" ... A veces la  claridad del sol borra los bordes de todo, de forma que la diferencia entre lo que es y lo que no es, no resulta clara."

Frank Yerby
La familia Benton


"Avanzaron entre la muchedumbre, sobresaliendo la cabeza de Pride por encima de la gente de la ciudad. Oyeron más música, pues pasaban en aquel momento por delante de una serie de salones de música. Casualmente entendieron un verso o dos. La sonrisa de Pride se hizo más amplia. Aquellos versos eran obscenos. «¡Mi ciudad —pensó—, maldita si lo es!»
De las tabernas y de los innumerables bares surgían individuos desarrapados y sucios que sostenían entre sus temblorosos dedos las preciosas botellas que de un modo u otro habían conseguido obtener. Tim los contempló compasivamente, pero Pride apenas les dirigió una mirada. Miraba con placer no oculto a las muchachas ligeramente ataviadas que de vez en cuando salían de una de las puertas laterales de la taberna de lujo y subían precipitadamente la escalera de una de aquellas sucias casas.
Al borde de la acera, los jugadores del monte a tres cartas y los artistas de la cáscara de nuez replegaban sus mesas. Al lado de éstos se hallaban otros hombres sentados delante de mesas de forma idéntica. Sin embargo, aquellos hombres eran diferentes: sus vestidos no eran tan llamativos y se rodeaban de un aire elegante que recordaba días mejores. Pride les dirigió una mirada. Los jugadores profesionales que él había conocido en el Oeste, del cual acababa de llegar, formaban allí una institución más compacta que en el Este; pero aquellos hombres que sin duda alguna descendían de una superior capa social y que ahora aparecían al borde de la inanición, representaban algo nuevo para él. Mientras Pride los contemplaba, abrieron sus pequeñas cajas y sacaron a relucir plumas de acero y unas cartulinas de papel blanco. Luego comenzaron su labor y deslizando la plumilla sobre el papel, dibujando letras con innumerables adornos, pájaros y flores, llenando la cartulina con un bordado de líneas elegantemente trazadas y palabras escritas con hermosas letras.
Luego exhibían sus letreros encima de la mesa para atraerse a los clientes. Pride se acercó sin apartar la mirada de ellos. La gente se agrupaba alrededor. Pride estaba asombrado. Difícilmente un hombre podía ganarse la vida escribiendo letreros y tarjetas de saludo. Iba a dirigir su atención a otros de los diversos aspectos de su nueva ciudad, cuando uno de aquellos dibujantes, ya de edad, fue interrogado por una mujer joven."

