El procónsul Óptimo le preguntó su nombre y condición social. El mártir respondió: «Máximo. Nací libre, pero ahora soy esclavo de Cristo.»

Óptimo: ¿En qué te ocupas?
Máximo: Soy un hombre del pueblo y vivo del comercio.
Óptimo: ¿Eres cristiano?
Máximo: Sí, aunque indigno de serlo.
Óptimo: ¿Estás al tanto de los recientes decretos de los invencibles emperadores?
Máximo: ¿Qué decretos?
Óptimo: Los que ordenan que todos los cristianos abjuren de la superstición reconozcan al verdadero y supremo príncipe y adoren a los dioses.
Máximo: Sí, conozco ese decreto del rey de este mundo y, por ello he venido a entregarme.
Óptimo: Ofrece sacrificios a los dioses.
Máximo: Yo sólo ofrezco sacrificios al Dios único, a quien me he sacrificado gozosamente desde la infancia.
Óptimo: Si ofreces sacrificios, te pondré en libertad. Si no, te condenaré a la tortura y a la muerte.
Máximo: Es lo que siempre he deseado. Si me entregué, fue precisamente para cambiar esta vida miserable por la eterna.

El procónsul mandó a los verdugos que azotasen a Máximo. Como esto no produjese ningún efecto, los verdugos le colgaron en el instrumento de tortura llamado el «potro». Pero como el mártir permaneció inconmovible, Óptimo pronunció la sentencia de muerte: «Máximo se ha negado a obedecer a la ley y a ofrecer sacrificios a la excelsa Diana: por ello, la Divina Clemencia (es decir, el emperador) le condena a ser lapidado para que su muerte sirva de escarmiento a los otros cristianos». Máximo fue apedreado fuera de la ciudad y murió mientras glorificaba y daba gracias a Dios.

San Máximo de Éfeso o Asia
Acta