"Cuando nada es seguro, todo es posible."

Margaret Drabble


"La vida familiar en sí, la más segura, más tradicional, la más aprobada opción por la mayoría de las mujeres, no es un santuario: es, perpetuamente, un lugar peligroso."

Margaret Drabble


"Me apresuré a dejar claro que yo no sabía nada de Henryson y que mejor se buscaba a alguien que supiera más que yo de ese período, a lo cual él respondió lúgubremente que ya lo había intentado, y yo pensé, efectivamente, no me cabe la menor duda de que lo has intentado. Aun así, casi por primera vez en mi vida conseguí decir «no», pero él siguió llamándome, y terminé pensando que debía otorgarle el beneficio de la duda. Después de todo, sabía de Henryson, lo que ya demostraba cierta sagacidad, y si en verdad sabía algo de Henryson, ya sabía más que yo. Y, quién sabe, todo ese galimatías sobre la Universidad de Bombay podría ser cierto; además, muchos dientes de oro brillan sobre un corazón de oro, y todo eso. En definitiva: lo admití. Fue un error. Todo lo que hiciera era una tarea inútil: recorrimos todo el temario del examen de acceso y, de hecho, llegué a tenerlo lo bastante organizado para que se apresurara a escribir al rectorado solicitando los impresos de inscripción en el examen, pero tenía menos posibilidades de entrar que un niño de diez años. Yo no acababa de decidir si no sería bueno para él suspender los exámenes y aceptar la realidad, o si no habría sido todavía mejor haber vivido para siempre convencido de que, con la ayuda de un tutor, hubiera logrado entrar. En cualquier caso, no era una decisión que tuviera que tomar yo. Pero hice todo lo que estaba en mi mano y lo sentía como una responsabilidad mía.
El griego era un caso muy diferente. Era un joven llamado Spiro que también quería entrar en Oxford o en Cambridge: solo tenía dieciocho años, lo que, en principio, hacía que sus posibilidades fueran más altas que las del indio. Claramente provenía de una familia de posibles, que parecía haber extraviado en algún lugar de Europa: uno de sus progenitores solía estar en Roma y el otro, en España, aunque a veces se intercambiaban. Empecé a darle clase como tres semanas después de empezar con el indio, y esperaba una desesperación parecida, pero enseguida me convenció de que al menos tenía una inteligencia y un conocimiento superficiales. Su inglés era excelente, lo que no era poca ayuda. Pasaron meses, sin embargo, hasta que caí en la cuenta de la verdad. Es preocupante ver lo fuertes que son nuestros prejuicios y lo convencidos que estamos (o estoy yo) de que ningún extranjero puede alcanzar el mismo nivel de inteligencia que los productos del sistema educativo inglés. No quiero decir con esto que piense que los extranjeros sean tontos; simplemente que siempre me queda la duda de si pueden competir en el mismo terreno. Pero pasadas unas semanas me di cuenta de que Spiro podía. Era un muchacho notablemente dotado, tan dotado que incluso podía vencer al sistema de exámenes y a dieciocho años de desventaja. Siempre se presentaba a sí mismo como un verdadero prodigio, pero cuanto más lo decía, menos me fiaba yo, hasta que con un poco de práctica y verdaderamente sin apenas dirección alguna, empezó a entregarme unos trabajos semanales de una calidad crítica excelente, ortodoxos y empíricos, de los que podría enorgullecerse cualquier estudiante de primero de carrera de cualquier universidad. Yo estaba admirada y encantada, al tiempo que me deprimía un poco darme cuenta de mi estrechez de miras a la hora de juzgar a la gente. Intenté no dejarle ver cuánto había mejorado mi opinión sobre sus posibilidades de ingreso, pero sabía que él se daba cuenta. Era un muchacho que tenía una confianza en sí mismo verdaderamente asombrosa, un muchacho engreído, pero solo tenía dieciocho años, y cómo no iba a serlo.
El pastor metodista era un hombre encantador, muy callado y cohibido, al que le angustiaba pensar que pudiera incomodarme imponiéndome sus ideas religiosas. Le parecía que su deber era estudiar a autores como Milton y T. S. Eliot, pero su pasión era Wordsworth, al que admiraba por unas razones para mí del todo sospechosas. No le costaría nada aprobar las pruebas de literatura, pues había leído mucho más que la mayoría de los alumnos del preuniversitario, pero los trabajos que me entregaba no estaban bien organizados, pues había perdido práctica en ese aspecto y no conocía la jerga crítica. Como hacía el curso por puro placer, y en cualquier caso aprobaría los exámenes, no sabía si insistir o no en aquellos puntos en los que más flaqueaba. No quería turbar su placer con tecnicismos, aunque tal vez era precisamente para eso para lo que me pagaba. Así que mis correcciones eran siempre tan vacilantes como las referencias a Dios, que no tenían más remedio que colarse en cualquier comentario sobre Milton."

Margaret Drabble
La piedra de moler


"Y ahí acaba la historia. Volverían a encontrarse, a lo largo de los años, en fiestas similares, y él volvería a halagar sus piernas y su aspecto. Nunca mantuvieron una conversación seria. Pero eso no forma parte de esta historia.
La cuestión es: ¿qué pensaba ella de ese episodio? Todo el mundo coincidirá en que no sale demasiado mal parada. Se comportó con frialdad, pero sin mostrarse tajante. Soltó algunas tonterías, pero ¿quién no las suelta en una situación tan tonta? No tenía remordimientos, aunque sí unos cuantos por la chiquilla de dieciséis años que, de algún modo, acababa de perder la oportunidad de su vida. Al crecer se había convertido en alguien del todo distinta a la que se imaginaba. Y sí sentía, por decirlo de algún modo, algunos remordimientos por su imagen de ese hombre. La había echado a perder, tenía que admitirlo. Aunque no para siempre, pues, curiosamente, unos años después, fue al teatro a ver una de sus primeras obras y se sintió recorrida por las mismas oleadas de admiración, que anegaron su resentimiento, como si el antiguo yo del dramaturgo siguiese hablando, y ella escuchando, en un mundo atemporal. Sin embargo, pasó años y años pensando que jamás sería capaz de volver a tomarse en serio su trabajo, y cuando le describió la velada a Dan, habló tan mal de él y de su comportamiento grosero, chauvinista y varonil, que Dan, que por lo general estaba con ella y se indignaba por esas cuestiones, empezó a sentir un poco de pena por Howard Jago, e incluso se puso de su parte. «Pobre señor Jago», decía, con cariño, siempre que salía su nombre a colación. «Pobre señor Jago», decía, tumbado a salvo entre las piernas de Kathie. «¡Qué velada más decepcionante…! Lo siento un poco por él, por su mala suerte al haberte escogido a ti, cariño.»
Pero eso no es todo. Debería ser todo, pero no. Porque Kathie, cuando le contó la historia a Dan, estaba mintiendo. Intentó mentir cuando se la contó a sí misma, pero no tuvo demasiado éxito. Al fin y al cabo, era una mujer honrada, y reconocía que había sentido más emoción cuando Howard Jago la escogió en una fiesta —incluso sabiendo la forma en que lo hizo, con indiferencia, para irritar a otra mujer— de la que habría sentido con cualquier debate, por profundo que fuese, sobre sus respectivas obras. Habría cambiado de buena gana toda la obra del dramaturgo, y todo el placer duradero que le había proporcionado, por ese comentario idiota que él hizo sobre sus piernas. Prefería que la desease, aunque fuera con indiferencia, a que le dirigiese la palabra. Prefería que le gustase su cara antes que sus obras."

Margaret Drabble
Un día en la vida de una mujer sonriente