El árabe

    ¡Qué gallarda levanta su follaje
La palma solitaria de Elb-keddí,
Cuando penetra el sol por su ramaje,
Lanzando a plomo su calor allí!

    El firmamento en púrpura se inflama  
Con los rayos que arrastra el huracán,
Y está ardiendo la arena, cual la llama
Que se eleva del cráter de un volcán.

    En alas del Simún veloz se arroja
Torbellino de arena abrasador:  
Y refleja al través, flotante y roja,
La luz del sol su ardiente resplandor.

    Entre arena que baña resonando
De alguna antigua Esfinge el roto pie,
El árabe corcel va galopando:  
El Cairo al lejos relumbrar se ve.

       Sigue así, fiero alazano.
    Alza la frente serena,
    Que ya el desierto de arena
    Se ostenta en su majestad
    Ya estamos solos: tu brío
    Sacuda el plácido sueño:
    Respira, como tu dueño,
    El aura de libertad.

       El palacio entre sus muros
    No me ofrece independencia:
    ¿Qué me hiciera su opulencia,
    Cuando vivo libre aquí?
    ¿Quién por el mar no dejara
    La fuente mísera y fría,  
    O el rosal de Alejandría.
    Por la palma del Zaeddí.

       El murmullo entre las flores
    No escucho aquí de la brisa,
    Ni la plácida sonrisa  
    De pacífico raudal:
    Pero corre ronco el viento,
    Sin parar su vuelo un monte:
    Pero miro un horizonte
    De topacio y de coral.  

       El sol detiene su giro
    Por contemplarme: navego
    Por un piélago de fuego,
    Sobre mi hermoso alazán:
    Él no borra en su carrera  
    La huella de paso humano,
    Que yo reino soberano,
    Donde reina el huracán.

       Dios a los hijos de Europa
    Dio ciudades y jardines,  
    Y entre danzas y festines,
    Los hizo esclavos allí.
    «¡Trabaja!» dijo al cristiano:
    Pero al árabe indolente,
    «Sé tú libre, independiente:  
    El desierto es para ti».

       Cuando la luz de la aurora
    El horizonte ilumina,
    Tercio mi fiel carabina
    Sobre mi ardiente corcel:  
    Y a la sombra de una Esfinge,
    De las tumbas de los reyes,
    Doy soberano mis leyes
    Al creyente y al infiel.

       ¡Espacio sin fin, inmenso!
    ¡Mi primera, dulce cuna!
    Bello si el sol, si la luna
    Refleja su luz en ti.
    ¿Qué me importa, entre jardines,
    Un sueño de vida incierto?  
    Quiero habitar el desierto:
    Quiero morir do nací:

       Donde el pecho de una hermosa,
    Al nazareno arrancado,
    Palpita tierno a mi lado,
    Sin terror y sin desdén:
    Y de mil bellas esclavas
    Los halagos y caricias,
    Van a colmar de delicias
    La soledad de mi harén.

       Sobre el camello indolente
    Cargado de plata y oro,
    Se acerca doblado el moro
    De codicia y de calor:
    Entre mantas y cojines
    Muellemente recostado,
    El nazareno espantado
    Siente venir su señor.

       La cristiana de ojos negros,
    Cual la palma deliciosa,
    La georgiana pura, hermosa,
    Del profeta bella Hurí,
    Para mí todo: las perlas,
    El sándalo, diales, velos:
    Alá me grita en los cielos,  
    Todo, todo es para ti.

    Y en un cielo de nácar el sol brilla:
A plomo lanza su radiante luz:
Corre el infiel, sobre la blanda silla,
Medio envuelto en su cándido burnúz.

    Y soltando las riendas relumbrantes,
Y apretando en su mano el yathagan,
Corre el infiel, que pronto los turbantes
De su tribu a lo lejos brillarán.

    De ambición y de amor su mente llena,
Del botín y las hijas de Ismael,
Corre el infiel, envuelto entre la arena
Que levanta el galope del corcel.

Salvador Bermúdez de Castro y Díez




Flores de un día

"¡Calla por Dios! del cántico el sonido
tristes recuerdos en mi mente evoca;
cada palabra de tu hermosa boca
hiere, cual flecha, mi doliente oído.

En lo pasado el corazón perdido,
dulce ilusión, al evocarte invoca:
proyectos vanos de mi audacia loca,
dulces sueños de amor, ¿dónde habéis ido?