Frank Yerby
Promesa rota



"Jean la apartó de sí, aguzado el oído. Simone estaba en lo cierto. No se oía ni el más leve sonido. Jean pensó, aprovechando los momentos en que aún era capaz de pensar: «Lo habré soñado. Pero hubiera jurado que…»
La razón por la que no se oía ruido alguno era sencilla: de los medio-tractores alemanes, cien de ellos, llevando sentados cada uno quince hombres, estaban ya todos en el interior del pueblo denominado Pariset. Esos vehículos, así como los Steyr 640, los Kommandeurwagens, o vehículos de mando, con seis ruedas, en cada uno de los cuales viajaban seis oficiales y el suboficial que los conducía, habían parado sus motores. Y Pariset estaba lo bastante alejado de St. Nizier para que el metálico ruido de las armas y el sordo pisar de las botas llegaran hasta el lugar en que, incluso el aguzado oído de John Farrow pudiera oírlos. Además, John Farrow-Jean Claude Dubois, en aquellos instantes, estaba tan ocupado que ni las trompetas del Juicio Final hubiera sentido.
Después, Jean y Simone no penetraron suavemente en el mundo de los sueños, sino que se desplomaron, cayendo por los siete dantescos niveles en el más profundo sueño. Tan profundo que ni siquiera oyeron los comienzos de la batalla. Lo que los despertó fue el más brutal despertador de este mundo. Una ametralladora móvil, con motor autónomo, de 107 mm, es decir, del calibre 50, el arma automática más pesada que jamás se haya fabricado antes de llegar a los 20 mm, en cuyo punto la ametralladora deja de ser tal para convertirse en cañón de fuego rápido, montado de tal manera que forma parte integral de un Austro-Daimler ADMK (vehículo en forma de calesín dotado de ruedas y cadenas al mismo tiempo, pero que no es un medio-tractor en miniatura, ya que las ruedas y las cadenas sólo pueden emplearse alternativamente, según lo exija el terreno, pero jamás al mismo tiempo, como ocurre siempre en el caso de los medio-tractores), se acercó ruidosamente por entre los árboles, después de haber rebasado por el flanco la línea de defensa del FFI -250 hombres contra 1.500 alemanes- y se detuvo en una plazuela, situada a treinta metros de la casa de Simone y Jean y unos cincuenta metros más abajo.
El tirador alzó el cañón el número de grados requerido. Luego abrió fuego. Su ayudante sostenía, con las manos enguantadas, la tira de munición que iba saltando y siendo tragada por la ametralladora. Detrás de ésta, y al otro lado, los cartuchos de los proyectiles disparados eran expulsados por el eyector, y rebotaban sobre los adoquines.
Una ardiente granizada caía sobre la carne desnuda de Simone y John. Sus párpados se abrieron rápidamente. Cristal pulverizado cubría sus cuerpos. En algún que otro punto se les habían clavado astillas de vidrio que los hacían sangrar.
Rodando sobre la cama, se dejaron caer, en un movimiento que indicaba su experiencia en avatares bélicos, y se arrastraron por el suelo, manteniéndose siempre a un nivel inferior al del alféizar de la ventana. La ametralladora hizo cisco otra ventana. Luego, el tirador prestó atención a otra casa.
Se levantaron y se dirigieron corriendo al armario ropero, pero cuando llegaron a él Simone murmuró algo, en tono feroz, y volvió a aquel paisaje invernal, cubierto por el polvillo de vidrio, en que su dormitorio se había convertido. Cuando regresó, dos minutos más tarde, llevaba sujetador y bragas. Este detalle preocupó a Jean. Significaba que Simone temía morir o resultar herida y quería conservar el pudor en tales extremos. Y así era, ya que, en caso contrario, y John la conocía bien, no hubiera llevado esas prendas bajo su uniforme, debido a que deseaba reservarlas para los momentos en que llevaba atuendo femenino. Del armario sacó un par de pantalones del ejército norteamericano, pertenecientes á Jean, y se los puso, abrochándolos sobre su esbelta cintura. Prescindiendo de la longitud, esos pantalones le sentaban mucho mejor que aquellos pantalonazos que lucía cuando llegó al campamento. Luego alargó la mano hacia una blusa de llameante rojo."

Frank Yerby
Viaje sin planear



"La vida en si misma es un morir largo y lento; uno no puede vencer siempre, incluso cuando uno  se cree vencedor, ya esta resbalando imperceptiblemente y cayendo en las filas de los vencidos..."

Frank Yerby
La familia Benton


"No había viento en toda esa extensión del cielo."

