"—Creo que es al revés —dijo el muchacho—. Creo que si ahora se produjese un temblor, el puente se desplomaría y quedarían las rampas.
Miró a su hermana con satisfacción.
—Lo que quieres es asustar a tu hermana —dijo el padre—. Sabes que lo que dices no es verdad.
—No, en serio —insistió el muchacho—. Además, he oído a los pájaros cantar en mitad de la noche. ¿No es eso una advertencia?
La chica lanzó una mirada venenosa a su hermano y se metió en la boca un puñado de bolitas de pasas recubiertas de chocolate. Los tres estaban dentro del coche en el puente Golden Gate, en medio de un atasco.
Aquella mañana, antes de despertar a sus hijos, el padre había llamado para cancelarles sus clases de música, decidido a disfrutar de aquel día con ellos. Quería saber cómo estaban, nada más. Simplemente eso: cómo estaban. Creía que sus hijos eran tan autosuficientes como esos perros que a veces se ven regresar a casa con la correa en la boca. Pero uno puede interpretarlo mal.
Vaya que sí.
El muchacho tenía un amigo que se había tirado por una ventana de Langley Porter, el hospital psiquiátrico. Estuvo internado allí durante dos semanas, y la mayor parte del tiempo lo había pasado jugando al ping-pong. Todo lo que el amigo le dijo el día en que el muchacho fue a visitarlo y perdió todas las partidas fue: «Nunca juegues al ping-pong con un paciente psiquiátrico porque esto es lo único que hacemos y vamos a machacarte». Aquella misma noche, el amigo cortó en dos el cinturón rojo que llevaba puesto y dejó una de las mitades en la cama. Eso ocurrió el año pasado por estas fechas, cuando el muchacho tenía doce años.
Crees que no corres peligro, pensó el padre, pero es como pensar que eres invisible cuando cierras los ojos.
Aquel día iban camino de Petaluma, la capital de la nación en materia de pollos, huevos y competiciones de pulsos, con la idea de almorzar allí. El padre se había ofrecido a llevarlos a las semifinales de pulso masculino, aunque se decía que las competiciones habían perdido interés desde que se tomaron las nuevas medidas de seguridad, ya que ahora resultaba difícil ver una muñeca o un brazo rotos. Como lo mejor que uno podía esperar ver era, como mucho, algo dislocado, le dijeron que preferían ir a Pete’s, una gasolinera convertida en restaurante. Las hamburguesas tenían nombre de coches, pero los surtidores aún expedían gasolina."

Amy Hempel
Hoy tendré un día tranquilo



"Cuando ves a una mujer hermosa, sabes que alguien está ya cansado de ella."

Amy Hempel
En el refugio animal


En la bañera


  " El corazón... creí que se me paraba. Así que me subí al coche y me fui rumbo a Dios. Pasé por delante de dos iglesias ante las que había coches estacionados. Después paré en una tercera porque nadie había estacionado ahí. 
    Fue a primera hora de la tarde, a mediados de semana. Elegí un banco de las filas centrales. Episcopal o metodista, daba lo mismo. Estaba tan silenciosa como puede esperarse de una iglesia. 
    Pensé en lo que sentí cuando me dio el largo paro cardíaco, y en el desorden de los latidos que vinieron después, cuando se precipitaron para llenar el espacio vacío. Sentada allí, bajo la alta estructura de la vidriera silenciosa, me puse a escuchar.

    En la parte trasera de mi casa, ante la claridad que trasluce la puerta corrediza de cristal, puedo mirar el porche. En él hay margaritas y suculentas sembradas en macetas de barro rojo. Una de las macetas está vacía. Es poco profunda, pero ancha, y está llena de agua, como una pileta para que los pájaros se bañen en ella. 
    Mi gata suele adormecerse encima de la jardinera de la ventana. Su mentón gris está empolvado con la pelusa de luz en las alas de mariposa. Si doy un golpe suave en el cristal, la gata no levanta la mirada. 
    El sonido que hago no es una señal para la comida. 
    De chica, me escapaba por las noches. Me estrechaba a los cercos y me fundía con las sombras de los árboles. Iba a un solar en construcción que había cerca del lago. Tomaba el recipiente de una hormigonera, lo arrastraba hasta la orilla y me sentaba dentro, como si fuera el platito de una taza. Con la ayuda de un remo robado la empujaba hacia el agua y me pasaba horas flotando, sin oír ningún ruido. 
    La pileta para pájaros tiene la misma forma que aquel recipiente.