Yo no lo sé, pero cansancio inerte
vuestros odiosos gozos me dejaron,
y ora la ansiada paz busco en la muerte:

Las penas en mi pecho se ensañaron,
y a las angustias de mi horrible suerte
los dioses que adoré me abandonaron."

Salvador Bermúdez de Castro y Díez



La duda

    En las altas columnas del templo
A las preces la lámpara llama:
Lumbre triste y escasa derrama
Que ennegrece la nave alredor.
Sólo el mármol de altares y tumbas  
Con su luz sepulcral se colora:
Es el rayo de pálida aurora,
De una estrella el temblante fulgor.

    Se engrandece y se espacia la mente
Que en las losas del templo medita;  
Su carrera es entonce infinita:
Su grandeza es entonce inmortal.
Al pensar entre tumbas ¿qué alma
Su vivir congojoso quisiera?
¿Quién a Dios con fervor no pidiera  
Un olvido completo, eternal?

    Esas luces que brillan y mueren
En las altas columnas macizas:
Ese lúgubre altar, las cenizas
Que la huesa en su centro ocultó,  
Todo anuncia morir: ¡ay! recuerdo
Mi ventura de un tiempo pasado,
Y mi pecho no late, asustado
A las voces de muerte que oyó.

    ¿Será cierto? Este templo espacioso  
De tan alta y soberbia estructura,
Esta nave, pacífica, oscura,
Convidando mi labio a rezar:
Esas altas columnas, el ara
Que el incienso encapota sombrío,  
¡Todo está cual la tumba vacío,
Templo, nave, columnas, y altar!

    ¿Es verdad que esa luz misteriosa
Que brillar en las lámparas miro,
No arrebata la mente en su giro  
A una eterna existencia de amor?
¿Es verdad que postrada, piadosa,
En las alas del cántico el alma
No se eleva, en dulcísima calma,
Hasta el trono de luz del Señor?  

    Cual la yerba arrojada en la roca,
Que marchita allí crece, allí muere,
¿Viviré y moriré, sin que espere
Otra vida, otra dicha, otra luz?
Aun en medio de altares y tumbas  
Mi terrible pensar me amenaza:
Que si el mundo feroz me rechaza,
Me rechaza también esa cruz.

    ¡Ay! la duda mi pecho devora:
Infeliz, nada sé, nada creo:  
Una nube fatal sólo veo,
Sin belleza, sin luz, sin color.
Porvenir angustioso, insensible
Me presenta mi triste existencia,
Que no tengo ninguna creencia  
Que me anime a su dulce calor.

    En las sombras envuelto del templo,
Mi rodilla en la piedra reposa:
Menos yerta la fúnebre losa
Está ¡ay Dios! que mi triste pensar.  
¿Por qué siempre a la mente la dicha
Seductora aparece y lejana,
Como el sol con más luz se engalana
Para hundirse después en la mar?

    Todo huyó para siempre... Dichoso  
A rezar con mi amada venía,
Y el postrero reflejo del día
Nos miraba en el ara a los dos:
No amargaban mis plácidos sueños
De la triste razón los pesares:  
Que en el aire, en la tierra, en los mares
Contemplaba la imagen de Dios.

    Su semblante de amor en el templo
A mi infancia feliz sonreía,
De su trono de luz bendecía  
Mi existencia dichosa y mi paz.
Y ahora sólo mi frente rodean
Negras sombras de horrible tristeza,
Que mi vida de calma y pureza
Disipóse cual niebla fugaz."  

Salvador Bermúdez de Castro y Díez



“¡Quién me volviera las fugaces horas,
¡ay!, tan fugaces cuanto fueron bellas,
cuando en las playas de la mar sonora
contemplaba la luz de las estrellas!”

Salvador Bermúdez de Castro y Díez



Tempestad

"Por entre escollos, en mi intento ciego,
mi frágil nave en soledad perdida,
por los desiertos mares de la vida,
buscando un mundo, cual Colón, navego.

Mas no entre llanto sonará mi ruego,
aunque las sirtes del abismo mida,
aunque los aires lóbregos divida
con roja luz relámpago de fuego.

¡Ah! ¿Qué me importa en la común corriente
ir de otro mundo a la remota arena,
si alzo a las nubes mi tranquila frente?

Brille de orgullo mi bandera llena,
y entre las olas por el roto puente,
y cruja el viento en la quebrada entena."

Salvador Bermúdez de Castro y Díez