El secreto

"Era una jovencita aún y todos elogiaban su encanto, su inocencia, sus grandes bucles sobre los hombros cuando, por las tardes, cantaba ante el piano que tocaba su madre, emocionada al oír su voz.

Transcurría así la vida tranquila en aquella casa pero cierto día apareció un desconocido y se quedó a vivir allí. Era alto y hermoso, bueno e inteligente y la muchacha desde un principio lo admiró. A veces él le apretaba la mono y su mirada ahondaba misteriosamente en sus ojos azules. Desde que él había llegado todo se hacía más claro, más noble, sumía a la mente en cierta intranquilidad pero también en una inefable tibieza al corazón. Volaban los días, pasó un año y llegó el último instante: él se fue y ella conoció el tiempo de la tristeza y del sufrimiento, pero no quiso preguntar a nadie si volvería.

Un día, inesperadamente el huésped regresó y se acercó a sus labios y murmuró: “No temas, querida, soy invisible para los demás” y las bocas se unieron con pasión. Desde entonces estuvo cerca de ella: lo veía en el fondo de una habitación, en el corredor, al pie de una escalera, la seguía por la calle, se sentía abrazada con fuerza y ella se entregaba a su abrazo. La más extraña felicidad la acompañaba a todas horas: en el jardín, junto al piano, notaba que sus manos la acariciaban; de noche, despertaba y lo encontraba a su lado, desabrochándole, despacio, los botones del camisón.

Todos decían que su mirar velado y los colores de sus mejillas arreboladas podían ser de fiebre pero ella pensaba que nadie habría de saber la vehemencia con que se entregaban al amor."

Juan Eduardo Zúñiga
(cuento)
Misterio de las noches y los días, Barcelona, Círculo de Lectores, 1993, págs. 15-16


"Ella se atrevió a toser para mostrar que estaba allí, que había otra persona y la cabeza de él se volvió hacia donde había oído la tos, pero la cerilla se apagó; brilló otra, y con ella iluminó la figura que tenía cerca y acaso pudo ver los ojos espantados.
-¿Qué haces ahí? -era un hombre joven con una gorra gris.
-Espero... la lluvia -contestó con voz vacilante, como sorprendida en un delito. El hombre la miraba fijamente pero cesó la luz y quedaron en la semioscuridad del agua que seguía cayendo estrepitosamente y cuyo ruido les rodeaba.
-¿Quién es usted?
-¿Yo? ¿Qué soy? Soy...cartero. Y usted, ¿qué hace ahí?
-¿Eres soldado? -pero no obtuvo respuesta.
Él encendió una nueva cerilla y la acercó a la cara de ella y la miró con atención.
-¿Estás borracha? -dijo, y sonrió, pero ella negó con la cabeza. Era casi un muchacho, con un rostro ancho, que desapareció al hacerse oscuridad de nuevo. Rosa no pudo contenerse y murmuró.
-Tengo miedo.
El hombre dio un paso hacia ella.
-¿De qué tienes miedo? -y le tocó una mano.
-La guerra, van a matar a mucha gente.
-Bueno, bueno, no hay que tener miedo.
Brillaba la punta del cigarrillo, la brasa a la altura de la cara, y ella notó el olor del tabaco.
-Vienen por mí -exclamó con voz desfallecida, sintiéndose muy débil. Alzó las manos y se cogió de su brazo, y entonces él se aproximó mucho a ella, la rozó con el cuerpo y Rosa se estrechó contra él.
-Vamos, no te pasará nada.
Le puso un brazo por encima de los hombros y estuvieron un rato callados, quietos, escuchando la lluvia, en un ambiente de sombras y frío. Rosa oyó un ruido de tambores, sordo, pausado, que se acercaba; como un único tambor enorme, o muchos que venían con la noche, en una multitud silenciosa y malvada, dispuesta a destruir todo, y avanzaban hacia la estación, y al figurarse esto, lo que tanto temía, dio un chillido, se tapó los oídos con la palma de las manos y para protegerse, corrió al umbral de una puerta cerrada, se acurrucó en el suelo y gritó, porque gritando alguien podía venir y salvarla; así aulló durante horas."

