"Antes de que la señorita Maxwell se alejara en el jeep, la felicité por la sangre fría y valor que acababa de mostrar. La gente de nuestro país hace siempre chistes sobre la «blandura» de los norteamericanos, pero me habría gustado que hubiesen visto a la señorita Maxwell aquel día de marzo, en una de las calles de Kabul.
Cuando se fue, me encaminé al bazar: una verdadera maraña de angostas y retorcidas callejas, en el barrio más populoso de Kabul, donde se vendían todos los objetos y artículos imaginables, producto de robos en los depósitos de Delhi, Ispahán y Samarcanda. Me causó un perverso placer la seguridad de que la nueva India, la antigua Persia y la revolucionaria Rusia comunista se veían también impotentes para acabar con los ladrones hereditarios de Asia Central. Cuando Darío, el rey persa, pasó por Kabul quinientos años antes de Jesucristo, ese mismo bazar en el que me hallaba yo ahora vendía ya prácticamente las mismas mercancías robadas en las mismas ciudades antiguas.
Había, como es natural, algunos detalles que revelaban un progreso moderno. Existía una buena provisión de hojitas de afeitar norteamericanas, e instrumentos de cirugía de Gotinga, Alemania. Un comerciante emprendedor vendía ya penicilina y aspirina, mientras que otro había importado, de un depósito literalmente saqueado en Bombay, latas de conserva y pistones para automóviles norteamericanos, de los cuales había ya algunos en las calles de tierra y baches de Kabul.
Pero eran los rostros los que me hacían pensar que me hallaba otra vez en los días de Alejandro Magno cuando Afganistán, por muy extraño que pareciera ahora, no era más que una distante satrapía de Atenas, una tierra de elevada cultura muchos años antes de que Inglaterra hubiera sido debidamente descubierta o que el continente americano estuviese civilizado. En aquellos rostros había un sentido de fuego en potencia, de casi maniática intensidad, y doquiera que dirigía mis ojos veía las misteriosas formas de mujeres, enteramente cubiertas por aquellos mantos casi transparentes, que les ocultaban hasta los ojos. Estaba observando el ir y venir de aquellas incitantes figuras y preguntándome, como era natural en un hombre joven, qué forma humana se encerraría bajo los mantos, cuando me di cuenta —no podría explicar cómo— de dos mujeres jóvenes que se movían con tentadora gracia. ¿Cómo supe que eran jóvenes? No podría decirlo. ¿Cómo supe que eran hermosas, que estaban ansiosas de deseo sexual y que eran alegres y vivaces? No lo sé. Pero sí sé que aquellas criaturas, fuera cual fuere su edad y su aspecto, eran positivamente incitantes por el misterio que las rodeaba.
Una de ellas iba cubierta por un costoso chaderi fruncido, de seda color cervatillo; la otra vestía de gris. En el primer momento creí que trataban de atraerme, por lo cual, cuando pasaron junto a mí, les susurré en pashto:
—Tened cuidado, nenitas, que los mullahs están espiando.
Se detuvieron asombradas, y en seguida se volvieron para mirar hacia la mezquita, donde se hallaban los tres sacerdotes... Luego rieron musicalmente y apresuraron el paso. Cuando me volví para mirarlas, descubrí que calzaban las botas norteamericanas llamadas saddleshoes. Las dos jóvenes tenían que ser las mismas de quienes se había informado que se citaban en el bazar con los dos guardias de la Embajada, y por el recuerdo que tenía de la manera en que los dos infantes de marina habían salido de los terrenos de la Embajada, y la picaresca actitud de las dos tapadas, sospeché que algo curioso ocurría entre ellos y ellas y que el inminente encuentro entre los cuatro jóvenes podría muy bien terminar en tragedia. Por tanto, seguí a las dos mujeres y maldije a Nur Muhammad por no hallarse a mano para ayudarme. Las muchachas no caminaban muy de prisa, y de cuando en cuando me era posible verlas entre la gente: dos delicadas figuras envueltas de pies a cabeza en costosas sedas, exquisitas en todos sus movimientos y calzadas con saddleshoes norteamericanos. De inmediato, las dos gráciles figuras se convirtieron en la personificación del deseo sexual: atractivas, peligrosas, evanescentes, mientras caminaban moviéndose con deliciosa gracia por el bazar, mirando, esperando.
Las seguí a los semioscuros callejones en los cuales se vendían los gorros de caracul, aquellos plateados gorros que daban a los hombres afganos un aspecto tan apuesto y que en los extranjeros parecían tan ridículos."

