"Era difícil saber cuáles eran sus sentimientos respecto a Napoleón. Casi siempre era de la opinión contraria de la que se le exponía. Tan pronto descontento como entusiasta, a veces hablaba de él como de un parvenu deslumbrado por los oropeles, que faltaba de continuo a las reglas de la logique; otras veces le profesaba una admiración casi idólatra. Ya descontento como Courier, ya servil como Las Cases. Las personalidades del Imperio eran tratadas de modo tan variado como su jefe, pero reconocía la fascinación que ejercía el emperador sobre todo cuanto lo rodeaba. Había comenzado una historia de Napoleón que ha sido encontrada entre sus papeles. Puede leerse un fragmento, escrito con brío, de sus viajes por Francia: es la llegada del emperador a Grenoble en 1815.
A juzgar por los relatos de Beyle, me parece que en la época de su juventud había menos egoísmo que actualmente, y que las afectaciones a la moda eran de un género más noble. Así Beyle, por más aficionado que fuese a la buena mesa, se guardaba mucho de reconocerlo. Hasta consideraba tiempo perdido el empleado en comer, y su deseo era que, ingiriendo una píldora por la mañana, se pudiera quitar uno el hambre para el resto del día. Actualmente se es glotón y se tiene a gala. En tiempos de Beyle, un hombre aspiraba, ante todo, a la energía y al valor. ¿Cómo hacer campaña siendo uno gastrónomo?
A Beyle le gustaban las reuniones íntimas y poco numerosas. En un reducido círculo, rodeado de amigos o de gente contra la que no tenía ninguna prevención, se abandonaba dichosamente a toda la alegría de su carácter. No buscaba en absoluto brillar, sino sólo divertirse y divertir a los demás; «pues—decía—hay que pagar entrada». Siempre inspirado, se mostraba a veces un tanto alocado, incluso inconveniente; pero hacía reír, y a los gazmoños les era imposible permanecer serios. La presencia de alguien aburrido o de un espíritu malévolo le paralizaba y no tardaba en poner pies en polvorosa. Nunca conoció el arte de saber aburrirse. Decía que la vida es corta y que el tiempo perdido en bostezar es irrecuperable. Admiraba mucho esta frase de monsieur de M…: «El mal gusto conduce al crimen».
La buena fe era uno de los rasgos del carácter de Beyle. Nadie era más leal ni de trato más fiable. No he conocido a ningún hombre de letras más franco en sus críticas ni que encajara más caballerosamente las de sus amigos. Le gustaba enseñar sus manuscritos y pedía que se anotaran severamente. Por más duras e injustas que fuesen las observaciones, nunca se molestaba por ello. Una de sus máximas era que cualquiera que se dedique a poner las cosas negro sobre blanco no debe extrañarse ni ofenderse si le dicen que es un idiota. Esta máxima la practicaba al pie de la letra, y, por su parte, no era indiferencia real ni afectada. Las críticas le preocupaban mucho; las discutía vivamente, pero sin acritud, y como si se hubiera tratado de obras de un autor muerto hacía siglos.
Beyle adquirió la extraña costumbre de rodear de misterio las acciones más indiferentes, a fin de despistar a la policía, a la que creía lo bastante ingenua como para ocuparse de las charlas de salón. No escribía nunca una carta sin firmarla con un nombre supuesto, como César Bombet, Cotonet, etcétera; la fechaba en Abeille en lugar de Civitavecchia y a menudo las comenzaba con una frase de este tenor: «He recibido sus sedas crudas y las he almacenado en espera de su embarque». Las notas que tomaba sin cesar eran una suerte de enigmas cuyo sentido él mismo a menudo era incapaz de adivinar pasados unos días."

