"No me gustan las religiones. Han causado más sangre a lo largo de la historia que las epidemias y las catástrofes juntas. El mundo estaría mejor sin religiones."

Carlos Giménez


"Sí, me duele profundamente el mundo en que vivimos. Sí, hay que protestar. Y me duele especialmente la gente que no protesta. Me duelen los corruptos y los que roban y estafan, pero me duele aun más la gente mansa. Poner la otra mejilla es falta de dignidad."

Carlos Giménez



"Ya los primeros descubridores de Urtama no tenían suficientes palabras de elogio para sus habitantes los bondadosos memnogos. Esos seres —decían— son las criaturas más serviciales, dulces, buenas y altruistas del Cosmos. »En la esperanza de que la semilla de la Fe brotaría felizmente entre ellos, la Santa Iglesia mandó a Urtama al padre Oribacio. Los memnogos le recibieron con hospitalidad y atenciones casi maternales. Le respetaban, le obedecían y parecían absorber sus enseñanzas con anhelo. Aprovechando aquella atmósfera tan favorable, el padre Oribacio no cesaba de predicar, día y noche, los principios de la Fe. »—Bien, queridos feligreses —les dijo el predicador un día—, ahora que ya os he hablado del Viejo y del Nuevo Testamento, y de las cartas de los Apóstoles, pasaré a explicaros las vidas de los mártires del Señor. (Esto último, dicho sea de paso, fue siempre el tema predilecto del padre Oribacio). »Entonces, dando a su voz entonaciones de trueno y a sus ademanes un aletear dramático, el predicador se arrancó: »—Entre otros… Ahí tenéis el ejemplo de San Juan, que logró la Luz Eterna al ser hervido en aceite, y el de Santa Águeda, que se dejó cortar la cabeza por la Fe, y el de San Sebastián que, acribillado de flechas, sufrió crueles tormentos y en recompensa fue recibido en el Paraíso por los coros de ángeles y querubines… »(Viendo a los pobrecitos memnogos atemorizados, abrazados irnos a otros, el padre Oribacio siguió desgranando su rosario de martirologios con creciente elocuencia): »—… ;y el ejemplo de los jóvenes mártires que sufrieron el tormento de descuartización, el estrangulamiento, la rueda y la pira, soportándolo todo en éxtasis, ganando así un sitial a la diestra del Señor de las Huestes Celestiales. »Y así, día tras día, les iba relatando, una y otra vez, y siempre con voz de trueno y ademán apocalíptico, la historia de muchas vidas consagradas al martirologio y dignas de ser imitadas. Hasta que… »Un día, un grupo de memnogos se acercó a él y le empezaron a hacer preguntas: »—Reverendo Maestro, perdona el atrevimiento de tu indigno servidor y dime: ¿El alma de todo hombre dispuesto a sufrir martirio va al Cielo? »—Indudablemente, hijo mío. »—¿Y tú, padre venerado, deseas acaso ser Santo e ir al Cielo? »—Es mi más ferviente deseo, hijo mío. »—En tal caso, nosotros te ayudaremos —apostilló el que parecía el más atrevido de todos. »Entonces, los memnogos cogieron al misionero suavemente, pero con firmeza y lo arrastraron hacia… »El padre Oribacio, algo alarmado, exclamó: »—¡Eeeh! ¿Se puede saber qué hacéis…? »—Querido padre, te vamos a despellejar la espalda y te la untaremos con pez hirviente, al igual que el verdugo de Irlanda hiciera con San Jacinto —respondió uno de los hombrecitos. »El padre Oribacio se debatía como presa que llevan al matadero, gritando e insultándolos, con su potente vozarrón, sin duda para que, atemorizados, le soltasen: »—¡No! ¡Soltadme! ¡Estáis locos! ¡Soltadme, os he dicho! ¡Soltadme, malditos imbéciles! »Y mientras lo ataban a lo que sería un palo del martirologio, los memnogos le decían: »—Ahora padre venerado nos disponemos a cortarte, entre otras cosas, la pierna izquierda, como le hicieron los paganos a San Pafnucio… »—Y luego, amado maestro, te abriremos el vientre y te lo llenaremos de paja, igual que se lo hicieron a la Beata Elisabeth de Normandía. »El misionero seguía debatiéndose como un animal enjaulado y chillando como una bestia acorralada. »Y mientras seguían marcando su cuerpo con las mutilaciones y heridas que le harían merecedor del título de mártir de la Iglesia y alcanzar el rango de Santo, los memnogos le anunciaban los otros “pasos” del martirologio: »—Ahora te vamos a empalar como los Emalquitas hicieron con San Hugo… Pero primero, amadísimo Pastor, te vamos a romper las costillas como los Tiracusanos hicieron a San Enrique de Padua. »—Y ahora, a continuación, maestro reverenciable, te quemaremos a fuego lento, como los borgoñones a la Doncella de Orleans. »Después de todo aquello, los memnogos empezaron a llorar con tremendo desconsuelo por su pastor amadísimo perdido para siempre. Y cuando alguien se acercaba a ellos los encontraba así, desesperados, sollozando amargamente. Y a todos daban la misma explicación: »—¡El padre Oribacio nos decía siempre que no había cosa que un buen cristiano no hiciera por su prójimo! ¡Así que renunciamos con desesperación a nuestra salvación! ¡Todo con tal de que el amadísimo padre Oribacio tuviera la corona de “mártir” y la “santidad”! »—¡Nadie puede imaginar lo duro que fue para nosotros! Porque antes de la llegada del padre Oribacio a Urtama, ¡nadie aquí era capaz de matar una mosca!»

Carlos Giménez
Érase una vez en él futuro. Ediciones de la Torre, Madrid, 1980
Tomado del libro de Eduardo Pons Prades El mensaje de otros mundos, página 171

“Yo creo que la vida, si no es dignamente, no merece la pena ser vivida. Deberíamos ser capaces de elegir el momento de poner fin a nuestra vida” si solo “nos aguarda la decadencia y el deterioro” antes de iniciar “el descenso a la decrepitud y a la lástima.”

Carlos Giménez
Crisálida


"Yo no tengo miedo a la soledad, me gusta vivir solo. Pero he conocido la soledad profunda y puedo hablar de ella con propiedad. Y tampoco tengo miedo a la muerte."

Carlos Giménez