“A ciertos hombres los guías, y a ciertos hombres los sigues.” 

John Le Carré


"Al alcanzar enseguida la primera fila de coches, se abrió desde dentro la puerta trasera de un "Mercedes" negro, y se encendió la luz del interior. Peters, a diez metros por delante de Leamas, se acercó de prisa al coche, habló en voz baja con el conductor, y luego llamó a Leamas.
—Aquí está el coche. Dese prisa.
Era un viejo "Mercedes 180". Entró sin decir palabra, y Peters se sentó a su lado, en el asiento de atrás. Al arrancar, adelantaron a una pequeña "DKW" con dos hombres delante. Veinte metros más abajo, junto a la carretera, había una cabina telefónica. Un hombre hablaba por teléfono, y les vio pasar sin dejar de hablar mientras tanto. Leamas miró por la ventanilla de atrás y vio que la "DKW" les seguía. "Un gran recibimiento", pensó.
Avanzaban bastante despacio. Leamas estaba sentado con las manos en las rodillas, mirando fijamente hacia delante. No quería ver Berlín esa noche. Esta era su última ocasión, lo sabía. Tal como estaba sentado, podía lanzar lateralmente la mano derecha a la garganta de Peters y aplastarle el promontorio de la nuez. Podría salir y echar a correr, haciendo eses para evitar las balas del coche de detrás. Estaría libre; en Berlín había gente que se cuidaría de él. Podía escaparse.
No hizo nada.
Fue muy fácil cruzar el límite de sector. Leamas nunca hubiera imaginado que fuese tan fácil. Durante diez minutos estuvieron dando vueltas, y Leamas supuso que tenían que cruzar en una hora prefijada. Al acercarse al puesto de control alemán occidental, la "DKW" aceleró y les adelantó con el ostentoso ruido de un motor forzado, deteniéndose en la caseta de la policía. El "Mercedes" esperó treinta metros detrás. Dos minutos después, el poste rojo y blanco se elevó para dejar paso a la "DKW", y al hacerlo así, los dos coches pasaron juntos, el motor del "Mercedes" gruñendo enseguida, y el conductor apretándose contra el respaldo y conduciendo con los brazos extendidos.
Al cruzar los cincuenta metros que separaban los dos puestos de control, Leamas advirtió vagamente las nuevas fortificaciones en el lado oriental del muro; dientes de dragón, torres de observación y triple tendido de alambre de espino. Las cosas se habían puesto tensas.
El "Mercedes" no se detuvo en el segundo puesto de control: las barreras ya estaban levantadas y pasaron directamente hacia adelante, sin que los "vopos" hicieran otra cosa que mirarles con gemelos. La "DKW" había desaparecido, y cuando Leamas la avistó diez minutos después, iba otra vez detrás de ellos. Ahora marchaban de prisa. Leamas había pensado que se pararían en el Berlín oriental, quizá a cambiar de coches y a felicitarse por el éxito de la operación, pero marcharon hacia el este a través de la ciudad."

John Le Carré
El espía que surgió del frío


“Algunas personas han recibido la maldición de una cantidad excesiva de lealtad, pues podría llegar un día en que no les quedara nada a lo que servir.” 

John Le Carré


“Aquello contra lo que luchaban en vano los dioses y todo humano sensato no era la estupidez. Era la pura indiferencia, la desconsiderada y maldita indiferencia ante los intereses de cualquiera excepto los propios.” 

