"Afuera, el vientecillo nocturno de enero me obligó a levantar el cuello de mi chamarra. Caminé sin rumbo pensando en Blanca Florencia. El recuerdo de nuestras apasionadas peleas seguidas por las horas de sexo olímpico me dejó impávido. Me fue imposible recordar las razones que alguna vez activaron los golpes y los gritos, los gemidos, la saliva y el semen blanquecino. El frío me forzó a apurar el paso y, conforme cruzaba calles y daba vueltas en las esquinas, noté que me faltaba el aire. La sensación de asfixio se hizo tan grande que tuve que detenerme. Me recargué bajo el portal de una vecindad oscura, sobándome las manos, tratando desesperadamente de recuperar la respiración. Intenté inhalar y exhalar con fuerza un par de veces pero sin resultado alguno. El aire se hacía cada vez más exiguo, cada vez más escaso. El aire pasaba a mi lado como si yo no existiera, negándose a introducir en mi nariz y en mis pulmones. Me senté sobre un escalón, resollando. Las rodillas me temblaban. Pensé que estaba a punto de morir, que nada ya tenía remedio ni salida y, en ese momento, como una daga bien afilada, la violenta imagen de Blanca rasgó por completo la pantalla de la realidad entera. Una luz mortecina se trasminaba a través de la hendidura desde el otro lado. Subyugado por el deseo de tenerla cerca una vez más, bajé los párpados, cerré los ojos.
(...)
Sin nada dentro, liso y desolado como la explanada por la que iba caminando, comprendí con terror todas y cada una de las razones por las que la había amado. Luego, casi en el acto, las olvidé de nuevo. Ya en mi apartamento, tomé un baño a toda prisa y me lavé los dientes. Acomodé una serie de papeles dentro de mi portafolio y, con él en la mano, salí corriendo para llegar a tiempo a mi primera clase. No tenía la menor idea de lo que trataría en el salón ese día. Los alumnos me recibieron con la noticia de que Juan Rulfo había muerto. Era el 7 de enero de 1986 y yo, detenido tras el escritorio, inmóvil como una estatua, viendo hacia los ventanales, observé cómo la vida se iba corriendo despavorida por las calles, la vida entera; la vida que es siempre tan poca cosa, que nunca alcanza, Blanca."

Cristina Rivera Garza
El día en que murió Juan Rulfo



"Chiang Wei, el primero, creció aprisa. Todo lo hacía aprisa. No conocía la paciencia y, por eso, tampoco tenía aprecio por lo sedentario y lo que permanece. Desde muy niño le dio por caminar largos trechos. Al inicio sólo iba hacia la costa y se quedaba viendo el mar. Soñaba seguramente con partir; pero no lo hizo. Poco a poco la tierra lo fue llamando. Y sus caminatas tomaron otros rumbos. Fue después de observar un mapa de la República Mexicana que se enteró del significado de la palabra península. La estrechez de su alrededor debió disgustarle y desde entonces, justo después de mirar el mapa, se propuso ir hacia tierra firme, como llamaba al resto del país donde había nacido.
No había nada que lo ligara a Baja California excepto el paisaje. Le gustaba la aridez, los olores del aire inmóvil, lo enjuto de la luz solar en días de invierno. Le gustaban las cactáceas que crecían a orillas de los caminos y los nopales y hasta las rocas que resplandecían bajo la luz de los veranos. Pero, en realidad, no había nada que lo ligara a ese pedazo de tierra. La familia dentro de la cual había nacido difícilmente podía denominarse como tal: un padre ausente al que todos le atribuían trabajos pesados en los ferrocarriles del país del norte; una madre flaca y escurridiza que murió apenas unos años después de su nacimiento, y tías que desaparecieron poco a poco, bajo velos de colores oscuros, en vagones destartalados. El norte se los había ido tragando a todos, uno a uno, de maneras diversas. Tal vez por eso Chiang Wei, el primero, decidió desaparecer en dirección contraria. La mañana en que todo inició para ti y para mí, Marina, el abuelo se calzó unas botas viejas y repitió entre dientes la palabra México.
[...]
La jornada fue larga. A veces caminaba por días enteros, semanas. Otros trayectos los podía hacer en tren, viajando sin equipaje y sin boletos. El viento contra la cara. El sol dentro de los ojos. En otras ocasiones conseguía pegarse a la yegua de algún arriero. A pesar de los obstáculos, del hambre, de las matazones que presenció en contra de tipos con su mismos ojos y su mismo color de piel, Chiang Wei el primero no cejó en su intento. Si iba a desaparecer; lo haría en el centro del país, dentro de los perímetros de un barrio que, conforme cruzaba las líneas divisorias que separaban a los estados, iba adquiriendo todas las características de un paraíso perdido."