James A. Michener
Caravanas



"Como los arawak habían hecho anteriormente en Dominica, los pobladores ingleses rehuyeron el violento rompiente y las tempestades dominantes en el flanco de barlovento, la orilla atlántica, prefiriendo el costado occidental, más cálido y amable y orientado hacia los magníficos crepúsculos.
Allí, en una pequeña bahía no muy protegida, se construyó un grupo de toscas casas que, con el correr del tiempo, merecerían el nombre de Bridgetown. Este pequeño núcleo urbano pronto cobraría fama como uno de los lugares más civilizados del Caribe, con su playa curva, caracterizada por palmeras cimbreantes, estrechas calles bordeadas de casas blancas y bajas, al estilo holandés, una población industrial, una pequeña iglesia, coronada por una cúpula diminuta, y, de fondo, unas onduladas colinas bajas, muy verdes después de llover. Aun en esos primeros años era ya una aldea ante la cual el corazón se ensanchaba con cálidas expectativas. En cuanto uno la avistaba desde el mar por primera vez pensaba: He aquí un lugar en donde una familia puede ser feliz.
Al comenzar la década de 1630, un pequeño grupo de esforzados emigrantes ingleses trajinaba en los sembrados, detrás de la ciudad; tratando de conseguir cosechas que bastaran para alimentados; pero también para despachar a Inglaterra algún sobrante a cambio de las mercancías que necesitaban: ropas, medicinas, libros y cosas semejantes. El cultivo de los tres productos codiciados por los comerciantes ingleses —algodón, tabaco y añil para teñir— requería un esfuerzo tan brutal que los primeros colonos no tardaron en idear un plan que les permitía supervisar sus plantaciones con cierta tranquilidad mientras otros se ocupaban del trabajo: importar a jóvenes paupérrimos; con frecuencia del sudeste de Inglaterra o de Escocia, que trabajaran como siervos durante cinco años; transcurrido este tiempo, los mozos recibían una pequeña cantidad de dinero y el título de propiedad por dos hectáreas de tierra que cada uno podía elegir a voluntad.
En el primer grupo de trabajadores contratados así apareció un joven mohíno, proveniente del norte de Inglaterra, cuyo nombre era John Tatum. Según la costumbre, su pasaje había corrido a cuenta del más rico de los plantadores de tabaco radicados en Barbados, Thomas Oldmixon. La relación entre ambos nunca fue buena. Oldmixon era un hombre corpulento y efusivo, de voz atronadora y cara rubicunda, que tenía por hábito descargar palmadas en las espaldas de sus colegas, obsequiándolos con chistes que consideraba divertidos, pero cuya gracia los oyentes no solían captar con sus inferiores, y así consideraba a su sirviente Tatum, se mostraba despótico.
Durante los cinco años de servicio que Tatum debió prestar —sin paga, en una habitación húmeda, con comida miserable y sin la ropa de trabajo que otros amos proporcionaban a sus siervos—, Oldmixon se dedicó vigorosamente a adquirir nuevas tierras. Eso significaba que Tatum tenía que talar árboles, desenterrar tocones y arar terreno virgen para plantar. Ese trabajo tan duro, sin retribución visible, generó en él un amargo odio contra Oldmixon. Cierto inglés de Bridgetown, que trataba a sus sirvientes con más humanidad, predijo: «Antes de que Tatum termine su contrato, bien podría haber un asesinato en casa de Oldmixon».
Pero al año siguiente, concluido el periodo de servidumbre de Tatum y una vez que hubo elegido dos hectáreas al este de Bridgetown, ocurrió uno de esos accidentes que suelen alterar la historia de una isla. Un barco inglés, que iba hacia Barbados con un nuevo grupo de trabajadores blancos, tropezó con un navío portugués cuya tripulación se dedicaba a vender esclavos negros de isla en isla, igual que las mujeres de los hortelanos europeos vendían los productos del huerto de casa en casa."

James A. Michener
Caribe


"El carácter consiste en lo que haces en el tercer y cuarto intento."

James Albert Michener



“Estoy comenzando a sentirme sumamente intranquilo al ver que se pide que los deportes sirvan para promover la política, el militarismo y el patriotismo extravagante.”

