"Es una historia fascinante que quiero contar de memoria; pero por desgracia he olvidado ciertos detalles y también el nombre de los héroes; se me asegura que los hechos son auténticos, y acaso sea verdad. Así, pues, un viejo inca de noble cuna, heredero de las tradiciones y los grandes secretos de sus antepasados, sintióse morir muy perplejo, pues lo que sabía era de considerable importancia y no debía perecer con él. Se trataba de dos grandes tesoros incas ocultos en la cordillera de los Andes por los sacerdotes del Sol, en dos escondrijos llamados: “el Pez Grande” y “el Pez Chico”. El anciano tenía un amigo español de alta calidad moral, seguro admirador de las costumbres de los aborígenes —al menos, así lo creía— y que desde hacía años le prodigaba muestras de la mayor amistad. Ese español era, con toda evidencia, su mejor amigo, y tras maduras reflexiones el Inca decidió hacerle su supremo confidente, aquel que, a su muerte, poseería el prodigioso secreto del Pez Grande y del Pez Chico. Le hizo llamar a su cabecera y le dijo: —Escucha, amigo mío, siempre me has demostrado amistad y creo en tu grandeza de alma y en las cualidades de tu corazón. Mis días están contados; tengo que transmitir a la posteridad, el secreto que mis abuelos me confiaron. A ti, mi amigo, voy a decir dónde se sitúa el tesoro del Pez Chico; es en los Andes de Carahaya, en el flanco del valle por donde corre el río. Encontrarás una gruta que ilumina el sol naciente, justamente en su primer rayo. Grandes bloques de piedra cierran el fondo de la gruta y tendrás que esforzarte para encontrar una fisura lo suficientemente ancha para dar paso a un hombre. Detrás, un subterráneo se hunde en la montaña, y hay que abrir sucesivamente tres puertas para llegar al santuario secreto. “La primera puerta es de cobre y se abre con una llave de oro. La segunda es de plata y se abre con una llave de cobre. La tercera es de oro y se abre con una llave de plata. “En el santuario encontrarás grandes riquezas: estatuas de metal precioso y un disco de oro puro que cogerás y me traerás, porque quiero contemplarlo antes de morir. Luego lo dejarás en el santuario, y buen cuidado tendrás de no tomar nunca la menor porción de las riquezas que pertenecen al dios. El español prometió cuanto quiso el anciano y partió a los Andes de Carahaya. Pero a medida que avanzaba por la montaña, la fiebre del oro le exaltaba y enloquecía. Se introdujo en la gruta, las cerraduras funcionaban mal e hizo saltar las puertas; luego despejó el santuario de lo más preciado que tenía. Pero tal botín no hizo sino agravar su locura de oro, y le vino el deseo imperioso, irresistible de apropiarse del tesoro del Pez Grande, que era más maravilloso todavía. Volvió a casa del viejo inca y con amenazas y súplicas trató de hacerle decir el secreto del gran tesoro. —No —dijo el inca—. Me has engañado, has traicionado la confianza que puse en ti, y nunca llegarás a conocer el secreto del Pez Grande, nunca, nunca... Antes de morir bajo las torturas, el anciano murmuró, sin embargo, unas palabras que excitaron la esperanza del español: —La entrada del Pez Grande está bajo la estatua del dios Sol, pero no la encontrarás. El español, recordando tal estatua en el santuario del Pez Chico, comprendió o sospechó que debía buscar en la gruta, y regresó con un pico y una pala. A la luz de un fanal, se afanó durante horas contra la estatua del dios, que logró, por fin, derribar. Pero, en ese mismo instante, las paredes de la gruta se derrumbaron sepultándole. Así se perdió para siempre el secreto del Pez Chico y del Pez Grande, cuya historia nos ha llegado por no se sabe cuáles vías misteriosas."

Florent Ramaugé
Tomado del libro de Robert Charroux, Tesoros ocultos, página 59