"Al salir de la sesión de censura a la que había convocado a sus adjuntos para decidir la prohibición de la innoble obra de Octave, Roberte había tenido cierta dificultad en despistar al coloso que, haciendo sonar sus espuelas, la había seguido desde la Rue Royale; finalmente, llega a su casa hacia las dos de la mañana. Pasando por la escalera de servicio para evitar a Octave, por una puerta privada entra a su tocador, que es lo suficientemente amplio como para poder trabajar algunas veces en él. Se quita el abrigo, va hacia su escritorio del lado opuesto al de la bañera, y que no es más que una mesa de tocador con un espejo encima sobre cuyo mármol extiende su grueso portafolio de cuero, repleto de manuscritos que esperan su visto bueno. Lo abre, constata la ausencia de la obra de Octave, que, por un imperdonable descuido, ha debido de olvidar en el consejo, se levanta contrariada, se ve en el espejo, advierte su cutis resplandeciente, pasa los dedos sobre sus mejillas y distraídamente se pinta los labios. Se podría creer que está de nuevo lista para salir al verla así inclinada sobre el espejo, en toda su alta y esbelta figura, la cara resplandeciente bajo su abundante cabellera negra rodeada de una larga corona de trenzas, los largos dedos sobre el lápiz de labios, las claras uñas rozando sus labios arqueados, a veces deslizando la punta del dedo sobre sus largas cejas, los ojos grises, que se conservan graves igual que todos sus rasgos regulares, a pesar de una ligera sonrisa, cuando, desabrochando su blusa negra con ribetes blancos, resbala su mano hasta el hueco de su axila. Tentada de tomar un baño, se aleja del espejo, del que se esfuma su rostro severo otra vez, pero frente al asiento cercano a la bañera lleva sus dedos a sus nalgas para levantar su larga falda negra, cuando advierte, en el lugar del papel higiénico, las hojas de un capítulo de la obra censurada de Octave, titulado: «Tacita, el coloso y el jorobado». Sentada en el asiento, relee por centésima vez esas elucubraciones que la vejan, sin duda suficientemente satisfecha de la decisión que acaba de tomar en la sesión para empezar a mear, sin embargo más ofendida que satisfecha para no dejar de orinar, cuando de pronto la puerta se abre sin ruido y aparece el enorme personaje. El casco con cimera brilla menos que el esmalte de los dientes y el blanco de los ojos en la cara morena de Victor. Bajo el amplio abrigo gris descuidadamente echado sobre las charreteras, aprieta el látigo con la mano enguantada de blanco, mientras la otra mano, puesta sobre la cadera, parece indicar que se mantiene así desde toda la eternidad, con la bragueta dejando salir el gigantesco miembro que dirige hacia Roberte su glande liso y admirablemente abombado. Ante esa inmovilidad triunfal e insolente, dejando caer las hojas —con la misma mano que con un gesto de autoridad, tres horas antes, sostenía en la punta de sus dedos flexibles el lápiz azul con el que Roberte indicaba a sus adjuntos los pasajes inadmisibles del libro de Octave—, ella trata de hacer ahora ese mismo gesto, con la palma ligeramente levantada hacia la insoportable visión; pero la sangre le sube a la cara y apenas logra tender imperativamente el índice de esa mano que vacila: «¡Salga!», cree decir con una voz neutra, cuando no hace más que orinar más y mejor."

Pierre Klossowski
Roberte esta noche



"Cada individuo, con sus iniciativas, crea su época. Me río de las formas de ver las cosas. Lo único que se puede decir es que existe una humanidad con una serie de costumbres."

Pierre Klossowski



"Cuando hay intensidad no hacen falta razones. Lo que no permito es que el público me sea indiferente. Quiero que reacciones y que sienta mis visiones."