Frank Garby Yerby



"Para una mujer del pudor de Blanca, el simple pensamiento de que tenía que ser examinada por un médico significaba una grave preocupación. Pero ante las graves y cariñosas maneras de Mendoza, su repugnancia se suavizó bastante. Pérez, por el contrario, la disgustó. El joven médico tenía una expresión a la vez adusta y artificiosa. Su mirada saltaba sin detenerse. Blanca sospechó que se trataba de un charlatán. Pero en esto se equivocaba. José Pérez era tan buen médico como todos los demás de Santa Marta, que es como decir que todos poseían una terrible ignorancia sobre los hechos más elementales relacionados con la vida humana y la salud. Sin embargo, esta ignorancia era más o menos compartida por todos los médicos del Nuevo Mundo, incluyendo al gran Mendoza. Lo que distinguía a éste del resto de sus colegas era una instintiva simpatía y comprensión, que le permitía calar hondo en la naturaleza humana. Aparte de esto, poseía un saludable escepticismo, que le hacía comprender su propia ignorancia y avanzar cuidadosamente partiendo de ella.
Mendoza examinó a Blanca cubierta con una gran sábana, de modo que no vio su cuerpo. Pérez encontró esto inadecuado, pues la belleza de Blanca le había inflamado instantáneamente. Pero era demasiado prudente para protestar, cuanto más que notó que el sistema de Mendoza había obtenido la inmediata aprobación de don Luis.
El examen duró largo rato, y fue muy minucioso. Terminado éste, los hombres abandonaron la habitación, dejando a Blanca enferma de vergüenza por los manoseos y pruebas a que habían sometido a su cuerpo. Sin embargo, estaba muerta de curiosidad por oír la conversación que sostenían en aquel momento en el salón, pero para ello tenía que levantarse y vestirse con ayuda de Quita. De pronto se le ocurrió una idea. Con rápido ademán señaló hacia la puerta, ordenando a Quita que prestara atención a lo que se decía al otro lado.
Quita sonrió y se apresuró a obedecer. Al igual que a la mayoría de los criados, no había nada que le gustara más a la india que escuchar detrás de las puertas. Así que aquel mandato hizo su felicidad. En el salón, don Luis escuchaba atentamente con expresión concentrada.
-De lo que he podido comprobar -dijo Mendoza lentamente- se deduce que la señora no tiene ningún impedimento que le impida ser madre. Es joven y capaz de concebir, aunque esté un poco delicada de salud.
-¿Por qué no tengo hijos entonces? -preguntó don Luis.
-Francamente, no lo sé -murmuró Mendoza-. Hay una explicación que tengo grandes sospechas de que es válida para el presente caso, pero que vacilo en exponer, pues podría pare- ceros ofensiva, señor.
-Exponedla -repuso con acento seco don Luis-. No es ocasión para andarse con delicadezas y cumplidos.
-Vuestra esposa no desea tener hijos. Al menos, un hijo vuestro…
Don Luis, que se había levantado a medias de su asiento, se dejó caer de nuevo en él.
-Existen muy distintos grados de fertilidad en las mujeres. Sospecho que vuestra esposa no está hecha para concebir más que dos hijos todo lo más. Ahora, su miedo al parto, o quizás alguna otra confusión de sus emociones, actúa como una poderosa barrera en el acto de la concepción. Si queréis aceptar mi consejo, dedicaos una vez más a ella como un tierno enamorado. Si esto no os da resultado, entonces ya podéis apresuraros a adoptar un heredero, pues doña Blanca no concebirá, a menos que…"

