"El chico sacó agua y se enjuagó la cara y las manos. Luego recordó sus pies mugrientos y escurrió encima de ellos el resto del agua. El choque del frío contra su piel le hizo estremecerse. Quiso ver los cortes y magulladuras que se había hecho la noche anterior y, sin pensar en nada más, se inclinó para examinarlos. Pero, al doblarse, la espada empujó la pernera del pantalón y Muna se puso derecho rápidamente. No podía arriesgarse a romper los pantalones.
¿Qué podía hacer? Ahora se daba cuenta de que no podía ocultar por mucho más tiempo la espada en su cuerpo.
No podía agacharse o sentarse. Apenas podía echarse o levantarse con ella atada a él. Tenía que librarse de ella. ¿Y qué sucedería a quien ha robado una espada con el nombre de Fukuji grabado? Miró por encima de los tejados de la ciudad a las montañas que la rodeaban. Seguramente podría encontrar un lugar escondido entre sus espesos bosques, un templo desierto, quizá, o un santuario olvidado por los peregrinos.
Al este, tras las montañas, los primeros rayos rojos cortaban el cielo gris. Las criaturas de la puerta empezaban a moverse. Llegaban sonidos de toses y voces roncas, cuando los mendigos se despertaban para empezar el nuevo día. Por fin el guardián abrió las grandes puertas.
Muna se deslizó fuera y se dirigió a las montañas al oeste de la capital. Mientras subía un empinado camino de leñadores, el puño de la espada primero presionó contra su muslo, después se enganchó en la costura del pantalón, haciendo la subida casi imposible. El chico se paró y volvió a atar la espada en la parte de fuera de su ropa antes de seguir ascendiendo.
No estaba acostumbrado a tales subidas. Tenía que agarrarse a menudo a los troncos y raíces de los pinos que crecían a lo largo del camino para tomar impulso y seguir subiendo. Su respiración le cortaba la garganta como una hoja afilada. A medio camino se detuvo, exhausto, y se apoyó en un robusto arce."

Katherine Paterson
El signo del crisantemo


"Se dio la vuelta y salió dejando que la puerta se cerrase con estrépito. Bajó el camino de arena hacia la carretera y luego comenzó a correr hacia el oeste, en dirección opuesta a Washington y Millsburg: la vieja casa de los Perkins. Un automóvil que se acercaba tocó la bocina y viró y volvió a tocar la bocina, pero casi no lo oyó.
«Leslie-muerta-novia-cuerda-rota se cayó tú tú-tú.» Las palabras explotaron dentro de su cabeza como palomitas de maíz en la sartén. Siguió corriendo y resbaló, pero no dejó de correr, tenía miedo de detenerse. Sabía que correr era la única cosa que mantendría a Leslie viva. «Dios-muerta-tú-Leslie-tú.» Dependía de él. Tenía que seguir corriendo.
Detrás de él se oía el parabará de la camioneta, pero no podía volverse. Tenía que ir más rápido, pero su padre le pasó y detuvo la camioneta un poco más arriba, bajó de un salto y corrió hacia él. Cogió a Jess en sus brazos como si fuera un bebé. Jess pataleó y luchó contra los fuertes brazos, pero se rindió ante la torpeza que se apoderó de su cabeza y que salía de un rincón de su cerebro.
Se apoyó contra la puerta de la furgoneta y su cabeza iba chocando contra la ventana. Su padre conducía rígidamente, sin decir una palabra, aunque una vez carraspeó como si pensara decir algo, miró a Jess y cerró la boca.
Cuando se detuvieron junto a la casa, su padre se quedó sentado en silencio y Jess se dio cuenta de la incertidumbre del hombre, así que abrió la puerta y bajó. La sensación de entumecimiento se apoderó de él de nuevo, entró y se tumbó.
Estaba despierto, vuelto en sí de golpe en el oscuro silencio de la casa. Se incorporó, el cuerpo le dolía y tiritaba aunque tenía toda la ropa puesta desde la cazadora a las playeras. Oyó la respiración de las pequeñas, extrañamente fuerte y desigual en el silencio. Algún sueño debía de haberle despertado, pero no recordaba cómo era. Sólo recordaba la sensación de espanto en que había estado sumergido. A través de la ventana sin cortinas se veía la luna rodeada de centenares de estrellas.
Recordó que alguien le había contado que Leslie había muerto. Pero ahora sabía que eso formaba parte de su terrible sueño. Leslie no podía morir, como tampoco él. Pero las palabras daban vueltas en su cabeza como hojas arrastradas por el viento frío. Si se levantara ahora y bajara hasta la vieja casa de los Perkins y llamara a la puerta, Leslie saldría a abrirle con el P. T. dando vueltas en torno a ella como una estrella alrededor de la luna. Era una hermosa noche. Tal vez podrían subir la cuesta y cruzar los campos corriendo hacia el arroyo y columpiarse hasta Terabithia.
Nunca había estado allí en la oscuridad. Pero había suficiente luz lunar para encontrar el camino hasta el castillo y podría contarle lo de su día en Washington. Y pedirle perdón. Qué tonto había sido por no preguntar si Leslie podía ir también. Él y Leslie y la señorita Edmunds hubieran podido pasar un día maravilloso, diferente, por supuesto, del día que pasaron él y la señorita Edmunds, pero también muy bueno, perfecto. Las dos se caían muy bien. Qué divertido hubiera sido con Leslie también. «De veras lo siento, Leslie.» Se quitó la cazadora y las playeras y se metió bajo las mantas. «Qué tonto he sido en no preguntar.»
«No importa», hubiera dicho Leslie. «He estado en Washington miles de veces.»
¿Viste alguna vez la caza del búfalo?
Resulta que era aquélla la única cosa en todo Washington que Leslie no había visto nunca y pudo contárselo, describiendo a las diminutas bestias lanzándose a la muerte."

Katherine Paterson
Un puente hacia Terabithia




"Tener miedo es una cosa. Dejar que se apodere de uno y lo zarandee es otra."

Katherine Paterson