"¡Ah, ése (Gustave Moreau) puede jactarse de haber forzado el umbral del misterio, y puede reivindicar la gloria de haber turbado a todo su siglo!"

Jean Lorrain es el seudónimo de Paul Alexandre Martin Duval
Tomado de la revista Horizonte nº 13, página 17


"Allitof en persona vino a abrirme. No se puede decir que fue una operación sencilla. Estaba encadenado y encerrado como en una fortaleza, y la puerta, de grueso roble macizo con una estrecha mirilla a la altura de la cara, sólo se entreabrió tras un prudente ¿quién es?, y todo un meneo, en el interior, de herrajes y cerrojos. Teniendo en cuenta el aspecto de la morada y la sospechosa impresión de la escalera, ese exceso de precauciones me sorprendía a medias: por otra parte, me daba la impresión de que mi Serge estaba mucho menos extraño y mucho menos cambiado de lo que me lo habían hecho temer los comentarios que había oído; mi visita lo había alegrado y animado y, aunque todavía estaba extraordinariamente pálido, me pareció menos delgado en su flotante traje hogareño que en los pliegues caídos de su pelliza de zorro. Lo había sorprendido en pleno trabajo y, muy feliz de la interrupción, charlaba ahora con alegría, tal vez un poco febril, sentado frente a mí en una amplia silla en petit point, del otro lado de la chimenea, donde llameaba un fuego de haya que hacía bailar unas grandes sombras flotantes en el techo tendido de paño, y dos altas lámparas de pie puestas al azar de los muebles daban una seguridad luminosa, un íntimo bienestar en esa amplia habitación tranquila y tibia, con las cortinas de las ventanas herméticamente cerradas; algunas flores de Niza se marchitaban en un jarrón y, aunque en todo el departamento flotara un persistente olor a éter, nada hacía pensar en un alucinado.
Serge me había recibido en su habitación, más calefaccionada en efecto que su estudio, y sobre el cubrecama todo bordado de viejas sedas, una bandada de libros depositados allí de antemano indicaba el proyecto de proseguir en la cama su trabajo. «Todo un estudio sobre la brujería en la Edad Media, sobre todo acerca del hechizo, porque Michelet no lo dijo todo —aseguró tomando de su escritorio un ejemplar de La bruja—, y sin embargo, ¡qué obra maestra! Si te dijera hasta qué punto desde hace tres meses he descifrado volúmenes y hasta verdaderos libros de magia, y latín de alquimista y de monjes, y griego gótico a medias bárbaro y hasta hebreo.
—¿Así que sabes hebreo, ahora?
—No, no del todo, pero uno de mis amigos es un rabino». Y como yo hacía una mueca, él replicó: «Y además, sabes, la ciencia no tiene ni patria ni religión. Si hiciera falta hasta vería a brujos, como Huysmans. Porque, ya ves, ese arte de la necromancia, tan calumniado a través de los siglos y que tan bajo cayó en la actualidad, es la ciencia de las ciencias, la suprema sabiduría, también el supremo poder. —¿Y te pagan bien por eso? —le pregunté—. —¡Bien! Sí y no; unos doce mil, pero no es más que una obra de crítica, te juro que ahora que sé, este volumen lo haría por nada, sólo por placer. Lo que ocurre es que me apasiona». Y con una exaltación de maníaco incitado por sus manías, se embarcaba en historias inverosímiles de sortilegios y de posesiones. Había puesto sobre el fuego un hervidor de plata donde se cocía lentamente un ponche de los suyos del que, se burlaba, ya le daría noticias, una receta del siglo XV encontrada en sus libracos. Afuera la lluvia caía a cántaros, a nuestros pies el hervidor empezaba a murmurar, y yo, con una sensación de bienestar, escuchaba como en una especie de sueño las divagaciones medievales de Allitof, y creo que nos encontrábamos en medio de un relato de mandrágora, ingenioso y bonito como un verdadero cuento de hadas, cuando Serge dejó repentinamente de hablar y, al mismo tiempo con una palidez blanquecina, se levantó de su silla como movido por un resorte."