    Me miro las uñas bajo la luz cruda del cuarto de baño. El miedo aparecerá en forma de onda en la base. Tardará un par de semanas en revelarse. Pongo el cerrojo y dejo que la bañera se llene. En realidad, la mayor parte del tiempo no lo escuchas. Una pulsación es algo que se siente. Aunque estés en silencio. A veces la escuchas de noche, cuando apoyas la cabeza en la almohada. Pero sé de un lugar donde puede oírse incluso mejor que en la almohada. Sólo tienes que hacer esto: te metes de a poco dentro de la bañera llena de agua. Te sientas con cuidado. Te recuestas y esperas a que las ondas se vayan. Después respiras profundo, deslizas la cabeza dentro del agua y escuchas el gozo de tu corazón."

Amy Hempel


La cosecha

"El año en que empecé a decir «vaso», así, con v chica, un hombre al que apenas conocía estuvo a punto de matarme accidentalmente.
    Al hombre no le pasó nada cuando el otro carro chocó con el nuestro. El hombre, a quien conocía desde hacía una semana, me sostenía en la calle de tal manera que me impedía ver mis piernas. Recuerdo que sabía que no debería ver, y sabía que, si hubiera podido, habría visto.
    Mi sangre había bañado la ropa de ese hombre por delante.
    Dijo: «Vas a estar bien, pero mi suéter se echó a perder».
    Grité, por miedo al dolor. Pero no sentía ningún dolor. En el hospital, después de que me inyectaron, sé que había dolor en la sala —sólo que no sabía de quién era el dolor.
    Lo que le pasó a una de mis piernas requirió de 400 puntadas, las cuales, cuando lo platicaba, se volvieron 500, porque las cosas siempre pueden empeorar.
    Los cinco días que no sabían si podrían salvar mi pierna o no, los alargué a diez.

El abogado era el que usaba esas palabras. Pero sólo voy a hablar de eso unos párrafos después.
    Teníamos una conversación sobre la apariencia: qué importante es. 
    Decisiva, es lo que dije.
    Creo que la apariencia es decisiva.
    Pero este tipo era abogado. Estaba sentado en una silla de vinil color turquesa, que habían acercado a mi cama. Lo que él quería decir con apariencia era cuánto valía en un tribunal lo que había perdido yo de mi apariencia.
    Podría jurar que al abogado le gustaba decir tribunal. Me dijo que había presentado su examen profesional tres veces antes de pasar.     Dijo que sus amigos le habían dado unas tarjetas de presentación muy bonitas, impresas en relieve, pero que donde esas tarjetas debían decir «Licenciado en Derecho», decían «Licenciado hecho y derecho».
    Ya me había conseguido él un pago por pérdida de ingresos, pues yo jamás podría trabajar como azafata de ninguna línea aérea. Que nunca hubiera considerado volverme azafata era irrelevante, dijo, desde el punto de vista de la ley.
    —Hay algo más —dijo—. Tenemos que hablar ahora sobre aptitud para el matrimonio.
    Estuve a punto de decir «¿que qué?», aunque sabía muy bien a qué se estaba refiriendo.
    Tenía yo 18 años. Dije: «¿No deberíamos hablar primero de aptitud para el noviazgo?».
    El hombre que duró una semana ya había desaparecido: el accidente lo llevó de regreso con su mujer.
    —¿Piensas que la apariencia es importante? —le pregunté antes de que desapareciera.
    —Al principio, no —dijo.

