"He tenido la ocasión recientemente de descubrir cómo Velázquez utilizaba el pentágono en el trazado regulador de la composición de algunos de sus más importantes cuadros. Es claro que están éstos incluidos en el reducido grupo de los que se hallan desalineados del retratismo forzado y de los que hubieron de someterse a alguna restricción temática o dimensional por causas regias o simplemente cortesanas, tan de obligado cumplimiento unas como otras por razón a su envidiado título de pintor de cámara. Por eso, cuando hay pentágonos cabe pensar en un Velázquez libre. Y ello aun cuando se oculten, como pentáculos, bajo significados crípticos, de difícil interpretación simbólica. Pues no hay que olvidar que, aunque no lo parezca, Velázquez era barroco. Así nos lo recuerda J. L. Abellán, desvaneciendo el "equívoco provocado por la tendencia mayoritaria de no considerar al barroco sino bajo formas exuberantes" y deshaciendo una imagen tan restrictiva, al reivindicar "para el arte barroco expresiones menos retorcidas, como pueden ser Velázquez en la pintura y Cervantes en el género novelístico".Complace este tándem de genios, porque conlleva un binomio de obras: Quijote-Meninas. Y tanto cabe para ambas una filosofía común como una geometrización conjuntada. Juega el mismo autor con el equívoco y la ambigüedad magistralmente lograda por Cervantes para hallar en su obra la "verdadera genialidad"; pienso que las falaces travesuras de espejos y ocultaciones conducen al mismo resultado para el pintor Velázquez. Sorprende gratamente ver ello confirmado a partir de una óptica literaria, cuando se nos dice cómo logra Cervantes "la multiplicación de perspectivas diversas a lo largo de toda la obra" y que "no es extraño que la formulación inicial de la filosofía orteguiana -el perspectivismo- surgiera como una meditación sobre ella". Porque uno tuvo la oportunidad de definir las dos perspectivas con que se estereoplasmó el ámbito de Las meninas, y no puede por menos de celebrar la cita que hace Abellán, de Leo Spitzer, cuando dice que las cosas del Quijote no son de por sí, sino en cuanto a nuestro lenguaje o pensamientodos representaciones proyectadas por el narrador desde dos puntos de vista.

Pero aún hay más. Si el estilo cervantino, "claro y moderado, alejado de conceptismos o culteranismos", puede ser un residual enlace con el Renacimiento, de no, haber otros, los pentágonos velazqueños son un consciente atavismo de la misma ascendencia. La difícil cohonestación de los períodos históricos y la clasificación denominativa de los mismos, en la que por encima del pensamiento -filosófico, religioso, político, científico- parece haber primado el código asumido por las artes, nos lleva a pensar en un subconsciente colectivo sometido al paso de sucesivos frentes nubosos, impregnantes, impulsados por los vientos de la historia y de los cuales quedan desgajados los jirones que empenachan a los eminentes. De aquí que si en homogeneidad mensurable piadiérase acotar linealmente los límites del Renacimiento y del barroco, se podría afirmar que el punto doble que constituye nuestra eminente pareja divide a ambos períodos -con independiente simultaneidad- en media y extrema razón. Extrema, para el segmento renacentista, por ser exterior a él, y media, para el barroco, por caer el punto dentro; que en ambos casos es llamada razón la relación aritmética entre dos magnitudes, que aquí son distancias. Y más propiamente, distanciamientos a los respectivos extremos de ambos aconteceres.

Esto, que en el acontecimiento renacentista no sería más que una aplicación de la redivida geometría de Euclides -el todo es a la mayor parte, como ésta es a la menor-, suscitó en Fra Luca Paccioli di Borgo, De divina proportioni, que se editó en Venecia el año 1509, ilustrada por Leonardo de Vinci. Sus iluminadas consecuencias estéticas, objetivando matemáticamente la belleza, tuvieron una notable influencia hermética en los pintores del Renacimiento. Y es que, tras la divinización que el monje "ebrio de belleza" había descubierto evi el pentágono regular, al no existir número racional que sirviera para valorar aquella milagrosa razón irracional, subyacía la antiquísima -y también renacida- admiración mágica de los pitagóricos, que tuvieron el pentáculo como símbolo secreto; el que tantas codicias interpretativas ha sufrido hasta ser hoy una estrella.

Secretos geométricos

En cambio, el fenómeno barroco -con su insatisfactorio neologismo definitorio- tuvo en Velázquez un influjo de disimulada curiosidad por ese secreto pentagonal que, rebajado de rango, es el número áureo que hoy denominamos con la letra griega (phi). Aunque no incorporó a su biblioteca el libro de Paccioli, bien pudo conocerlo en Italia.

En cambio, junto con otras obras de geometría que nutrían su librería, figuraba El libro del modo di divedere le superficie, de Macho meto Bagdedino (Pesaro, 1570) que Sánchez Cantón clasifica, un tanto a ojo, como topográfico. Vestir con naturalismos estos secretos geométricos es puro barro quismo. Tanto como lo fue el de su coetáneo Descartes, que vistió con álgebra la geometría; y esto de tápar -aunque genialmente- unas verdades con otras, aparentar au tenticidades creando realidades nuevas, constituye la sutil impregnación, de que antes hablaba, de aquel surgimiento nuboso que se condensó, muy especialmente, en la atmósfera hispana.

Creo que a la arquitectura se debe la invención de su nombre, nacido en femenino: barroca. Y lo fue con esa pretensión peyorativa que la masculinización va transmutando en perfectividad y que al neutralizarse con el lo por delante hace llegar lo barroco hasta nuestros días. Falaces bambollas, triunfalismos de tramoya, hipocresías místicas, salomónicos políticos convivieron bajo artificiosas arquitecturas fingidas.

Asemejarse al barroco de Velázquez no puede molestarles; porque si algo queda de penachos barrocos en las cimeras de las artes de hoy es el jirón enganchado en la punta del morrión de la política, que también se jacta de ser arte con mayúscula. La libertad tenía que ocultarla el pintor en los pentágonos. La democracia no debe ocultarlos; más bien, al contrario, debiera exhibirlos como una base estética que, aplicada con sencillez, se convirtiera en elegancia. Tomar acuerdos y ajustar las opiniones a la ley de la media y extrema razón,- la que se rige por el número áureo que, aunque irracional, es manejable (uno más raíz cuadrada de cinco, dividido por dos)."

Ángel del Campo y Francés
Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 18 de abril de 1982