Frank Yerby
El halcón de oro


"Polly se puso en pie y se acercó a su tío. Se sentía contenta de que éste hubiera ido a Nueva York para ayudarlos. Les había encontrado una casa, que compró a una familia tory que se marchaba a Inglaterra. El negocio de importación seguía tan floreciente como siempre, a pesar de las pérdidas que ocasionaban los corsarios americanos. Quizá más, pues los oficiales británicos se hacían traer grandes cantidades de ron de las Antillas. El tío Peter no desaprobaba tanto las salidas de su sobrina. Los rebeldes estaban desapareciendo de la vista. Habían sido echados de Harlem Heights después de siete días de verdadero infierno. En White Plains, la caballería británica los había aplastado. Luego vino la retirada hacia Nueva Jersey, mientras el joven Alexander Hamilton los cubría con su artillería.
El último baluarte de los rebeldes en Nueva York había caído también. No era de extrañar, pues, que el tío Peter esperase que Polly procediera con mayor cordura.
-¿Han hecho muchos prisioneros? -preguntó la joven.
- Casi tres mil -contestó Peter Knowles-. Y, además, les han cogido todas sus municiones. Van a hacer desfilar a los prisioneros por las calles esta mañana. Es una lástima que yo no pueda verlo. Pero el negocio es antes que el placer, Polly.
El tío dio a la joven un amistoso golpecito en la cabeza. La razón de que la tratase con aquel cariño se debía a que el proceder de la joven le tranquilizaba por completo, tras la conmoción que le había producido el proceder de Kathy, que se había empeñado en quedarse en casa de la señora Horton, separándose así de su familia.
Media hora más tarde, Polly Knowles se encontraba entre la multitud que contemplaba a los vencidos prisioneros americanos que marchaban isla abajo. Los de Hesse llevaban a un hombre de elevada estatura aparte de los demás. Pero Polly, que conocía bien a Jorge Washington, pudo comprobar que los alemanes se habían equivocado. No habían capturado al general. El hombre que llevaba prisionero con tanto orgullo era el coronel Maxwell, uno de sus ayudantes.
La joven permaneció inmóvil, contemplando la larga fila de andrajosos y sucios prisioneros con una loca esperanza en su corazón. Si Ethan había sido hecho prisionero, estaría seguro. No tendría que preocuparse nunca más de él, y ya no sufriría pesadillas en las cuales le veía tendido en el barro y empapado en su propia sangre.
Si vivía, aún podría alimentar esperanzas. Kathy se había marchado, y cuando terminase la guerra, Ethan volvería a ella. La joven estaba segura. Pero debería volver por su propia voluntad. Polly se juró que nunca más daría un paso en su dirección. «Tendrá que venir él a mí y deberá suplicarme. He de estar segura. No quiero que venga por despecho. Le haré sufrir un poco. El cielo sabe bien lo que yo he padecido y sufrido por su culpa.»
Pero cuando finalmente le vio formando parte del triste cortejo, llevando pintada en el rostro la desesperación, no pudo evitar el llanto. Claro que las lágrimas fueron en buena parte de alegría. Ethan estaba a salvo. Los campos de prisioneros de Staten Island eran terribles. Pero él lo soportaría, y aunque le resultase violento pedirle nada, vistas las actuales circunstancias, hablaría con Cecil a fin de poder visitar a Ethan y llevarle comida y ropas que le ayudasen a mantenerse vivo.
«No seré una locuela nunca más con él -se dijo Polly-. Pero no puedo dejar que sufra demasiado. No puedo dejarle morir.»
Sin darse cuenta de ello, echó a andar hacia el sur, hacia la punta de Manhattan. Al llegar a una esquina apareció ante ella una muchedumbre de mujeres. Polly estaba ahora acostumbrada a aquella clase de mujeres y las miró tranquilamente mientras pensaba: «.¿Por qué rebajará tanto la guerra el gusto de los hombres?»
Todas las mujeres, que ahora que las tropas del rey habían ocupado la ciudad se sentían furiosamente partidarias de los británicos, marchaban junto a los infelices y desgraciados prisioneros gritando:
-¿Quién es Washington? ¡Mostradnos a Washington! ¡Queremos a Washington! ¡Dejad que nos entendamos con él, señores!
Por fin decidieron que el bello coronel Maxwell era el general y cayeron sobre él, tirándole del pelo, tratando de arrancarle los ojos y escupirle en el rostro.
En aquel instante una de las mujeres vio a Ethan Page. Su espléndido uniforme estaba hecho jirones, pero continuaba siendo elegante, pues Ethan era un apuesto joven."

Frank Yerby
La novia de la libertad


"¿Tendré que ver cómo muere su corazón dentro de sus ojos?"

Frank Yerby
La familia Benton


"Una persona fuerte rara vez es cruel, la crueldad es signo de debilidad."

Frank Yerby
La familia Benton
















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