"Algo empieza y tú tienes asignado tu turno, como un jugador en la mesa o un bateador. Vi el segundo MIG abatido por Kasler, por casualidad, cuando se estrellaba contra el suelo en medio de una vorágine de fuego durante un gran combate. En esa ocasión yo volaba con Colman; perseguíamos a dos pero no conseguimos acercarnos. En el posterior parte de combate, reconocí en Kasler a un nuevo contendiente, viéndolo trazar un brusco arco con una mano detrás de la otra para mostrar cómo lo había hecho, las manchas de hollín de la mascarilla de oxígeno todavía en su rostro. Hasta ese momento ambos habíamos estado entre los que no contaban, y ahora yo lo observaba como a distancia.
A principios de mayo, Colman y Kasler consiguieron ambos el tercero. Los vi aterrizar después, los aviones lustrosos y desnudos.
Sobre el cuarto y el quinto hablaré más adelante. 
Eran muchas las cosas que podían suceder, en su mayoría por puro azar. Quizá ha llovido durante días: los aviones están a la intemperie y la humedad los afecta, las radios ya no son fiables. «¡Escapa!», exclama alguien en un combate, y tú no oyes nada. El silencio es siniestro. «¡Escapa a la derecha! —gritan. ¡Escapa a la derecha!» Entonces vuelves la vista a tus espaldas y ves una toma de aire del tamaño de una locomotora. Asustado, tiras con brusquedad de la palanca y el avión se estremece, cruje, entra en barrena. La tierra da vueltas, el polvo del habitáculo empieza a flotar, y te siguen hacia abajo; cuando endereces el rumbo y pierdas velocidad, estarán esperándote.
Había días en que te asaltaba una sensación de temor, en que algo no andaba bien, algo impalpable. Como una bestia tendida en un campo que percibe el peligro, no era posible huir de aquella sensación, ni siquiera llegabas a identificar su causa. Era un eclipse, no total, del valor. Algunos eran derribados, Woody, Bambrick, Straub. Carey se perdió, y Honecker. Sharp, con su saber hacer y bigote negro, fue abatido —el MIG apareció entre las nubes a sus espaldas— y rescatado. Un día, al encarar el tramo final durante el aterrizaje, se me bloquearon los controles —algo había fallado en el circuito hidráulico—, no podía mover la palanca, y no me maté por muy poco. Aun así, ibas a la sesión informativa, llevabas tu equipo al avión.
A finales de abril nos enteramos de que venían más escuadrones rusos. Se amontonaban en sus aeródromos, ala con ala. Con la llegada del buen tiempo, el cielo se llenaba de brillantes cúmulos.
Yo iba con Colman, los dos solos. Antes habíamos sido cuatro, sin embargo, ahora volábamos por separado: formábamos la escuadrilla de alerta y nos habían dispersado. Nos dirigía el radar; había en el aire escuadrillas enemigas. Cabía la posibilidad de que no las encontráramos, vagando como vagábamos entre nubes monumentales, manteniendo el contacto únicamente por radio con la idea de reunimos en algún momento."

James Salter
Quemar los días



"Algunas cosas las vi, otras las descubrí y otras las soñé. Pero mis sueños son tan importantes como todo lo que adquirí furtivamente. Más importantes, porque son lo intuitivo en su estado más puro. Sin ellos, los hechos no son más que una especie de despojos, como cuentas sueltas de un collar. Los sueños son tan veraces y manifiestos como las verjas de hierro de Francia, que centellean negras en la lluvia. Más veraces, quizá. Son el esqueleto de toda realidad.
Soy el perseguidor. La esencia de lo cual consiste en que soy el que sabe, mientras que Dean ignora, pero aún así distamos de estar al mismo nivel. Para empezar, haga lo que haga, nunca lo descubro todo. Esto basta para que él gane. Nunca puedo anticiparme; él se mueve primero. Yo soy sólo el criado de la vida. Él es su habitante. Y, ante todo, no puedo hacerle frente, ni siquiera imaginar algo así. La razón es simple: le tengo miedo, como a todos los hombres que tienen éxito en el amor. Ésa es la fuente de su poder.
Ella le esperaba a las seis. Ya había oscurecido y circulaban por el hormigueo de las calles, rebasando tiendas que permanecían abiertas hasta tarde, con los escaparates iluminados. Ella sube a recoger sus cosas, incluida su pequeña radio, y van a St. Leger, una pequeña ciudad fabril, la suya. Su casa está junto al canal. Aparcan allí y Dean la espera en el coche. Llovizna. Por la calle oscura hay todavía hombres que vuelven a casa del trabajo, silbando. No los ve. Sus voces le llegan inesperadamente, como las de una iglesia. Guarda silencio. Les escucha toser, pasar, y luego se apea para recorrer la orilla del canal. Pasan bicicletas."

