"Habían sido unas vacaciones curiosas, insospechadamente buenas en determinados aspectos. A decir verdad, habían sido demasiado caras para él, y solo después había caído en la cuenta de hasta qué punto, y con cuánta discreción, había invitado Edward: las bebidas, salir a cenar, regalos para las chicas y para todos los niños; los telesillas, el alquiler de patines para Zoë, que prefería patinar, y un montón de cosas por el estilo. Y también había sido muy amable con Zoë, quedándose a menudo con ella en la pista de patinaje mientras Rupert y Villy se iban a esquiar. Villy era una esquiadora maravillosa: valiente, elegante y muy veloz. En realidad era incapaz de seguirle el ritmo, pero le agradaba su compañía. La ropa de esquí le sentaba muy bien a su figura amuchachada y llevaba un gorro de lana escarlata que la hacía parecer muy joven e intrépida a pesar de su cabello entrecano. Una vez, subiendo en el telesilla, Rupert estaba contemplando las deslumbrantes laderas blancas con sus sombras violeta, el cielo azul y despejado y los árboles negros como la tinta abajo en el valle, y se volvió para exclamar qué hermoso era todo; pero, al ver el rostro de Villy, guardó silencio. Tenía el codo apoyado en el pasamanos del telesilla, el rostro sostenido por una mano enguantada, las pobladas cejas —mucho más oscuras que su cabello— ligeramente fruncidas, los párpados medio entornados, de manera que no pudo ver la expresión de sus ojos, la boca (rasgo que Rupert siempre había admirado por su estética, más que por su sensualidad) apretada: en conjunto, a Rupert le dio la impresión de que tenía un aire preocupado. (…) Si había otra guerra solo podría ser peor, porque la gente no dejaba de decir que los buques de guerra, aviones, las armas y todo lo que podía empeorarla se habían perfeccionado gracias al desarrollo científico. La próxima guerra sería el doble de espantosa y el doble de larga. Muy en su fuero interno, envidiaba a Louise por no temer más que al internado; al fin y al cabo, ya tenía catorce años, y dentro de dos o tres años sería demasiado mayor para ir. Pero nadie era demasiado mayor o demasiado joven para la guerra."

Elizabeth Jane Howard
Los años ligeros



"Hay gran cantidad de gente que preferiría hacer una visita a las alcantarillas que visitar a sus primos."

Elizabeth Jane Howard



"La Antropología fue la ciencia que le dio la plataforma por la que ella midió, regañó y sostuvo al mundo."

Elizabeth Jane Howard



"La chica miró a su alrededor. La noche anterior todo le había parecido de lo más romántico: la enorme cama de matrimonio, las lamparitas de mesa de seda rosa, las sedosas y tupidas cortinas, el tocador con tres espejos y taburete revestido de brocado... En ese momento, en cambio, la habitación le pareció desoladora, desordenada e incluso sórdida. Las sábanas engurruñadas, las almohadas hundidas, los despojos de la bandeja del desayuno al pie de la cama —una pila de migas y platos grasientos, el cubrebandeja manchado de cercos de café—, los polvos derramados sobre el tocador y las toallas mojadas, una —la de Edward— tirada por el suelo, y la otra —la suya—, sobre el taburete… Las cortinas, descorridas, enmarcaban unas vistas claras e inhóspitas del aparcamiento, y observó que la tupida alfombra sobre la que había disfrutado caminando descalza la noche anterior no estaba, a decir verdad, demasiado limpia. Sabía que estaba casado; más sincero no había podido ser. Le parecía el hombre más sincero que había conocido en toda su vida. Aquellos ojos azules que te miraban tan serios cuando te decía las cosas, incluso las más difíciles, como lo de su matrimonio… Se estremeció solo de imaginárselo mirándola. «¿Estás segura de que quieres?», le había dicho en el coche mientras se dirigían al hotel después de cenar. Pues claro que había querido. No le había dicho que jamás lo había hecho. Siempre había pensado que no lo haría hasta que se casara, que la primera vez sería en su noche de bodas; se esperaría a conocer a su «Comandante Azul», como decían las chicas de su unidad. Ahora comprendía que lo único que había estado esperando era enamorarse…; lo demás no tenía importancia. A Edward se le habían roto un poco los esquemas al descubrir que era su primera vez. «Ah, preciosa… No quiero hacerte daño», había dicho, pero se lo había hecho. Le habían encantado sus besos y había sido francamente excitante que le tocase los pechos, pero el resto había sido muy distinto de lo que se había imaginado. La tercera vez no le había dolido de la misma manera; adivinaba ya que acabaría por no dolerle nada. Lo que se le hacía tan increíblemente excitante era sentirse deseada…, o, al menos, sentirse deseada por un hombre tan atractivo como Edward.
Estaba delante de la ventana con el espejito de bolsillo, intentando perfilarse la boca con el pintalabios, pero el bigote de Edward le había irritado la piel de alrededor y el resultado fue un borrón rojo. Se frotó el labio superior y la barbilla con los polvos blanquísimos que usaba para maquillarse. Más no podía hacer. Ahora tocaba salir de la habitación, bajar en el ascensor, cruzar el vestíbulo con paso firme (sin mirar a nadie) y salir al coche. Se estiró la corbata, se caló la gorra, se echó la bolsa al hombro y salió muy tiesa."

