Canción del llano

"Cuando suceda, deja que vengan los pájaros.
Deja que caigan mis manos, no me las cruces.
Y desnuda entre el pelo que crece sobre los muertos,
ata las plumas de las doncellas.

Tápame los ojos con dos monedas, cúbreme
la cabeza con las cestas de maguey
que han acarreado agua.

Traigan los tambores de batea  bailen.
Quémenme con una rama de mezquite
y pónganse de collar
mis huesos."

Carolyn Forché


El Barquero


"Éramos treinta y un almas durante toda la noche, dijo, en el gris-enfermo de mar

en un bote de goma fría, subiendo y bajando en nuestra suciedad.

Por la mañana esto no importa, sin tierra a la vista,

todos estaban empapados hasta los huesos, vivos y muertos.

Todavía podríamos flotar, decíamos, de la guerra a la guerra.

Que había detrás de nosotros, sino ruinas de piedra apiladas en ruinas de piedra?

Ciudad llamada “madre de los pobres” rodeada de campos

de algodón y mijo, ciudad de joyeros y fabricantes de mantos,

con la iglesia más antigua de la cristiandad y la Espada de Alá.

Si alguien permanece allí ahora, asegura, estará completamente solo.

Hay un hotel que lleva su nombre en Roma a doscientos metros

de la plaza de España, donde se puede tomar el desayuno bajo

los retratos de estrellas de cine. Allí, el personal no puede hacer más por ti.

Pero yo estoy hablando tonterías de nuevo, como lo he hecho desde la noche

que encontramos a un niño, no el nuestro, desde el mar, a la deriva cara abajo en un chaleco salvavidas,

sus ojos comidas  por los peces o las aves por encima de nosotros.

Después de eso, Alepo se convirtió en humo, y Raqqa vino bajo una lluvia

de panfletos advirtiendo a todos que se fueran. Salir sí, pero a donde?

Hemos vivido a través de los estadounidenses y los rusos, a través de los estadounidenses

De nuevo, muchas noches de la muerte desde el cielo, las mañanas sorprendidos

de despertar del sueño de la muerte, aún sin enterrar y vivos

sin un lugar seguro. Vamos, sí, vamos a obedecer los folletos, pero vamos a dónde?

Para el mar que nos coma, a las costas de Europa para ser enjaulado?

Al campamento miseria y al campamento de permanecer aquí. Entonces te lo pregunto, ¿a dónde?

Me dices que eres poeta. Si es así, nuestro destino es el mismo.

Y ahora soy el barquero, que conduce un taxi en el fin del mundo.

Voy a ver que llegue con seguridad, mi amiga, voy a llegar hasta allí."

Carolyn Forché




"El corazón es el órgano más tosco del organismo. La ternura está en las manos."

Carolyn Forché


El visitante

"En español él susurra que no queda tiempo.
Es el sonido de guadañas arqueando en el trigo
el dolor de alguna canción de campo en Salvador.
El viento en la prisión, precavido
como las manos de Francisco en el interior, tocando
las paredes mientras camina, es el aliento de su mujer
deslizándose en su celda cada noche mientras él
imagina su mano como si fuera de ella. Es un país pequeño."

Carolyn Forché
Versión de Andrea Rivas



Para un extraño

"Aunque acabas de mencionar Venecia
manteniéndola en la lengua como pepita de una fruta
y yo digo sí, quizás Bucarest, ninguno de los dos
sabe nada en realidad. Sólo existe este tren
deslizándose entre pastizales nevados
un trineo que alcanza
a tocar a sus sepultados pasajeros.
Nos encontramos en el andén tembloroso
mientras los dientes rotos del viento se nos clavan.
Desenvuelves tu pan negro
y compartes conmigo el café
que se te derrama entre los guantes.
Los postes de telégrafo rebanan los campos invernales
en bloques blancos, en cada ventana
la cruda pintura de una pequeña granja.
Escuchamos a las madres que regañan
a sus hijos en inglés
como si no entendiéramos ni jota:
estate quieto, estate quieto.

Hay algunas pistas acerca de dónde
nos encontramos: el trigo en pacas esparcido
por todos lados como ataúdes desaparecidos.
Las lejanas, ambarinas lámparas de cocina
se han limpiado con aceite.
Por todos los cables colgantes, negros
estiran los mensajes de un lado
al otro de un país.
De pie, los hombres en todas las fronteras
nos despiden agitando la mano.

Borrando con el puño los óvalos de aliento en las ventanas
para vernos las caras, tocas el vidrio
delicadamente en cualquiera de los puntos
donde mi rostro se distingue.
Días después, me muestras
fotos de una mujer y sus hijos
que sonríen por las ventanas de tu billetera.

