otro pasadizo entre edificios. Así llegó a un nuevo callejón.
«Se defenderán», había dicho Crawford, la noche anterior, sentado en el cuarto del hotel, en una silla que lo sostenía a duras penas. «Lucharán con lo que poseen», Y al fin había empezado la lucha; los hombres devolvían los golpes con lo que tenían a mano. Habían tomado sus garrotes y se defendían.
Vickers salió a un parque; caminando por él dio con un banco oculto a la calle por un macizo de arbustos. Tomó asiento en él y desplegó el diario que había tomado en el restaurante, buscando la primera plana.
Allí estaba la historia."

Clifford D. Simak
Un anillo alrededor del sol




"Me dirigí a las afueras de la ciudad y aún me siguió, a media manzana de distancia. Sin importarle, pensé, sin tratar de ocultar el hecho que me estaban persiguiendo. Quizás deseando que yo lo supiera, que venían tras de mí, manteniendo la distancia.
Hubiera deseado saber, mientras conducía, si valía la pena el sacudirse de encima su presencia. No había ninguna razón en especial para que lo hiciera. Y si los perdía de vista, no habría una gran diferencia. No se ganaría mucho con ello, pensé. Habían captado mi conversación con el senador. Más que seguro, que estaban al tanto de mi base de operaciones, si así se le podía llamar. Casi sin duda alguna, sabían exactamente dónde encontrarme si así lo deseaban.
Pero, me dije, podría haber una pequeña ventaja si yo les dejaba saber que no estaba enterado de todas estas cosas. Era una buena y ordinaria forma de hacerse el estúpido, si de algo servía eso.
Llegué hasta los límites de la ciudad, a una de las autopistas que llevaban hacia el oeste y aumenté la velocidad del coche. Saqué ventaja a mis perseguidores, pero no mucha.
Más adelante, el camino subía un cerro en curvas, y en la cumbre había una curva cerrada. Apartándose de la curva, recordé, salía un camino rural. Allí había muy poco tráfico, y quizás, si tenía suerte, podría introducirme por ese camino y ocultarme antes que el coche negro llegara a la curva.
Al subir el cerro, aumenté un poco la distancia, y forcé el coche aún un poco más al pasar la curva. El camino estaba libre, y al llegar hacia el cruce de caminos pisé el freno con fuerza e hice girar el volante con violencia. Las ruedas traseras patinaron un poco, chirriando sobre el pavimento; me encontré en el camino rural, enderecé el coche y pisé el acelerador a fondo.
El camino estaba lleno de fuertes declives, uno detrás de otro, con fuertes depresiones entre ellos. Al llegar a la cumbre de la tercera subida, al mirar por el espejo retrovisor, vi que el coche negro estaba llegando a la cumbre de la segunda ondulación.
Fue una gran sorpresa. No es que significara mucho, pero estaba tan seguro que les había engañado que fue un duro golpe a mi confianza.
Me enfadó, también. Si ese pequeño cerdo que me perseguía...
En ese momento advertí el sendero. Era, supuse, uno de esos senderos antiguos de carromatos, de hace muchos años, cubierto por las malezas y por las ramas de los árboles que llegaban hasta muy abajo, casi cubriéndolo, como si trataran de ocultar la escasa presencia que del sendero quedaba.
Giré el volante bruscamente y pasé, dando fuertes tumbos, por sobre la pequeña zanja. Las bajas ramas de los árboles se estrellaron contra el parabrisas y rasmillaron ruidosamente los costados del coche.
Conduje ciegamente, con los neumáticos dando saltos por sobre el sendero, antiguo y casi totalmente borrado. Finalmente, me detuve y bajé del coche. Las ramas de los árboles ocultaban el camino tras del coche, y era muy poco probable que pudiera ser visto desde la ruta. Sonreí saboreando el triunfo.
Esta vez, estaba seguro, se las había jugado.
Esperé, y el coche negro llegó hasta la cumbre del cerro y bajó rugiendo por el camino. En el silencio de la tarde, hacía bastante ruido. No necesitaría llegar a mucha distancia para sobrepasar una nueva y mayor ondulación del terreno."