James Albert Michener
Ante el uso de los deportes que hicieron la Italia fascista y la Alemania nazi


"Fue en marzo de 1857, cuando parecía a todos los americanos que el compromiso elaborado por Henry Clay y Daniel Webster antes de morir iba a salvar a la nación —es decir, a todos menos a los obstinados abolicionistas, que aceptarían nada menos que el desmembramiento de la Unión— cuando el magistrado presidente Roger Brooke Taney, hombre de Maryland, leyó en el Tribunal Supremo una decisión que destruyó el tambaleante edificio tras el que habían estado trabajando los conciliadores. En términos sencillos e incontrovertibles, el docto magistrado presidente, uno de los hombres más fuertes que jamás habían formado parte del tribunal, delineó el futuro.
El caso, como todos los que sientan jurisprudencia, era complicado. Este esclavo Scott había nacido en un Estado esclavista, había sido llevado a otro libre, luego a un territorio en el que la esclavitud estaba prohibida, de nuevo a un Estado en que se hallaba permitida y, finalmente, a Massachusetts, donde los esclavos eran automáticamente libres. ¿Cuál era su status? El tribunal habría podido decidir lógicamente casi cualquier cosa.
El magistrado presidente Taney y sus compañeros encontraron una solución fácil, aunque evasiva; anunciaron que como Dred Scott era negro, no era ciudadano de los Estados Unidos y no tenía derecho a defenderse en un tribunal federal. Su status volvía a ser el que había sido tres décadas antes. Nació esclavo, y debía continuar siéndolo durante toda su vida.
Si Taney hubiese dejado ahí el asunto, simplemente habría privado a un negro de su libertad, pero el viejo sudista llevaba ochenta años en el corazón de las luchas políticas, y no era propio de él escabullirse. Decidió abordar de lleno el problema más explosivo de su tiempo. Resolvería de una vez por todo aquel pernicioso problema de la esclavitud. Respaldado por magistrados que también poseían esclavos, como los había poseído siempre su propia familia, el anciano introdujo en su decisión fundamental una serie de consideraciones que sobresaltaron a la nación: ningún organismo oficial, en ningún lugar de los Estados Unidos, podía privar a nadie de su legítima propiedad; el Compromiso de Missouri era nulo; el Congreso no podía impedir la esclavitud en los territorios; y los Estados carecían de facultad para liberar esclavos.
Cuando la decisión llegó al Choptank, los plantadores se sintieron complacidos; tenían ahora todo lo que siempre habían deseado del Gobierno federal, y hombres como Paul Steed pensaron que debían cesar las discusiones que no hacían sino desunir. Mandó fijar en todos los almacenes Steed de la región sendos ejemplares de la decisión, y dijo a sus capataces:
—Ahora podemos combatir el problema de los fugitivos con un arma real. Explicad a vuestros esclavos que, aunque logren escapar durante unos días, acabarán siendo devueltos. El problema queda definitivamente resuelto, y podemos continuar con nuestro trabajo.
El grupo medio de ciudadanos quedó complacido con la decisión; pondría fin a las disensiones. Los irlandeses se mostraban indiferentes. Y los negros emancipados, como Eden y Cudjo Cater, comprendieron que debían andarse con mucho cuidado, pues en cualquier momento podía alguien reclamarles como esclavos, presentar en el tribunal documentos falsificados y llevárselos a alguna plantación de algodón. Eden revisó sus documentos de manumisión, pero revisó más detenidamente sus cuchillos y sus revólveres.
Los Paxmore se sintieron turbados por esta extraordinaria decisión, y, cuando recibieron una copia, tropezaron con el sorprendente pasaje en que el magistrado presidente Taney escribía:
Los esclavos han estado considerados durante más de un siglo como seres de orden inferior, tan inferior, que carecían de derechos que el hombre blanco estuviese obligado a respetar.
Cuando George Paxmore oyó estas terribles palabras, inclinó su canosa cabeza, y no se le ocurrió forma alguna de refutarlas. Por dos veces empezó a hablar, pero era inútil. Si el más alto tribunal de la nación juzgaba que un negro no tenía derechos que un blanco debiera respetar, entonces no había ninguna esperanza para aquel país. Habría de caer en la barbarie."