James Salter
Juego y distracción



“Cuando cruzaban las marismas a la temprana luz azulada, Nueva York parecía a lo lejos una ciudad extranjera, un lugar donde uno podría ser feliz.”

James Salter
Todo lo que hay


"Fue un día soleado y frío, el día en que, seis años antes, sus padres habían muerto. Estaba sentado ante su escritorio. Los dos delineantes estaban trabajando frente a sus tableros. En la habitación reinaba el silencio, y eso disparó sus pensamientos; de repente había calma. Su padre y su madre yacían bajo tierra, parda como las reliquias de santos, las ropas del entierro se estaban pudriendo. Tenía treinta y dos años y estaba solo en el mundo. Sueños y trabajo.
¿He dicho que era un hombre de talento menor? Había nacido después de una guerra y antes de otra, en 1928, de hecho, un año de crisis, un año en la senda del siglo. Había nacido sin tener en cuenta la época, como todo el mundo; el hospital ya no existe, el médico se ha jubilado, se ha trasladado al sur.
Creía en la grandeza. Creía en ella como en una virtud, como si pudiese alcanzarla. Era sensible a las vidas que poseían, por debajo de la superficie, como una roca o una sombra enormes, una gloria que sería descubierta, que afloraría algún día. Tenía buen ojo y un criterio justo para apreciar la valía del trabajo ajeno. Por el suyo propio profesaba un moderado respeto. En su fe, en lo más profundo de sus ilusiones, estaba la estructura que aparecería en las fotografías de su tiempo, el edificio célebre que él había creado y que nada, ni la crítica, ni la envidia, ni la demolición siquiera, podría alterar.
No hablaba de esto con nadie, por supuesto, salvo con Nedra. El tema se volvía cada vez más invisible con el paso de los años. Desaparecía de su conversación, aunque no de su vida. Perduraría siempre, hasta el final, como un gran barco que se oxida en la distancia."

James Salter
Años Luz


"Inglaterra había ganado. Sus enemigos se arrastraban hambrientos entre ruinas, lo poco que quedaba de sus ciudades olía a muerte y cloaca, las mujeres vendían sus cuerpos a cambio de cigarrillos. Inglaterra, como un boxeador noqueado que permanece en pie, tuvo que pagar un precio muy alto. Una década más tarde había aún racionamiento y era difícil viajar, no se podía sacar dinero del país. Las campanas que repicaron para celebrar la victoria guardaban un largo silencio. El mundo anterior a la guerra era irrecuperable. Apagando su cigarrillo después de un almuerzo, un editor sentenció con calma: «Inglaterra está acabada».
Al principio se alojaron en casa de una editora amiga, Edina Dell, en uno de esos enclaves de casas adosadas que llaman terraces, con un jardín rodeado por muros de ladrillo y árboles en el exterior del comedor, la estancia de la vivienda que quedaba a la altura de la calle. Era hija de un profesor de lenguas clásicas, pero parecía provenir, con sus dientes irregulares y sus maneras displicentes, de una vida mucho más opulenta, de una mansión con grandes cuadros, muebles viejos e indiscreciones consabidas. Tenía una hija, Siri, fruto de un matrimonio de diez años con un sudanés. La niña, que tenía seis o siete años, era de un color muy agradable y seductor, y quería tanto a su madre que muchas veces no se despegaba de su pierna, que cogía con un brazo. Era como una gacela de ojos castaños que resaltaban sobre el blanco más inmaculado.
El hombre con quien vivía Edina era un personaje fornido y elegante, Aleksei Paros, que procedía de una distinguida familia griega y que tal vez estaba casado. Se mostraba más bien vago sobre un asunto más complicado de lo que parecía. Por aquel entonces era vendedor de enciclopedias, pero incluso cuando se paseaba por la casa en mangas de camisa, buscando cigarrillos, daba la impresión de ser alguien a quien todo iba a salirle bien en la vida. Era alto y gordo, y con muy poco esfuerzo podía encandilar a los hombres igual que a las mujeres. A Edina le gustaban los hombres como él. Su padre había sido así y tenía dos hermanos ilegítimos.
Aleksei había regresado la noche antes de Sicilia, no sin antes recalar en un club de la ciudad. Allí lo conocían bien, pues era un jugador empedernido. Se paseaba con las fichas en una mano acariciándolas inconscientemente con el pulgar. No tenía un sistema fijo de juego, sino que prefería actuar por instinto; algunos hombres parecen tener un don para ello. Si pasaba frente a la mesa del bacarrá era muy capaz de extender un brazo y apostar de forma impulsiva. Un gesto muy mediterráneo propio de los egipcios adinerados. Salvo por su aspecto, Aleksei podría haber sido uno de ellos, un playboy o un sultán de segunda.
Estaba frente a la ruleta escuchando el ruido que hacía al girar la bola de marfil, un sonido largo y decreciente que terminaba con fatídicos chasquidos cuando la bola iba rebotando sobre las casillas de los números hasta meterse en una. Vingt-deux, pair et noir. El 22, su año de nacimiento. Los números a veces se repetían, pero él no era partidario de apostar dos veces al mismo. En la mesa había gente más joven. Un hombre con un traje raído apuntaba en una tarjeta los números que iban saliendo y luego depositaba una pequeña cantidad sobre rojo o negro. Faites vos jeux, decía el crupier. Fue llegando más gente. Había algo que los atraía hacia una mesa en particular, algo que flotaba en el aire enrarecido. Faites vos jeux. Una mujer en traje de noche se había abierto paso hasta la mesa, una mujer joven, y la gente se colocaba de perfil entre las sillas. El tapete estaba repleto de fichas. En cuanto alguien apostaba, dos más lo seguían. Rien ne va plus, avisó el crupier. La rueda giraba, ahora más deprisa, y de pronto la bola salió disparada de una mano experta y empezó a dar vueltas en la dirección contraria, justo por debajo del borde. En ese mismo instante, como quien salta a un barco que está soltando amarras, Aleksei apostó cincuenta libras al 6. La bola emitía ese bello sonido giratorio que uno podría escuchar durante toda la eternidad, un sonido cargado de promesas. Podía ganar mil ochocientas libras, y durante cinco o seis segundos que parecieron interminables esperó sereno pero atento, como si estuvieran levantando la cuchilla de la guillotina. La órbita fue debilitándose hasta el naufragio final, cuando la bola, con un brinco metálico, cayó definitivamente en un número. No era el 6. Como jugador experimentado, no mostró ni emoción ni pesar. Volvió a apostar cincuenta libras en varias ocasiones y luego se fue a otra mesa."