Pierre Klossowski


"Cuando la anciana anticuaría se ha retirado —a pedido de La Montagne, le deja una dirección de tienda que resultará falsa— el tutor lleva a su pupilo a la sala de las estatuas para arrancarle confesiones. Pero apenas han entrado, La Montagne advierte huellas de robo: una de sus más bellas piezas antiguas —un Eros en cuclillas— de tamaño mediano, ha sido robado. Por la prisa, los ladrones han arrancado el lienzo que, desde hacía mucho, cubría un grupo de estatuas policromadas de tamaño natural que La Montagne había adquirido por pura curiosidad y de las que ignora el significado; y he aquí que se da cuenta de que las pequeñas estatuas que acaba de rechazar no eran más que la réplica de las que él poseía, y casi sin saberlo. Extraño espectáculo: en medio de ese grupo de estatuas, entre las que figuran originales y vaciados de la antigüedad y el Renacimiento —dioses adolescentes y efebos— se encontraba, insospechada, esa señora sentada y rica, pero singularmente ataviada que, con la cara oculta entre las manos, llora delante de dos figuras, muchacho y muchacha, en medio de ese pueblo mudo y petrificado. “Es la señora de la Salette —dice el joven del Dauphiné— con Mélanie y Maximin.” “¿Qué significa eso?”, pregunta La Montagne, estupefacto ante ese extraño contubernio de robo y piedad popular. El niño admite al fin su complicidad con el hurto y mezcla con sus confesiones recuerdos de su región: todo lo que su tía, la dueña de la mercería, le había contado de la aparición de la Salette adonde lo llevó después de su primera comunión, se lo relata confusamente a su tutor. La Montagne pone mucho menos interés en denunciar a la vieja anticuaría que en contar a todos sus amigos la extraña coincidencia: sin la presencia del joven aprendiz, no hubiera habido robo y sin ese robo —el rapto del Eros en cuclillas— no hubiera habido identificación de la Señora que llora. Desconociéndolo todo respecto a la Salette, decide ir con el joven del Dauphiné. Ahí, verá al fin los originales del grupo de estatuas del que ha sido propietario desde hace mucho; el Padre hostelero de ese Santuario le hace visitar las diferentes estaciones del itinerario en zig-zag de la Dama. Regresa convencido de haber sido tocado por un Signo. Y es ese signo, a medida que lo descifra, el que provoca en él esa conmoción en su vida hasta el grado de transformar su aspecto exterior. Ahora se corta el pelo al ras, se viste casi con banalidad y sin ningún rebuscamiento. También su actividad va a cambiar. Quiere crear cooperativas en beneficio de la Devoción y, de paso, se interesa en los negocios. Divide también su casa en dos tipos de alojamiento, reservando una parte a los encargados de realizar las obras y la otra, formada por las salas altas, a sus retiros y a su recogimiento. En efecto, a partir de ese cambio, la vida de La Montagne se desdobla: sus tareas pedagógicas, los “movimientos de juventud”, las obras de reeducación, todo eso le parece muerto por completo; es en el momento en que parece más empecinado en la monotonía de los negocios cuando se consagra ahora a casos de jóvenes desorientados: o sea, con ocasión de encuentros en los que él querrá que el carácter fortuito sea un signo de la Providencia. Y entonces ejerce su apostolado: los jóvenes y los hombres con los que se relaciona se convierten en sus catecúmenos o sus enemigos. Su ardor de proselitista no tiene más rival que el de la curiosidad que lo lleva hacia esas jóvenes almas atareadas en desperdiciarse. De donde, ahora también, su devoción cada vez más sedienta de otras apariciones marianas de nuestra época entre las que la de la Salette sigue siendo la revelación crucial por haberlo vuelto contra sí mismo. La discontinuidad provocada por la naturaleza misma de su conversión marca desde entonces su carácter y libera en él fuerzas que, hasta ese momento, parecían dormitar en la contemplación de las bellezas del cuerpo humano, inmovilizadas por la muerte de la piedra."

Pierre Klossowski
La vocación suspendida


"La euforia turinesa lo impulsa a mantener en una especie de disponibilidad interpretativa los residuos de todo lo que constituye el pasado, en el contexto actualmente vivido. Aquello que la cotidianeidad aleja para revivir sólo el hecho de un día tras otro, irrumpe en este caso bruscamente: el horizonte del pasado se aproxima hasta confundirse con el nivel cotidiano, y se accede ahí al mismo nivel; por el contrario, las cosas cotidianas súbitamente adquieren distancia: ayer se convierte en hoy y anteayer desborda en el día siguiente. El paisaje de Turín, los sitios monumentales, los paseos a lo largo del Po aparecen bañados en la luminosidad de "Claude Lorrain" -la edad de oro de Dostoievski- donde lo diáfano suprime el peso de las cosas para profundizarlas en una extensión infinita. El centelleo de la luz es el de la risa -la risa donde estalla la verdad: risa con la identidad de Nietzsche en la que estallan todas las identidades. Así estalla también el sentido que todo puede tener o perder para cualquiera, no según un encadenamiento limitado, no según un contexto estrecho, sino según las variaciones de luz, de enfoque; ya sea que la iluminación sea percibida por la mente antes que por el ojo, ya sea que de esos rayos emane una reminiscencia."

Pierre Klossowski
Nietzsche y el círculo vicioso



“Las catástrofes modernas se revelan tarde o temprano como la buena nueva de un falso profeta.”

Pierre Klossowski


"Lo inenseñable son los momentos en que la existencia se revela como restituida a sí misma sin más fin que volver sobre ella: entonces todas las cosas parecen muy nuevas y muy antiguas a un tiempo; todo es posible y todo es inmediatamente imposible; y no hay para la conciencia más que dos medios: o bien callarse o bien decirlo todo."

Pierre Klossowski
El baño de Diana


















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