Simon Leys
Con Stendhal



"La belleza llama a la catástrofe del mismo modo que los campanarios atraen el rayo. La administración de servicios públicos que hace pasar una autopista por en medio de Stonehenge, o una vía férrea a través de las ruinas de Villers-la-Ville, el monje que le prende fuego al Kinkakuji, el municipio que transforma la iglesia abacial de Cluny en una cantera de piedras, el energúmeno que lanza un bote de pintura acrílica al último autorretrato de Rembrandt, o el que ataca con un martillo la madona de Miguel Ángel, obedecen todos ellos, sin saberlo, a una misma pulsión.
Un día, hace ya tiempo, un pequeño percance me hizo intuirlo. Estaba escribiendo en un café; como a muchos perezosos, me gusta sentir la animación en torno a mí cuando se supone que trabajo, lo que me produce una ilusión de actividad. Por eso el ruido de las conversaciones no me molestaba, ni siquiera la radio que bramaba en un rincón; había vomitado ininterrumpidamente durante toda la mañana melodías de moda, cotizaciones de Bolsa, música de fondo, resultados deportivos, una charla sobre la fiebre aftosa de los bovinos, de nuevo melodías, y todo ese batiburrilo auditivo manaba como agua caliente que se escapa de un grifo mal cerrado. ¡De pronto, milagro! Por una razón inexplicable, esta vulgar rutina radiofónica dio paso sin solución de continuidad a una música sublime: los primeros compases del quinteto para clarinete de Mozart se enseñorearon de nuestro pequeño espacio con serena autoridad, transformando ese café en una antesala del Paraíso. Pero no se puede decir que los otros clientes, ocupados hasta ese momento en charlar, jugar a las cartas o leer la prensa, fuesen sordos: al oír aquellos acentos celestiales, se miraron estupefactos. Pero su desazón no duró más de unos segundos: para alivio de todos, se levantó resueltamente uno de ellos, fue a girar el mando de la radio y cambió de emisora, restableciendo así una oleada de ruido más familiar y tranquilizador, que cada uno pudo ignorar de nuevo tranquilamente.
En ese momento se me impuso una evidencia que no me ha abandonado jamás desde entonces: los verdaderos filisteos no son una gente incapaz de reconocer la belleza, pues claro que la reconocen y muy bien, la detectan al instante, y con un olfato tan infalible como el del esteta más sutil, pero es para poder caer inmediatamente sobre ella con el fin de ahogarla antes de que pueda entrar en su universal imperio de fealdad. Pues la ignorancia, el oscurantismo, el mal gusto o la estupidez no son fruto de simples carencias, sino de otras tantas fuerzas activas, que se afirman furiosamente a la menor oportunidad, y no toleran ninguna excepción a su tiranía. El talento inspirado siempre es un insulto a la mediocridad. Y si esto es cierto en el orden estético, aún lo es más en el moral. Más que la belleza artística, la belleza moral parece tener el don de exasperar a nuestra triste especie. La necesidad de rebajarlo todo a nuestro miserable nivel, de mancillar, burlarse y degradar todo cuanto nos domina por su esplendor es probablemente uno de los rasgos más desoladores de la naturaleza humana."

Simon Leys
La felicidad de los pececillos



“Las más altas inteligencias no dicen menos tonterías que el común de los mortales; simplemente, lo hacen con más autoridad.”

Simon Leys
La felicidad de los pececillos


"Las palabras son inocentes; no hay ninguna perversión en el diccionario, ésta se halla en todas las mentes, y son éstas las que habría que reformar.”

Simon Leys, pseudónimo de Pierre Ryckmans 
La felicidad de los pececillos


"No dejamos de asombrarnos del paso del tiempo: “Pero ¡como!  ¡Si parece que era ayer cuando ese padre de familia calvo y bigotudo era aún un chaval con pantalón corto!” Lo cual viene a demostrar que el tiempo no es nuestro elemento natural. ¿Es posible imaginar a un pez que se asombre de que el agua moje? Es que nuestra verdadera patria es la eternidad; nosotros no somos más que visitantes de paso en el tiempo."

