"El papa Silvestre II se irguió ante el altar mayor La iglesia estaba rebosante, y tocios se habían arrodillado. El silencio era tan grande que se oía el roce de las mangas blancas del papa al moverse entorno al altar Y hubo todavía otro ruido. Era un sonido que parecía medir los últimos minutos de los mil años de existencia de la Tierra desde la venida de Cristo, Resonaba en los oídos de los allí presentes como el latido en los oídos de quien tiene fiebre, con un ritmo sonoro, regular, incesante. Pues la puerta de la sacristía estaba abierta, y lo que oían los asistentes era el tictac uniforme e ininterrumpido del gran reloj que colgaba dentro, con un latido por cada segundo que pasaba...
El papa era un hombre de férreo poder de voluntad, tranquilo y concentrado, Probablemente había dejado adrede abierta la puerta de la sacristía, para lograr el mayor efecto en ese gran momento. No se movía ni le temblaban las manos. Se había dicho la misa de medianoche, y reinó un silencio mortal. Los presentes esperaban… El papa Silvestre no dijo una palabra. Parecía sumergido en oración, con las manos elevadas al cielo. El reloj seguía su tictac. Un largo suspiro se elevó del pueblo, pero no pasó nada. Como niños con miedo a la oscuridad, todos los que estaban en la iglesia yacían con el rostro en el suelo, y no se atrevían a levantar los ojos. Sudor de miedo cubría muchas frentes heladas, y las rodillas y los pies perdieron toda sensibilidad. Entonces, de repente, ¡el reloj cesó en su tictac!..
Entre los asistentes empezó a formarse en muchas gargantas un grito de terror. Y, muertos de miedo, varios cuerpos cayeron pesadamente en el suelo de piedra. Entonces el reloj empezó a dar campanadas. Dio una, dos, tres, cuatro… Dio doce… La duodécima campanada resonó extinguiéndose en ecos, ¡y siguió reinando un silencio de muerte!...
Entonces el papa Silvestre se volvió en torno, y con la orgullosa sonrisa de un vencedor extendió las manos en bendición sobre las cabezas de los que llenaban la iglesia. Y en ese mismo momento todas las campanas de las torres empezaron un alegre y jubiloso repique, y desde la galería del órgano empezó a sonar un coro de gozosas voces, jóvenes y de mayores, un poco inseguras al principio, quizá, pero haciéndose más claras y firmes por momentos cantaban el —Te Deum laudamus—, “A ti, Dios de alabamos”. Todos los presentes unieron sus voces a las del coro, Pero pasó algún tiempo antes de que las espaldas en espasmo pudieran enderezarse, y la gente se recuperara del terrible espectáculo ofrecido por los que se habían muerto de miedo. Terminado de cantar el Te Deum, hombres y mujeres cayeron unos en brazos de otros, riendo y llorando e intercambiándose el beso de paz ¡Así terminó el año mil del nacimiento de Cristo!"

Frederick H. Martens
La Historia de la vida humana
 Sobre la angustiosa noche del 31 de diciembre del año 999, en la basílica de San Pedro, en Roma, noche que se creía que desencadenaría el fin del mundo
Tomado del libro de Jesús Callejo, Misterios de la Edad Media, página 150










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