Elizabeth Jane Howard
Tiempo de espera



"Le dije a Van Westinghouse que no podríamos reunirnos con ellos y le pedí que le dijera a Lillian que lo sentía, pero que las cosas se habían complicado. ¿Podía cuidar de ella? Yo lo llamaría por la mañana. Por supuesto. Era uno de esos pocos hombres, como Emmanuel señaló una vez, que aprendía de las experiencias de los demás. Me volví hacia Johnnie, que tenía el aspecto de un colegial expectante a punto de saltarse las normas.
—No más whisky, para nadie, y un sitio discreto para cenar.
Y así acabó. Fuimos a cenar al Giovanni’s y lo pasamos bien. Toda la tensión y las tiranteces parecían haberse disipado y Emmanuel nos tuvo encandilados haciendo que Sally contase historias y preguntándole a Alberta qué opinaba sobre ellas, improvisando un prólogo para Johnnie al estilo de un conocido semanario americano: «El dramaturgo mestizo de arrabal, Emmanuel «Orquídeas» Joyce, trata de apuñalar los procesos artísticos autoanalíticos al sacar a los personajes de sí mismos y devolverlos vueltos del revés», etcétera. Pero sobre todo estuvo escuchando. De vez en cuando contaba alguna anécdota. Aunque dichas anécdotas eran muy breves, su forma de narrarlas las hacía irresistibles y fascinantes y estábamos todos sentados a su alrededor como un puñado de niños con los ojos como platos, pidiendo más.
No fue hasta después del sabayón, cuando ya estábamos con el café, cuando Sally empezó a hacer preguntas sobre la obra. Emmanuel contestaba y yo tenía la sensación de que estaba manteniendo una conversación definitiva consigo mismo, y también conmigo, sobre el tema. Le explicó en líneas muy generales qué tipo de obra era, la dificultad del personaje de Clemency, lo que habíamos hecho y cómo habíamos fracasado en el intento de encontrar a la actriz adecuada. Johnnie y Alberta también escuchaban, pero la atención colectiva no parecía interferir en nuestra comunicación privada. Johnnie, muy tímido, sugirió a Katie para el papel y yo dije que sí, pero que no podía hacerlo, que había intentado convencerla de nuevo esa misma tarde. Emmanuel me estaba mirando y supe que mi presentimiento —de que había llegado a una valoración final, a una conclusión— era acertado. Pensé que iba a desechar la obra, que había encontrado la razón que decía que necesitaba para hacerlo, y me debió de cambiar el color de la cara como si ese miedo fuera un bote de tinta derramada y mi cabeza el papel secante que lo absorbía...
—... así que he decidido hacer un experimento, si la víctima está dispuesta a colaborar.
Los dos nos giramos instintivamente hacia Alberta, que había permanecido muy quieta y cuyos ojos, claros y estupefactos, eran la única señal de que había entendido la sugerencia. Se hizo un largo silencio y luego dijo: —Ya sabe que no tengo ni la menor idea de actuar."

Elizabeth Jane Howard
Cómo cambiar el mar



“Llámalo clan, llámala red, tribu o familia: como quieras que lo llames, quienquiera que seas, necesitas una.”

Jane Howard