John Le Carré


"Bridget tenía la oreja a treinta centímetros de mi boca y llevaba un perfume llamado Je Reviens, que es el arma elegida por Gail, la hermana menor de Penélope. Gail, la niña de los ojos de su padre, se había casado con el dueño de un aparcamiento, miembro de una rama segundona de la aristocracia. Penélope, en represalia, se había casado conmigo. Así y todo, incluso hoy se necesitaría un consejo de jesuitas del más alto nivel para explicar lo que hice a continuación.
Pues ¿por qué un adúltero recién ungido, que horas antes se ha abandonado en cuerpo, alma y orígenes a otra mujer por primera vez en sus cinco años de matrimonio, siente el impulso irresistible de poner a su esposa engañada en un pedestal? ¿Intenta recrear la imagen de ella que ha profanado? ¿Recrea la imagen de sí mismo antes de la caída? ¿Estaba pasándome factura mi culpabilidad católica, siempre presente, en medio de mi euforia? ¿Era ensalzar a Penélope lo más parecido que podía hacer a ensalzar a Hannah sin delatarme?
Poco antes abrigaba la firme intención de sonsacar a Bridget en lo referente a mis nuevos contratantes y, por medio de sagaces preguntas, averiguar algo más acerca de la composición del cártel anónimo y su relación con los muchos organismos secretos del Estado británico que se afanan día y noche para protegernos, lejos de la mirada del espectador medio. Sin embargo, mientras nos abríamos paso entre el tráfico casi detenido, acometí un aria a pleno pulmón en loa de mi esposa Penélope, proclamándola la compañera más fiel, refinada, fascinante y atractiva que podía tener un intérprete acreditado y soldado secreto de la Corona, amén de brillante periodista, que combinaba tenacidad y compasión, y fantástica cocinera, cosa que, como deduciría cualquiera teniendo en cuenta quién guisaba, rayaba en la fantasía. No todo lo que dije era totalmente positivo, claro, no podía serlo. Si hablas a otra mujer sobre tu esposa en plena hora punta, tienes que sincerarte un poco acerca de sus aspectos negativos, so pena de quedarte sin público.
—Pero ¿cómo demonios llegaron a conocerse el señor y la señora Perfectos? Eso quiero yo saber —protestó Bridget con el tono ofendido de quien ha seguido las instrucciones del envoltorio, sin éxito.
—Bridget —contestó una voz desconocida dentro de mí—, así fue cómo ocurrió.
Son las ocho de la noche en el triste estudio de soltero de Salvo en Ealing, le cuento mientras, cogidos del brazo, esperamos a que cambie el semáforo. El señor Amadeus Osman, de la Agencia de Traducción Jurídica Internacional, me llama desde su maloliente oficina de Tottenham Court Road. Debo ir derecho al Canary Wharf, donde un gran periódico nacional ofrece una fortuna por mis servicios. Corren todavía mis días de esfuerzos ímprobos, y el señor Osman es mi dueño a medias.
En menos de una hora me hallo sentado en las lujosas oficinas del periódico con el director a un lado y su escultural periodista estrella —¿adivinan quién?— al otro. Ante nosotros, en cuclillas, está su supersoplón, un marino mercante afroárabe, barbudo, que, por el dinero que yo gano en un año, difundirá un rumor acerca de una red de agentes de aduanas y policías corruptos que opera en los muelles de Liverpool. Habla un inglés macarrónico, pues su lengua materna es un clásico suajili con dejo tanzano. Nuestra estrella de la crónica negra y su director se encuentran en el proverbial brete del periodismo sensacionalista: si verificas la fiabilidad de tu fuente con las autoridades, pones en peligro el notición; si depositas tu confianza en la fuente, te demandan por difamación y los abogados te dejan hasta sin camisa."

John Le Carré
La canción de los misioneros 



“¿Cuál es la diferencia, me pregunto yo, entre un país que encierra en la cárcel a unas cuantas personas de más y un país que deja en libertad a sus gángsters?” 

John Le Carré



“Cuando el mundo sea destruido, lo será no por sus locos, sino por la cordura de sus expertos.” 

John Le Carré


"El amor es lo que sea que todavía puedes traicionar. La traición solo puede ocurrir si amas."

John Le Carré


"El día que su destino reapareció para reclamarlo,Ted Mundy lucía un bombín y se mantenía en equilibrio sobre una tarima improvisada en uno de los castillos bávaros de Luis, el rey loco. No era un bombín clásico, sino algo más propio de Laurel y Hardy que de Savile Row. No era un sombrero inglés, pese a que él llevaba la bandera británica, bordada en seda oriental, en el bolsillo superior de la deslucida chaqueta de tweed. En el interior de la copa, la etiqueta del fabricante declaraba que era obra de los señores Steinmatzky e Hijos, de Viena. Y puesto que el sombrero no era suyo -como se apresuraba a explicar a cualquier desventurado, a ser posible mujer, que se convirtiese en víctima de su infinita accesibilidad-, tampoco era una forma de autopunición.
Este sombrero es atributo del cargo, señora -insistía, disculpándose locuazmente con un discurso bien ensayado que recitaba de carrerilla-. Un tesoro histórico, que me ha sido confiado durante un breve tiempo por generaciones de anteriores titulares del puesto. estudiosos, poetas, soñadores, clérigos errantes. y todos nosotros, del primero al último, leales servidores del difunto rey Luis."