Simon Leys
La felicidad de los pececillos



"Para quienes se niegan a doblar la cerviz, la venta de calabazas no es un negocio con el que pueda vivir una persona, sobre todo en tiempos de miseria como éstos. Y más cuando, para serle franco, los negocios no eran lo suyo. Y luego se debía a su misión, pues, como decía, la política lo era todo para él, y también para sus amigos. Voy a presentárselos para que los conozca: el oficial médico Lambert-Laruelle, el sargento de caballería Maurice y los otros. Están siempre en el café Les Trois Boules. Si les viera, pensaría que se trata de rentistas echando la partida. En confianza, le digo yo que conspiraban. Pero yo soy mujer, mujer de soldado, y sé estar en mi sitio; Truchaut no era hablador, y yo no era la persona más adecuada para tirarle de la lengua. Cuando volvía de Les Trois Boules con aire de preocupación, no me habría atrevido ni siquiera a hablarle del negocio y a fastidiarle con mis preocupaciones de fin de mes, de vencimientos y todo lo demás. Pero Dios sabe que ciertos días me habría supuesto un gran alivio desahogar mi corazón y contarle que el negocio no marchaba. Pues, como puede ver, soy la única que se ocupa de él. Un pequeño comercio que empecé de la nada. Tengo unos primos que son agricultores en Aviñón; mandan su fruta a París y tratan de venderla donde se pueda. En principio, esto debería funcionar, pero ¿qué quiere usted?, estoy yo sola para llevar toda la tienda, no tenía experiencia alguna, y no me bastaba por mí sola, sin contar los embarazos y todo lo demás. Truchaut no estaba por la labor de hacer de tendero, era un hombre dotado, tenía ideas, era un pensador, un político si usted quiere. ¡Y qué orador! Hubiera tenido que oírlo a veces; por la noche, cuando yo disponía de tiempo, me pasaba a buscarle a Les Trois Boules. ¡Hubiera tenido que oírlo, hubiera tenido que verlo! ¡Ah, qué hermoso era aquello! Ten cuidado, Truchaut, le decían, no hables tan alto, cállate, ya es suficiente, pues a veces había soplones, y le decían que cerrase el pico, pero al mismo tiempo querían seguir oyéndole, y, por otra parte, él no se dejaba intimidar. ¡Callarse! ¡Ja, bueno era él! Intrépido como era, gritaba más fuerte, y la gente se quedaba a escucharle, le habrían escuchado toda la noche. Pero después de esto, cuando volvía a casa, ¿iba yo a hablarle encima de calabazas? ¡No me habría atrevido ni podido, era superior a mis fuerzas! Por más que me dijera de esta vez no pasa, que tenía que hablarle de la factura de los Bongrain y de la mercancía que se había estropeado por el camino…; era imposible, pues ese hombre, como le digo, tenía una misión. Por desgracia está muerto, y sus camaradas ya no son jóvenes, ni tenían, por otra parte, la misma vitalidad que mi Truchaut, y cuando él nos dejó ellos se quedaron abatidos; mi negocio está prácticamente en la ruina y el Emperador sigue en su maldita isla, ¡ay, pobre de mí! Pero no por ello la tierra dejará de girar sobre sí misma. ¡Y tú, largo de aquí!—de un manotazo barrió a una gallina parda que, posada sobre la mesa, picaba una peladura olvidada—. Pero no paro de hablar, y ni siquiera le he ofrecido una silla, ¿dónde tendrá una la cabeza? Póngase cómodo, está usted en su casa. Debe de estar sediento. Aunque ya no hay nada en la casa, todavía queda una jarrita de vino rosado puesta al fresco, voy a buscarla a la bodega.
Bajó a la bodega.
Napoleón se dejó caer sobre un taburete y paseó la mirada en derredor por el lugar: la estancia, alta y fresca, era de unas dimensiones espaciosas que la hacían parecer aún más desnuda. Con un suelo de amplias baldosas azules, agrietadas y desiguales, no tenía más mobiliario que una larga mesa de madera natural, algunos taburetes y un aparador. En un rincón había apilados algunos baúles con refuerzos de hierro, dos o tres cajas y una gran maleta de mimbre. En el ángulo más oscuro se alineaban dos docenas de melones que descansaban sobre las mismas baldosas y que difundían su aroma de sol. En la grisura de las paredes desnudas se dibujaba en blanco la silueta de todo un mobiliario fantasma, rectángulos variados de armarios desvanecidos, de aparadores invisibles, e incluso el óvalo de lo que debía de haber sido un gran espejo; todo eso desapareció sin duda bajo el martillo del subastador tras haber sido incautado por algún agente judicial."

Simon Leys
La muerte de Napoleón



"Sin embargo, no a todos estos naufragios se los tragó el olvido. De hecho, justo el primero, el del Batavia que se hundió en 1629 contra un arrecife de los Houtman Abrolhos, un grupo de islotes coralinos, a unos ochenta kilómetros mar adentro del continente australiano, ha quedado también como el más célebre y el mejor documentado de todos. Los cerca de trescientos supervivientes del naufragio, refugiados en cuatro islotes, cayeron bajo la férula de uno de ellos, un psicópata que los sometió a un régimen de terror; este personaje, secundado por algunos acólitos a los que había conseguido seducir y adoctrinar, se dedicó a masacrar a los otros naúfragos de manera progresiva y metódica, sin perdonar la vida ni a las mujeres ni a los niños. Tres meses más tarde, cuando había liquidado ya a más de dos tercios de estos infelices, vio interrumpida su extravagante carnicería por la llegada inopinada de un navío mandado de Java con auxilios."

Simon Leys
Los naúfragos del Batavia


“Solamente deberíamos poseer aquello que se puede poseer con despreocupación.”

Simon Leys
La felicidad de los pececillos