En mi barrio hay un tipo que era maestro de química hasta que una explosión le borró la cara y sólo le dejó los restos. Lo que queda de él siempre se viste propiamente, con trajes oscuros y zapatos boleados. Lleva un portafolio al campus de la escuela. Qué a gusto, decían sus familiares y sus amigos, hasta que su esposa se fue de la casa con todo e hijos. 
    En la terraza donde tomábamos el sol, una mujer me enseñó una foto. Dijo: «Así es como se veía mi hijo».
    Todas mis tardes las pasaba en Diálisis. No les importaba cuándo se desocupaba una cama. Tenían televisión a color y con pantalla grande, mejor que la de Rehabilitación. Los miércoles en la noche veíamos un programa en el que unas mujeres con ropa cara aparecían en escenarios lujosos y juraban arruinarse entre sí. 
    A mi lado había un hombre que sólo hablaba con números telefónicos. Si uno le preguntaba cómo se sentía, contestaba: «9-24-31-10».     O decía: «7-57-13-66». Suponíamos lo que esos números podían significar, pero en realidad a nadie le interesaba.
    A veces estaba al otro lado de mí un niño de 12 años. Sus pestañas eran gruesas y negras debido a los medicamentos que tomaba para la presión. Era el siguiente en la lista de transplantes, tan pronto como (la palabra que se usaba era cosechar) se cosechara un riñón. 
    La madre del niño pedía en sus oraciones que abundaran los borrachos manejando.
    Yo pedía que los hombres no me rechazaran.
    ¿No somos todos, pensaba yo, la cosecha de alguien?
    Se terminaba mi sesión, y una enfermera me llevaba en silla de ruedas a mi cuarto. Decía la enfermera: «Yo no sé por qué ven esa basura. Mejor deberían preguntarme cómo me fue este día».
    Antes de dormirme, pasaba quince minutos apretando mancuernas de hule. Uno de los medicamentos hacía que mis dedos se entiesaran. El doctor decía que seguiría dándomelo hasta que ya no pudiera abotonarme la blusa: una figura retórica, pues yo no usaba más que batas de algodón.
    El abogado dijo: «Obras de caridad».
    Se abrió la camisa y me enseñó el lugar de su pecho donde un acupunturista le había puesto jarabe de cola y le había clavado cuatro agujas; también le había dicho que lo único que podía curar eran las obras de caridad.
    Dije: «¿Curar qué?».
    El abogado dijo: «No importa».

Tan pronto como supe que me iba a recuperar, tuve la certeza de que estaba muerta y no lo sabía. Me movía a través de los días como una cabeza cortada que termina una frase. Ya no veía la hora de salir de ese remedo de vida.
    El accidente fue al ponerse el sol; por eso la mayoría de las veces me sentía así a esa hora. El hombre que había conocido una semana antes me llevaba a cenar cuando ocurrió. El restaurante quedaba en la playa, una playa en una bahía a través de la cual se veían las luces de la ciudad. Desde ese lugar podía verse todo sin tener que escuchar ningún ruido.
    Mucho tiempo después, volví sola a esa playa. Me llevé el coche. Era el primer día bueno para ir a la playa; me había puesto unos shorts.
    A la orilla del mar, me desenredé la venda elástica y me acerqué al agua. Un niño con el traje de baño mojado me miró la pierna. Me preguntó si me lo había hecho un tiburón; se veían algunos grandes y blancos en esa parte de la costa. 
    Le dije que sí, que un tiburón me lo había hecho.
    —¿Y te vas a meter otra vez? —preguntó el niño.
    —Me voy a meter otra vez —le dije.

Dejo muchas cosas fuera cuando digo la verdad. Lo mismo cuando escribo un cuento. Voy a empezar a decirles ahora lo que dejé fuera de «La cosecha», y tal vez comience a preguntarme por qué lo omití.
    No había otro coche. Sólo había un coche, el que me atropelló cuando iba en la parte trasera de la motocicleta del hombre. Pero la palabra motocicleta es más bien fea.
    El hombre que manejaba el coche era reportero de un periódico. Trabajaba en un periódico local. Era joven, acababa de titularse, y se dirigía a una reunión de trabajo para cubrir un amago de huelga. Si digo que yo estudiaba entonces periodismo quizás no sea muy fácil de aceptar en «La cosecha».
    Durante los años siguientes, me mantuve al tanto de la carrera del reportero. Fue él quien dio la noticia del Templo del Pueblo que provocó la huida de Jim Jones a Guyana. Entonces cubrió lo de Jonestown. En la redacción del San Francisco Chronicle, mientras el número de víctimas subía a 900, iban poniendo las cantidades como si fueran donaciones en una velada de beneficencia. Cuando ya habían pasado de 100, colocaron un cartel en la pared que decía: 
    «JUAN CORONA, MUÉRETE DE ENVIDIA».