Jean Lorrain
Relatos de un bebedor de éter



"Cada noche el capellán del convento, un anciano ciego recibía la confesión de sus faltas y la absolvía; pues las faltas de las reinas sólo condenan a los pueblos, y el olor de los cadáveres es incienso al pie del trono de Dios. Y la princesa Audovère no sentía ni remordimiento ni tristeza. En primer lugar, se sabía purificada por la absolución; además, los campos de batalla y las noches de derrota donde están en los estertores de la agonía, con infames muñones enarbolados hacia el rojizo cielo, los príncipes, los forajidos y los mendigos, agradan al orgullo de las vírgenes: las vírgenes no sienten ante la sangre el horror angustiado de las madres; y además, Audovère era sobre todo la hija de su padre.
Una noche un desgraciado fugitivo acababa de derrumbarse con un grito de niño a la puerta del santo asilo; estaba negro de sudor y polvo, y su pobre cuerpo agujereado sangraba por siete heridas. Las religiosas lo recogieron y lo instalaron al fresco, más por terror que por piedad, en la cripta de las tumbas. Depositaron junto a él una jarra de agua helada para que pudiera beber y un hisopo mojado en agua bendita con un crucifijo, para ayudarle a pasar de la vida a la muerte, pues daba ya sus bocanadas con el pecho oprimido por la agonía. A las nueve, en el refectorio, la superiora mandó rezar por el herido la oración de difuntos; las religiosas, emocionadas, regresaron a sus celdas y el convento se sumió en el sueño. Sólo Audovère no dormía y pensaba en el fugitivo.
Apenas lo había visto cruzar el jardín, apoyado en dos viejas hermanas, y un pensamiento la obsesionaba: este agonizante era, sin duda, algún enemigo de su padre, algún fugitivo escapado de la masacre, último despojo varado en aquel convento después de algún horroroso combate. La batalla debía haberse librado en los alrededores, más cerca de lo que sospechaban las religiosas y el bosque debía estar a estas horas lleno de otros fugitivos, de otros desgraciados sangrando y gimiendo; y toda una humanidad sufriente rodearía de aquí al amanecer el recinto del convento, donde los acogería la indolente caridad de las hermanas.
Era pleno julio y las azucenas embalsamaban el jardín; la princesa Audovère descendió al mismo. Y, a través de los altos tallos bañados por el claro de luna que se erguían en la noche como húmedas hojas de lanza, la princesa Audovère se adelantó y se puso lentamente a deshojar las flores. Pero, ¡oh misterio! he aquí que se exhalan suspiros y quejas y que lloran las plantas. Las flores, bajo sus dedos, ofrecían resistencias y caricias de carne; en un momento, algo cálido le cayó sobre las manos que ella tomó por lágrimas y el olor de las azucenas repugnaba, singularmente cambiado, cambiado en algo insípido y pesado, con sus copas repletas de un deletéreo incienso. Y aunque desfallecida, encarnizada en su trabajo, Audovère proseguía su obra asesina decapitando sin piedad, deshojando sin descanso cálices y capullos; pero mientras más destrozaba más innumerables renacían las flores."