Clifford D. Simak
Caminaban como hombres




"¿Qué quieres decir con la fe? ¿Es la fe lo suficiente para el hombre? ¿Debería estar satisfecho solo con la fe? ¿No hay ninguna forma de averiguar la verdad?¿Es la actitud de tener fe, de creer en algo que puede ser no más que prueba filosófica, la verdadera marca de un cristiano?"

Clifford D. Simak



"Salió a pasear muy de mañana, antes de la salida del sol, y se dirigió, pasado el viejo y ruinoso granero que se desmoronaba a trozos, a cruzar el arroyo y a subir pausadamente por la ladera opuesta, verdegueante de pastos y sembrada de bellas flores de verano, delicadamente cubiertas de rocío, mientras que un aire fresco y delicioso le acariciaba, poniendo en aquella hora temprana un ligero toque de frialdad en el ambiente.
Salió de paseo a aquella hora temprana porque sabía que no disponía de muchas mañanas que perder; cualquier día, el dolor se haría más agudo... y ya estaba preparado para el final; ya lo estaba desde hacía bastante tiempo.
No tenía prisa alguna. Tomaba cada paseo como si fuera el último que tuviese que dar, y no quería perderse detalle alguno de cuanto veía en aquellos últimos paseos de su joven vida todavía, los rostros que se volvían para saludarle al paso, las flores silvestres, los sembrados, los pájaros, cuanto había de vida a su alrededor.
Y encontró la máquina a lo largo del sendero que pasaba a través de un bosquecillo que encabezaba un barranco. A primera vista, aquello le irritó la visión, ya que resultaba extraño e incongruente en la calma bucólica de la campiña. Aquella máquina rara no tenía sitio en aquel lugar apacible, era un elemento chocante y fuera de lugar, sencillamente. Para él, todo lo normal lo constituía el campo, los árboles, los sembrados y la vida primitiva y sencilla en que vivía en la vieja granja donde había venido voluntariamente a recluirse, esperando la llegada trágica de su último día en la Tierra.
Se detuvo atónito y miró fijamente la extraña máquina. Todo el ambiente que le- rodeaba se apartó de su pensamiento y concentró su atención en aquel extraño objeto, que parecía escapado de algún comercio de la ciudad. Conforme la miraba con más atención, comenzó a apreciar las ligeras diferencias existentes en aquella máquina y comprendió que se trataba de algo jamás visto antes, ni oído y que, desde luego, no era ninguna máquina de lavar vagabunda, ni ningún acondicionador de aire que hubiera escapado de ningún comercio, huyendo hacia el campo.
Y aquello brillaba... no con el lustre de una superficie metálica bruñida de cualquier máquina o con el brillo de cualquier tipo de porcelana, sino con un resplandor interno que parecía emitir toda la sustancia de que estaba compuesto. Mirándola, se obtenía la impresión de verse en ella, si bien no era posible apreciar bien el interior de su mecanismo, si es que lo tenía. Era de forma rectangular, apreciándose, al primer golpe de vista, un tamaño de unos tres pies por cuatro y dos de altura, sin cerraduras, pestillos ni palancas de ningún género o diales que sugirieran la idea de manipular tan extraña máquina."

Clifford D. Simak
Extranjeros en el universo




"Si es difícil concebir un organismo viviente basado en el amoníaco y el hidrógeno", nos dice, "mucho más difícil es creer que una forma de vida puede conocer el mismo impulso de vitalidad que conoce el género humano, en suma concebir la vida en ese caos gaseoso que es Júpiter, sin tener en cuenta, naturalmente que para los ojos jupiterianos todo eso puede no parecer en absoluto un caos."

Clifford Simak
Tomada del libro de Peter y Caterina Kolosimo Los secretos del Cosmos, página 169