    En la sala de urgencias, lo que le pasó a una de mis piernas no necesitó 400 puntadas, sino sólo más de trescientas. Ya estaba yo exagerando incluso antes de empezar a exagerar, porque es cierto: las cosas siempre pueden empeorar.
    Mi abogado no era un licenciado hecho y derecho. Era socio de uno de los bufetes más antiguos de la ciudad. Nunca se habría desabotonado la camisa para enseñarme el lugar donde le habían puesto acupuntura, lo cual es algo a lo que nunca habría recurrido.
    «Aptitud para el matrimonio» era el título original de «La cosecha».
    La herida que sufrí en la pierna fue considerada cosmética, aunque todavía ahora, 15 años después, no puedo arrodillarme. En un arreglo fuera de los tribunales la noche anterior al juicio, me concedieron casi 100 mil dólares. El seguro automovilístico del reportero subió 12.43 dólares por mes.
    Me habían sugerido que me frotara la pierna con hielo, para resaltar las cicatrices, antes de subirme la falda ante la corte, tres años después. Pero no había hielo en la oficina del juez, así que no tuve oportunidad de pasar o reprobar esa prueba moral. 
    El hombre de una semana, que era el dueño de la motocicleta, no estaba casado. Pero si se suponía que tenía esposa, ¿no me hacía eso un poco culpable? ¿No me lo merecía?
    Después del accidente, el hombre se casó. La muchacha con la que se casó era modelo de pasarela. («¿Tú crees que la apariencia es importante?», le pregunté al hombre antes de que se fuera. «Al principio, no», dijo).
    Además de ser una belleza, la muchacha valía millones de dólares. Pero ¿habrían aceptado esto en «La cosecha», que la modelo también iba a heredar mucho dinero?
    Es cierto que nos dirigíamos a cenar cuando sucedió. Pero el lugar desde el cual se puede ver todo sin tener que escuchar los ruidos de la ciudad no estaba en una playa de una bahía: estaba en la cima del Monte Tamalpais. Llevábamos nuestra cena y ascendíamos por la sinuosa carretera. Y en esta versión hay lugar para la ironía: no les sorprenda saber que durante los siguientes meses, desde mi cama del hospital, tenía una espectacular vista precisamente de esa montaña.
    Habría incluido lo siguiente en el cuento si alguien lo hubiera creído. Pero ¿quién iba a creerlo? Yo estaba ahí y no lo creía. 
    El día de mi tercera operación, se amotinaron los presos del Centro de Readaptación de Máxima Seguridad, que estaba junto al lugar donde tenían a los sentenciados a muerte, en la cárcel de San Quintín. George Jackson, «Soledad Brother», un negro de 29 años, sacó una pistola calibre .38 que había conseguido de contrabando, gritó «¡Ya estuvo bueno!» y disparó. Mataron a Jackson; también a tres guardias y a dos custodios de piso, internos que llevaban la comida a otros presos. A otros tres guardias los apuñalaron en el cuello. Como la cárcel está a cinco minutos del Hospital General del condado de Marin, ahí condujeron a los guardias heridos. Los que los llevaron fueron tres tipos de policías, incluyendo a los de la Patrulla de Caminos de California y a los asistentes del sheriff del condado de Marin, armados hasta los dientes.
    La policía se apostó en la azotea del hospital, con fusiles; también había policías en los pasillos, haciéndoles señas a los pacientes y a los visitantes de que regresaran a los cuartos.
    Cuando me sacaron en camilla de Recuperación, ese mismo día, pero más tarde, vendada de la cintura al tobillo, tres oficiales y un sheriff armado me registraron.
    En las noticias de la noche había imágenes del motín. Aparecía el cirujano que me había operado hablando con los reporteros, y decía, señalando su garganta, cómo había salvado a uno de los guardias cosiéndole la parte que le habían cortado de oreja a oreja.
Vi esto en la televisión, y como era mi doctor, y como los pacientes de los hospitales están demasiado centrados en sí mismos, y como estaba sedada, creí que el cirujano estaba hablando de mí. Creí que estaba diciendo «Pues está muerta. Es un anuncio para ella, que está en su cama».
    La psiquiatra que vi por recomendación del cirujano me dijo 
que eso pasaba mucho. Me dijo que las víctimas de accidentes que 
todavía no superan el trauma creen con frecuencia que están muertas y no lo saben.
    Los tiburones grandes y blancos de la costa cercana a mi casa atacan de una a siete personas al año. Su principal víctima es el buzo que pesca abulón. Como la carne de abulón ha llegado a costar 35 dólares la libra y sigue subiendo, el Departamento de Pesca y Caza no cree que los ataques de tiburón vayan a disminuir."

Amy Hempel
Traducción del inglés de Luis Zapata