James A. Michener
Bahía de Chesapeake



"Las relaciones entre los tres barrios de la ciudad en el año crítico de 1290, eran el mejor ejemplo de la debilidad básica de los Cruzados: las diferencias imperantes en Europa determinaban el comportamiento en Tierra Santa, pues en Italia, Génova había declarado la guerra a Pisa, y Venecia estaba maltratando a los traficantes genoveses. Por consiguiente, en Acre, los venecianos locales habían expulsado a los genoveses de la ciudad y las naves genovesas se vengaban capturando a marineros de Venecia y Pisa, los cuales eran vendidos a los mamelucos como esclavos.
Era la guerra, que se libraba únicamente en busca de ventajas económicas y si algún día resultaba conveniente a las diversas facciones traicionar a la ciudad de Acre en favor de los mamelucos, lo harían sin el menor remordimiento.
Ésa era la primera división, pero no la más importante. La ciudad era defendida, no por un ejército tradicional, sino por monjes que se habían afiliado a una u otra de las órdenes militares. Templarios, Hospitalarios y Teutónicos, y cada una de esas empecinadas órdenes se dirigía a sí misma, autárquica, y dedicada por entero a guerrear contra las otras.
Los caballeros-monjes que dirigían las órdenes tenían autorización para concertar sus propios tratados con los mamelucos y para decidir cuándo y cómo se guerrearía. Conseguir que los tres estuviesen de acuerdo en un plan cualquiera de defensa era difícil por no decir imposible. En Acre, cada orden tenía su propio barrio fortificado, aparte de los tres italianos y que se administraban y bastaban a sí mismos. Monjes y comerciantes se miraban mutuamente con desprecio, pero como los unos eran necesarios a los otros y viceversa, se mantenía una tregua, a regañadientes pero tregua al fin.
La tercera división, si bien de menor importancia militar, era probablemente la de mayor significado en lo referente a lo moral. En Acre había treinta y ocho iglesias: latinas leales a Roma, ortodoxas griegas que obedecían a Bizancio, católicas griegas que apoyaban a Roma pero retenían sus propios ritos, y los tercos y pintorescos monofisitas, que desconocían a Roma y Constantinopla en su adherencia a la antigua creencia de que Cristo tenía solamente una naturaleza. En ellos estaban incluidos los coptos de África, los armenios y, sobre todo, los jacobitas de Siria, cuyos sacerdotes hacían la señal de la cruz con un rígido dedo, proclamando así al mundo la naturaleza única de Jesucristo. Entre esos grupos existían enconados odios. Había cuatro series de iglesias, cuatro rituales distintos, cuatro teologías. En cualquier crisis los intereses de los cuatro grupos eran casi siempre divergentes y cualquiera jerarquía podía tratar de derrocar a sus adversarias, lanzándolas al caos o a los expectantes brazos de los mamelucos.
Así, la amurallada y fortificada ciudad de Acre, tan poderosa cuando se la veía a la distancia, era, en realidad, un mosaico de once comunidades separadas, unidas únicamente por su temor a sus usurpadores enemigos: los venecianos, genoveses, pisanos, templarios, hospitalarios y teutónicos, las iglesias romana, bizantina, griega y monofisita, además del frágil undécimo: el reino de Jerusalén, gobernado por un apuesto e inefectivo y joven rey, cuyos íntimos habían conseguido ocultar al público el hecho de que era epiléptico.
En toda esta colosal confusión, había únicamente un factor compensatorio: las campanas de Acre y ahora, al acercarse la hora de la oración vespertina, su magia se extendió por toda la amurallada ciudad. Primero fue la sucesión de graves notas de San Pedro y San Andrés, la iglesia romana próxima al puerto, con su ritmo severo, al que de inmediato se unió el de la danzarina campana de bronce de la iglesia copta, seguido por el tintineante parloteo de la iglesia siria de San Marcos de Antioquía. Uno por uno los treinta y cinco campanarios transmitieron sus sonoros mensajes, hasta que la ciudad era toda un enorme latido musical."

James A. Michener
El manantial de Israel


"Los científicos sueñan con hacer grandes cosas. Los ingenieros las hacen."

James Albert Michener


"Nunca estamos preparados para lo que esperamos."


James Michener


"Si rechazas la comida, ignoras las costumbres, temes la religión y evitas a la gente, sería mejor que te quedes en casa."

James A. Michener



"Si un hombre se encuentra a sí mismo, posee una mansión donde morara con dignidad todo los días de su vida."

James Albert Michener