John Le Carré
Amigos absolutos



“En ese sentido era el ser más temido de nuestro mundo contemporáneo: un hombre que decidía en solitario.” 

John Le Carré



"Es parte de la profesión de escritor, como es parte de la profesión de espía, aprovecharse de la comunidad a la que está unido, para tomar información - a menudo en secreto - y traducirla en la inteligencia de sus amos, ya sean sus lectores o sus jefes en el espionaje. Y creo que ambas profesiones son, posiblemente, más bien solitarias."

John Le Carré



"Escribí 'El espía que vino del frío' a la edad de 30 bajo intenso estrés personal no compartido y en extrema privacidad. Como oficial de inteligencia bajo pose de diplomático junior en la embajada Británica de Bonn, era un secreto para mis colegas, y mucho del tiempo para mí mismo."

John Le Carré


“Espiar es esperar”

John Le Carré
La Casa Rusia



“La estupidez humana era aquello contra lo que los propios dioses luchaban en vano.” 

John Le Carré



“La hipocresía es el homenaje que el vicio tributa a la virtud.” 

David John Moore Cornwell, más conocido por su seudónimo John le Carré



"Llegué a la conclusión de que, comparada con la realidad, mi historia era tan trivial como una felicitación navideña."

John Le Carré
El jardinero fiel


“Lo que hace veinte años parecía una fantasía disparatada era hoy nuestra única esperanza.” 

John Le Carré


“Soy un proscrito moral. Trafico en teorías corrompidas.” 

John Le Carré


"Tenía su propio plano de la ciudad, cortesía de Paddy, una edi­ción alemana con texto en varios idiomas. Cy le había dado un ejemplar de Crimen y Castigo, una manoseada edición en rústica de Penguin con una traducción que le resultaba desesperante. Ha­bía puesto las dos cosas en una bolsa de plástico. Wicklow había in­sistido. No cualquier bolsa, sino esta bolsa, que anuncia algún ho­rrible cigarrillo americano y puede ser reconocida a quinientos metros de distancia. Ahora, su única misión en la vida era seguir a Raskolnikov en su fatídico viaje para asesinar a la vieja dama, y por eso era por lo que estaba buscando un patio que diera al canal Grivoyedev. Se entraba por unas puertas de hierro, y un frondoso ár­bol daba sombra. Se internó lentamente en él, mirando su Pen­guin y luego, cautelosamente, a las sucias ventanas, como si esperase ver rezumar la sangre de la vieja usurera por la pintura amarillenta. Sólo ocasionalmente dejaba vagar su mirada a esa de­senfocada distancia media que es coto privado de las clases altas británicas y que comprende objetos tan extraños como gente que pasa, o que no pasa pero no hace nada; o la puerta que conducía a la calle Plejanova, que, decía Paddy, sólo muy pocas personas co­nocían en la ciudad, como los científicos que habían estudiado de jóvenes en el Litmo, a la vuelta de la esquina, pero que, por lo que Barley podía ver en su indolente búsqueda de accesos, no daban señales de volver.
Estaba sin aliento. Una burbuja de náusea, como una bolsa de aire, le presionaba en la boca del estómago. Llegó a la puerta y la abrió. Atravesó un vestíbulo. Subió el corto tramo de escaleras que llevaba a la calle. Miró a ambos lados y fingió compulsar sus descu­brimientos mientras la correa del odiado micrófono de Wicklow le cortaba la espalda. Dio media vuelta y deambuló de nuevo a través del patio y bajo el frondoso árbol hasta encontrarse otra vez a la orilla del canal. Se sentó en un banco y desplegó el plano. Diez mi­nutos, había dicho Paddy, entregándole un arañado cronómetro en lugar de su poco fiable reliquia. Cinco antes, cinco después, y luego largarse."

John Le Carré
La Casa Rusia



“Un escritorio es un lugar peligroso desde el que ver el mundo.” 

John Le Carré