James Salter
Todo lo que hay



"Las cosas iban despacio. Cabot se había roto el pulgar en una caída de veinte pies. Eso no lo había detenido; seguía en ello haciendo tanto como cualquiera e incluso más. Era el único que creía que iban a llegar a la cumbre. Los demás eran meros soldados, autómatas.
La pared estaba completamente helada. Así no habría desprendimientos, pero el frío era intenso. Se producían frecuentes avalanchas de nieve. Lentamente, con resolución inquebrantable, estaban abriendo una vía nueva por completo hacia la cumbre. Dejaban cuerdas fijas en algunos puntos para acelerar el ascenso y el descenso. El esfuerzo se concentraba siempre en el punto más alto.
A mediados de enero habían escalado la mitad de la pared. Habían excavado dos vivacs en la nieve, búnkeres los llamaba Cabot. Tenían que establecer el tercero. Entonces, retirarían las cuerdas fijas y, empezando desde abajo, un hombre intentaría el ascenso. No era el plan inicial..., se le había ocurrido sobre la marcha. Sería un ascenso directo desde el tercer búnker, cargando víveres y equipo. Alcanzaría la cumbre en solitario.
Pero el tercer búnker se les resistió. Se encontraban en una parte muy escarpada de la pared. No había nieve, únicamente sólido hielo que había que picar pulgada a pulgada. Se les congelaban las manos, los pies. Trescientos pies más arriba había un lugar que parecía algo mejor.
[...]
Se sentaron un rato en el bar. A la luz atenuada, el cabello rubio y disperso de Cabot parecía mate. Era como un marginado visto en las sombras, desdibujado, con aire de indefensión. Quizá estuviera medio dormido.
A la mañana siguiente salieron de nuevo. Habían decidido quedarse en la pared hasta alcanzar el nevero que parecía haber arriba. Bray era el primero de cordada. Habían salido del hotel en la oscuridad y, en todo el camino hasta los campos helados, camino que habían recorrido tantas veces, no se dijo una palabra. Cabot resbaló y se cayó una vez. Bray no se dio la vuelta.
Tuvo la negra todo el día. Estaba subiendo una grieta llena de hielo. Costaba veinte minutos de esfuerzo mover un pie. La grieta se ensanchaba poco a poco, él se apuntalaba contra los lados. Tenía la impresión de estar solo allí. Un sentimiento extraño se apoderó de él, un desapego, una euforia casi, como si sólo fuera una fotografía. El silencio de abajo dejó de existir, el miedo desapareció. Siguió abriéndose camino. Estaba agarrado a la nada, en equilibrio sin saber cómo. Notó que el pie empezaba a resbalársele. Procuró aguantar."