Cristina Rivera Garza
Verde Shangai



"De mi primera visita a Amparo Dávila, la Verdadera, recuerdo sobre todo la invasión de los ojos. Había salido de la costa con dos horas de anticipación porque, aunque no iba a menudo a la Ciudad del Sur, sabía lo despacio y, a veces, lo bochornoso que era entrar en ella. Había que soportar el tráfico lentísimo frente a las garitas; había que mostrar tarjetas de identificación y sonreír a ultranza; había que demostrar que se era un individuo sensato y productivo y no otro desahuciado más en busca de medicinas baratas y mujeres fáciles. Para mi sorpresa, el proceso no duró más de quince minutos, cosa que me dejó tiempo para manejar un rato por los alrededores y desesperarme ante la tardanza de todas las cosas.
No fue difícil dar con el edificio de condominios donde vivía la mujer a la que buscaba. Estacioné mi jeep a unas dos cuadras de distancia con tal de consumir unos minutos más y evitar, en lo posible, la vergüenza de llegar demasiado temprano a una cita con una desconocida. Regresé una vez por puro miedo, y lo hice una vez más porque había dejado sobre el asiento el manuscrito que depositaría en manos de su legítima dueña. Ésa era, después de todo, la excusa que me había dado a mí mismo para llevar a cabo la tontería que estaba haciendo. La tercera vez que regresé a mi auto lo hice con toda la intención de huir. De hecho, el impulso me llevó a encender el motor y meter la reversa. Entonces, mientras miraba lo que se puede mirar a través del espejo retrovisor, recapacité: ya estaba ahí; el asunto me interesaba; no tenía nada que perder. Estos tres elementos me dijeron a su manera que ya había llegado demasiado lejos y que, a esas alturas, no había posibilidad alguna de volver atrás.
El complejo habitacional estaba compuesto por cinco torres de unos quince pisos cada una, todas ellas dispuestas alrededor de una alberca de provocativas aguas azules rodeada por palmeras y otras plantas de vistoso follaje verde oscuro, a todas luces inadecuadas tanto para la geografía como para el clima de la Ciudad del Sur. Dos jovencitas yacían sobre tumbonas de plástico, con lentes oscuros sobre los ojos y una loción bronceadora que, al brillar sobre la piel, les daba la apariencia de algo ficticio. Bajo una de las palmeras, sobre una mecedora de madera, se encontraba una mujer mayor cubierta por un caftán de seda color violeta. Los lentes negros no dejaban ver si la vieja leía el libro que tenía abierto sobre los muslos o si dormitaba, y no me detuve el tiempo suficiente para adivinarlo. Crucé el área común de recreo y me dirigí con una prisa totalmente impremeditada a la torre D. Ahí tomé el elevador hasta el piso número 5. Cuando se abrió la puerta, viré hacia la derecha buscando el número 45 y toqué a su puerta."

Cristina Rivera Garza
La cresta de Ilión



"Entonces, sin que se lo pidiéramos, sin que lo esperáramos siquiera, La Sumergida alzaba su copa y brindaba y chupaba ávidamente de su cigarrillo, todo a la vez, todo como si ya no tuviera tiempo o como si se le estuviera acabando el tiempo, mientras se quedaba como nosotras, sentada sosegadamente sobre la orilla de arena del Mar del Norte, resignada ante la enfermedad del agua y sobrevolando el desastre con la Mirada Oblicua de la que ha muerto más de una vez, de la que todavía no acaba de morir o de la que, muriendo, reincide como una verdadera adicta, con ese gesto de pordiosero y de mártir cruel y de princesa degollada."

Cristina Rivera Garza
Feliz como mujer




“La confianza de la mujer, es el tamaño exacto de la soledad del hombre.”

Cristina Rivera Garza