Cada vez que el tren baja de velocidad, un hombre
con nuestras caras en los botones dorados
de su saco pasa por los vagones
murmurando el nombre de una ciudad. Poco a poco
vamos perdiendo gente. Una y otra vez te vuelvo a encontrar
entre vagones, ofreciéndome un mendrugo de pan,
una bebida caliente, hasta que se acaban las ciudades
y me jalas y me estrechas, deslizando las manos
por entre mi abrigo, diciéndome tu nombre
una y otra vez, precipitando tu boca en la mía.
Ninguno de los dos tiene nada.
Y eso nos damos uno al otro."

Carolyn Forché




San Onofre, California

"Hemos avanzado mucho al sur.

Más allá, la más vieja mujer

bombardeando limas en chales negros.

Portillo rayando su nombre

en las paredes, los delgados listones

de orín, niños acariciando el lodo.

Si seguimos, podríamos parar

en la calle en este mismo lugar

donde alguien desapareció

y podríamos escuchar las palabras

¡Ven con nosotros! Si eso sucediera, conduciríamos

nuestras vidas con las manos

atadas. Es por eso que sentimos

que es suficiente escuchar

al viento meciendo limones,

a los perros andando en las terrazas,

sabiendo que mientras las aves y el tiempo caliente

se mueven siempre al norte,

los lamentos de aquellos que desaparecen

tardarían años en llegar aquí."

Carolyn Forché
Versión de Andrea Rivas



"Todo ese día fuimos a distintos lugares: la catedral gris y vacía sin bancos, en cuyo claristorio volaban bandadas de palomas; la oficina de derechos humanos, en la que había un suelo de baldosas grises y rojas, sillas plegables y paredes azules. Allí, Margarita me mostró álbumes de fotos, incluido uno con flores en las cubiertas, en cuyas páginas cubiertas con folios traslúcidos adherentes había fotos de desaparecidos.* La mayoría de estas habían sido tomadas en la escuela o en alguna ocasión especial, como la graduación de un curso de enfermería, una fiesta de quince años o una cena de celebración de compromiso. Por lo tanto, casi todos los retratos eran de jóvenes, aun cuando, en el momento de desaparecer, las personas ya no lo fuesen tanto.
—Por eso mismo, a veces es difícil emparejar las fotos con los muertos que se encuentran —dijo Margarita—, aunque también hay otros factores que dificultan la identificación. Algunos cuerpos aparecen mutilados. Otros medio comidos por animales.
En la oficina de derechos humanos, aquellos álbumes y otras carpetas estaban apilados bien alto sobre la mesa. Había un teléfono y un ventilador que giraba sobre su eje. Entraba y salía gente, en su mayoría mujeres mayores. Algunas parecían desesperadas y angustiadas, y se aferraban a fotos y pedazos de papel, mientras que otras miraban a su alrededor sin fuerzas, a la espera de alguna noticia. Me puse a pasar las páginas plásticas, y era como mirar un anuario escolar acerca de los que tenían más probabilidades de no volver a ser vistos nunca. Transcribí todos los nombres que pude en mi cuaderno, sin saber aún qué haría con ellos. Nadie me impidió copiarlos. Una mujer incluso atravesó la sala para alcanzarme otro libro de la mesa, asintiendo con la cabeza mientras lo ponía en mis manos.
Antes de irnos, Margarita me señaló una fotografía concreta y me pidió que recordara la cara.
—Cuando estemos solas te digo por qué —susurró.
Cruzamos la ciudad hasta la otra universidad, intervenida por un organismo especial en virtud de la nueva ley. En las paredes se habían pintado figuras, siglas y eslóganes, y había impresos y carteles pegados encima, pero en buena parte lo habían cubierto todo con una mano de pintura, como para borrarlo. Los muros eran palimpsestos sobre reuniones y resoluciones, marchas y convocatorias, capa sobre capa de activismo universitario, según me susurró Margarita. Por lo demás, el edificio estaba muy deteriorado: por todas partes había escalones de cemento rajados, ventanas rotas, incluso un archivador con los cajones abiertos en mitad de un pasillo. Escritorios abandonados al aire libre. Escritorios vacíos. Los alumnos se reunían en grupitos o caminaban del brazo, yendo de un edificio a otro y de una clase a otra con sus bolsos llenos de libros. Había algunos soldados, con rifles al hombro y cascos verde aceituna que parecían húmedos cuando les daba la luz. Los soldados eran tan jóvenes como los alumnos. Tal vez más."

Carolyn Forché
Lo que han oído es cierto