James Salter
En solitario



"No hay ninguna belleza real sin alguna leve imperfección."

James Salter



"Tenía que saberlo. Era una noticia de lo que había sido su hogar, y estaba hambriento por conocerla, como un exiliado. Era un hombre perdido, a la deriva en mareas extranjeras. Nunca podría regresar, ni encontraría la paz donde estaba. No podía hacer más que nutrirse de los recuerdos y aferrarse a un viejo amigo de paso, como un moribundo.
Daba lástima. Cleve sintió la pena en el estómago, como un huevo de hierro. Era como ver a un hombre ahorcado. Podía sentir la soga alrededor de su propio cuello, sus propias manos atadas, las rodillas muertas. Podía sucederle lo mismo a él, fácilmente, a cualquiera que amara con demasiada intensidad o se mantuviera fiel a sus creencias. Se vio en el lugar de Abbott, sentado al otro lado de la mesa, devorando las migajas que tenía la suerte de encontrar. Le daba reparo mirar, pero era una atracción tan poderosa como echar un último vistazo al rostro céreo de un amigo en la capilla ardiente. Quizá por eso todos odiaban a Abbott, pensó Cleve, porque se veían a sí mismos.
No conseguía librarse, ni siquiera durante una hora. Había una manera de vivir y una manera de morir. Cleve supuestamente debía enseñárselo. En eso consistía ser un líder. En momentos así se convencía de que no era su papel. No tenía bastante para dar. No quería a sus hombres lo suficiente.
Si un defecto tenía era el exceso de lucidez, que puede ser lo mismo que la ceguera. Debería haberse dado cuenta. DeLeo era orgulloso, pero no hasta el punto de no saber ceder. Habría andado a rastras por Cleve. Daughters tenía miedo, pero lo habría ocultado. El líder no sabe que es un santo para ellos. No oye lo que dicen de él. Siente la soledad y no reconoce su significado. Mira hacia delante y no ve que lo siguen. Cae y no sabe que han triunfado."

James Salter
Los cazadores


"Theodore Dreiser visitó a su amigo Arthur Henry el verano de 1899 en Maumee, Ohio. Henry estaba trabajando en una novela. «¿Por qué no escribes una tú también?», le sugirió a Dreiser. Éste se sentó, cogió una hoja de papel y escribió en la parte superior: Nuestra hermana Carrie.
Dreiser era hijo de una familia de diez hermanos que se crió en la pobreza en Warsaw, Indiana. Un maestro bondadoso pagó sus estudios para que fuera a la universidad, aunque no acabó la carrera. Dos de sus hermanas, entretanto, se habían quedado embarazadas o se fugaron de casa. Dreiser empezó a trabajar como cobrador en los barrios bajos de Chicago, pero tenía un ojo perspicaz y ávido, alentado por las cosas que leía en los periódicos. Mandó varios artículos a uno de ellos y pronto pasó a ser un escritor de éxito, y luego reportero y director de una revista. Tenía veintiocho años cuando empezó a escribir Nuestra hermana Carrie, sin una idea preconcebida, sin saber siquiera de qué trataría. Se limitó a echar mano de sus vivencias y permitió que la memoria dispusiera las cosas con apenas un ligero temblor. Tardó cuatro meses en escribir el libro, incluido el abandono al concluir que era pésimo. Sin embargo, tenía poco que perder. Carrie se publicó en un mundo en el que uno de los temas establecidos de la ficción era el de la virtud mancillada que al final triunfa. Fue retirada de circulación enseguida por razones morales. Dreiser conocía un mundo de una realidad más amplia y el rudo mercantilismo de muchas ciudades: Chicago, St. Louis, Pittsburgh, Nueva York. Había leído a Nietzsche, Balzac y Zola, y lo fascinaban ideas vagas de un superhombre, así como el dios del dinero y los reyes del dinero. Sabía que «la vileza del individuo, para ser amada, debe vestirse de gloria», dijo Robert Penn Warren, y esa ambición ardió en él toda su vida. Se le escapó el Premio Nobel, que le fue concedido en cambio a Sinclair Lewis. Dreiser era un mal escritor, repetitivo, vulgar, previsible y falaz, pero también era un gran contador de historias, infatigable y desbordante de ideas."

James Salter
El arte de la ficción