Juan Eduardo Zúñiga
Capital de la gloria


"En una casa grande y confortable, toda ella construida en madera, de una calle elegante del antiguo Moscú, termina la vida de Varvara Petrovna Lutovínova. Al alcance de su mano, en un anaquel de su misma cama, tiene una cajita en forma de libro que lleva un rótulo en francés, Feuilles volantes, y allí guarda unas hojas de papel donde todos los días hace apuntaciones con lápiz. En una ha escrito: «Madre mía, hijos míos, perdonadme. Y tú, Señor, perdóname también porque el orgullo, ese pecado mortal, ha sido siempre mi pecado». Son las palabras finales de quien nunca pidió perdón y teme no ser perdonada. Se niega a testar a favor de sus hijos, no los admite en su presencia y, acercándose la muerte, sólo la cuidan una joven, que se supone que es su hija natural, Bibi, y la servidumbre. En los últimos días no toma sino uvas y helados de fruta; habla en voz muy baja y ya no da órdenes imperiosas. Unas horas antes de morir ha hecho avisar a su hijo Nikolái, que acude a su lado para oírle murmurar: «Vania, Vania» (diminutivo de Iván), pero su otro hijo, el favorito, Iván, está en San Petersburgo y ya no lo verá más aunque le avisen con urgencia. Cuando llega, su madre está enterrada y sólo encuentra los rastros de una vida que terminó, y cuatro o cinco días después le escribe a su amiga Paulina Viardot: «Sus últimos días fueron muy tristes. Que Dios nos libre a todos nosotros de una muerte semejante. Sólo quería distraerse. La víspera de su muerte, cuando la agonía había ya comenzado, en la habitación contigua una orquesta tocaba polonesas, por orden suya». Y líneas más adelante confiesa: «No pensaba en sus últimos instantes sino en –me da vergüenza decirlo– arruinarnos a mi hermano y a mí, y la última carta que escribió a su administrador era una orden clara y formal de vender todo a cualquier precio, de prender fuego a todo si hacía falta, para que nada... En fin, hay que olvidar...».
Iván se propuso no pensar más en la madre, pero era inútil: ni la muerte borraría ya de su conciencia esta figura femenina que le contempla con mirada severa, como la hechicera de esa leyenda popular que desde el fondo del bosque extiende su poder sobre un joven héroe. A ella le deberá no sólo la vida, obviamente, sino la inquietud de sentirse acompañado por su presencia invisible y amenazadora a lo largo de los años, sin nunca dejarle. De esta madre dependerá su posterior y definitiva forma de relacionarse con el mundo y con otras mujeres; ella determinará gran parte de lo que él fue desde la infancia, como hombre y como escritor, aunque resulte difícil aceptar que la riquísima existencia de un gran creador literario pueda estar regida por las presiones que otro ser grabó en la blanda materia de la conciencia infantil.
Quien entra en la habitación vacía donde su madre ha muerto no es un hombre de treinta y dos años, escritor conocido, sino un niño con casaca de terciopelo y medias negras, hasta cuyos labios llega el sabor salino de las lágrimas motivadas por haber sufrido un nuevo castigo o haber presenciado una escena de crueldad. La gran casa familiar es un mundo hostil donde las nociones de los afectos elementales están subvertidas y pervertidas. Allí impera el principio inexorable del sometimiento a la autoridad de una madre tiránica que personifica las formas dictatoriales que rigieron toda la vida de Rusia. Al igual que otros escritores, Turguénev experimentó la infancia como un sufrimiento continuado, aún más penoso por incomprensible y arbitrario. Se sabe que Varvara Petrovna mandaba azotar a sus hijos casi diariamente, por cualquier motivo, y a veces lo hacía por su propia mano cuando una leve acusación del ayo o cualquier travesura le parecía causa justificada para ejercer tan viejo sistema de pedagogía. Ellos eran, igual que los criados, sus víctimas preferidas y buscaba pretextos para imponer castigos que a veces culminaban, por su parte, en ataques de nervios, probablemente fingidos. Una vez, Iván fue azotado día tras día sin que pudiera comprender cuál era la causa; decidió huir de casa y a medianoche se levantó de la cama dispuesto a escapar, pero su preceptor pudo evitarlo e intercedió ante los padres para que cesara el injustificado castigo."