Jean Lorrain
La princesa de las azucenas rojas



"Cuántas horas hacía que erraba solo en medio de máscaras silenciosas en aquel hangar abovedado como una iglesia, y era una iglesia, en efecto; una iglesia abandonada y secularizada era aquella amplia sala de ventanas ojivales, la mayoría medio tapiadas, entre sus columnas adornadas y encaladas con una espesa capa amarillenta donde se hundían las flores esculpidas de los capiteles.
¡Extraño baile en el que no se bailaba y en el que no había orquesta! De Jacquels había desaparecido, y estaba solo, abandonado en medio de aquella muchedumbre desconocida. Una vieja araña de hierro forjado llameaba alta y clara suspendida en la bóveda, iluminando las losas polvorientas, algunas de las cuales, ennegrecidas por las inscripciones, cubrían quizá tumbas; al fondo, en el lugar donde ciertamente debía reinar el altar, se encontraban a media altura en el muro pesebres y comederos, y en los rincones había apilados arreos y ronzales olvidados: el salón de baile era una cuadra. Aquí y allá grandes espejos de peluquería enmarcados con papel dorado se devolvían de uno a otro el silencioso paseo de las máscaras, es decir, ya no se lo devolvían, pues todos se habían sentado ahora alineados, inmóviles, a ambos lados de la vieja iglesia, sepultados hasta los hombros en las viejas sillas del coro.
Permanecían allí, mudos, sin un gesto, como alejados en el misterio bajo largas cogullas de paño plateado, de una plata mate, de reflejo muerto; pues ya no había ni dominós, ni blusas de seda azul, ni Colombinas, ni Pierrots, ni disfraces grotescos; pero todas aquellas máscaras eran semejantes, enfundadas en el mismo traje verde, de un verde descolorido, como sulfatado de oro, con grandes mangas negras, y todas encapuchadas de verde oscuro con los dos agujeros para los ojos de su cogulla de plata en el vacío de la capucha.
Se hubiera dicho rostros calizos de leprosos de los antiguos lazaretos; y sus manos enguantadas de negro erigían un largo tallo de lis negro de pálidas hojas, y sus capuchas, como la de Dante, estaban coronadas de flores de lis negras.
Y todas aquellas cogullas callaban en una inmovilidad de espectros y, sobre sus fúnebres coronas, la ojiva de las ventanas recortándose en claro sobre el cielo blanco de luna, las cubría con una mitra transparente.
Sentía hundirse mi razón en el espanto; ¡lo sobrenatural me envolvía! ¡La rigidez, el silencio de todos aquellos seres con máscaras! ¿Qué eran? ¡Un minuto más de incertidumbre y sería la locura! No aguantaba más y, con la mano crispada de angustia, avanzando hacia una de las máscaras, levanté bruscamente su cogulla.
¡Horror! ¡No había nada, nada! Mis ojos despavoridos sólo encontraban el hueco de la capucha; el traje, la esclavina, estaban vacíos. Aquel ser que vivía sólo era sombra y nada.
Loco de terror, arranqué la cogulla del enmascarado sentado en la silla vecina: la capucha de terciopelo verde estaba vacía, vacía la capucha de las otras máscaras sentadas a lo largo del muro. Todos tenían rostros de sombra, todos eran la nada."

Jean Lorrain
Los agujeros de la máscara



El ojo

Felipe II, por la noche, en la intimidad de la alcoba y durante una borrascosa lucha cuerpo a cuerpo, poseído de rabia febril, derribó por tierra a la favorita y le arrancó el ojo de una dentallada... La indemnizó con algunos títulos y con el gobierno de algunas provincias; pero el pesar de la verde pupila que había estropeado le inspiró la idea de incrustar en la órbita sangrienta y vacía una soberbia esmeralda engastada en plata y a la que los cirujanos de entonces dieron apariencia de mirada...

Jean Lorrain

"Es esta sensación de ensueño, este hundimiento y este retroceso hacia el pasado, esta vida que se escurre dentro del silencio, agudizado por susurros de aguas lentas y ecos de voces lejanas que repercuten en el agua… es esta vida en retirada y como a la deriva, dentro de una sombra silueteada por viejas iglesias y palacios… es, en fin, esta inmensa tristeza, embriagadora y nostálgica, que se siente ante los horizontes ya vistos en cuadros famosos, son todas estas complejidades turbadoras, apasionantes y profundas que sintetizan la influencia y la voluptuosidad misma de Venecia. Y este imperioso poder de la ciudad también lo padecieron otros: Lord Byron, Alfred de Musset, Richard Wagner."

Jean Lorrain
Salvad Venecia