Juan Eduardo Zúñiga
Las inciertas pasiones de Iván Turguénev



"Entonces los ojos del chico se movieron hacia él y se le quedó mirando un momento con los labios entreabiertos, sorprendido por la pregunta. No le contestó; levantó una mano que apareció en la penumbra que le rodeaba y le hizo una señal dirigida hacia el lado contrario de la calle por donde Ipóptevo venía. No contestó con palabras, pero su mirada inteligente demostraba que le había entendido. Mantuvo la mano un poco levantada en actitud de confidencia.
En aquel momento apareció en la alfarería un hombre mayor, grueso, con un pañuelo atado a la cabeza, que al sorprenderle ante la puerta le miró con desconfianza. Había brotado de la oscuridad súbitamente e Ipóptevo se quedó un momento vacilando y luego dio dos pasos hacia atrás y se alejó en la dirección que le había indicado el muchacho.
Pasó por varias calles, escudriñando un sitio y otro, pero no podía encontrar a aquella muchacha; se dio cuenta de lo imposible de hallarla y volvió al mercado. Tenía que andar despacio para no tropezar con los montones de frutas y verduras, con los vendedores de miel acurrucados en el suelo, con cestos y odres en torno a los cuales se reunían los compradores. Chocaba con los grupos que discutían precios y tenía que pegarse a las paredes y abrirse paso a la vez que miraba a todas las mujeres, sin reconocer en ninguna a la que él buscaba. Su actitud ansiosa debía de ser observada por ojos oscuros y especialmente lentos; miradas que le eran devueltas y le seguían sin que él lo advirtiera.
Igual que si por primera vez atravesara entre el gentío del mercado, le extrañaba sentir el roce de tantas personas y su cuerpo, acostumbrado solo al contacto de las sombras y la humedad, se estremecía cuando era apresado entre otros dos y era rozado con fuerza. Una de aquellas veces se encontró entre dos mujeres que por unos segundos coincidieron a sus lados, y percibió a través del obstáculo ligero de las túnicas la suave rigidez de sus cuerpos.
Supo que aquello era lo que afanosamente buscaba hacía un rato y esta idea le hizo pararse. Veía mujeres a su alrededor con túnicas claras, con anchos sombreros de palma, sus cinturones de colores, sus voces y sonrisas. Todo aquello que él veía formaba una mujer, formaba la apariencia de una mujer, pues él no conocía lo que realmente había tras aquellos vestidos. Le pareció que una cortina desconcertante colgaba ante las mujeres y que ocultaba un secreto nunca percibido, guardado con sigilo, pero que estaba vivo y latía como una risa reprimida.
Por esto había abandonado la cripta, renunciando a sus obligaciones, y corría ahora tras una muchacha que llevaba un cántaro. No, había algo más. No solamente la superficie incitante de su túnica iluminada por el sol; no era esto solo. Ella se había parado en la calle y dejaba colgar de su brazo el cántaro, cansada y reconcentrada en sus pensamientos; la cara seria e inclinada, como bajo el peso de una preocupación, le atrajo a él tanto como su cuerpo de mujer joven, porque se dijo: «He aquí que esta mujer sufre y ha de entender el sufrimiento de otros».
Detrás había quedado la espera atormentadora y la inquietud. Iba a descubrir un secreto costase lo que costase y a sabiendas de que tendría que pagar un alto precio a cambio. Pero lo prefería a volver a la cripta y a la incertidumbre.
Y no habría de parar hasta encontrar a la joven del cántaro, distinta a todas.
Dudaba por qué sitio echar a andar y se preguntaba a quién pedir orientación. Junto a las paredes estaban apoyadas diversas personas que contemplaban el bullicio del mercado. Todas, con una actitud indolente y cansada, no parecían dispuestas a ayudarle. Entonces, retrocedió y fue hacia el final de la calle. Unos minutos estuvo detenido porque pasaba delante una reata de burros cargados, y vio a su lado a un hombre joven que por el olor y las escamas adheridas a su pecho se sabía que era un pescador. Este también miró al soldado y sus ojos coincidieron. Solo fue un momento mientras oían delante el ruido de los cascos de los burros en las piedras. Después, el soldado siguió su marcha, negándose a renunciar a la búsqueda de la joven. Cruzó una avenida de acacias y atravesó un campo sin cultivar y se encontró delante del edificio de piedra del teatro.
A aquella hora las puertas estaban abiertas y no se veía que nadie entrase. Sin embargo, ella podía haber penetrado en el recinto donde toda la ciudad deseaba estar los días de las representaciones, apretados en los escaños, atentos a las palabras de los actores. Un pasadizo oscuro y fresco daba paso al escenario cubierto de hierba, cerrado por una columnata en la que la lluvia había puesto su huella verdosa."

Juan Eduardo Zúñiga
El coral y las aguas



“Hay que ser capaces de escuchar esos ecos que brotan de dentro; estar dispuestos a ver más allá de lo evidente, a través de los otros ojos, los de la imaginación. Hay que asumir que lo inexplicable, aquello a lo que no sabemos encontrar sentido en un momento dado, existe. Partir del hecho de que podemos buscar explicaciones fuera de la realidad, sentidos capaces de convertirse en mayores certezas que cualquier cosa que logremos tocar.”

Juan Eduardo Zúñiga


"La esencia del hombre no es exclusivamente la física, también está la razón poderosa del conocimiento de su tradición."

Juan Eduardo Zúñiga


"La guerra civil me hirió, no he podido olvidarla."

Juan Eduardo Zúñiga



"La primera vez que subió a la torre quedó deslumbrado por la luz y por el extenso espacio de tejados y torres que le rodeaba y tuvo un impreciso recuerdo de algo parecido, mas no tardó en desentenderse de ello para fijarse en los profundos surcos que eran las calles entre las casas, y más allá, la inmensidad de la llanura que circundaba la ciudad, campos yermos, calcinados por los calores del verano. A lo lejos, una mancha verde de encinas y alcornoques y al fondo, el perfil azul transparente de una sierra.
El campanario, con basura acumulada por ser cobijo de aves, con gruesas telarañas en las vigas del techo, atravesado de vientos, de humos de chimenea, era como un alto mirador cerrado por las rejas que evitaban caer al campanero si le arrastraba el vaivén de la campana.
Con su paso inseguro subía los escalones de madera desgastada y lo debía hacer varias veces al día y aun tardaba mucho más en bajar de forma que el párroco aceptó que se quedara arriba, día y noche, y mediante la cuerda, el sacristán le daría la orden de repicar, ya fuera el ángelus o maitines. Se pensó que una vieja mendiga, de las habituales en el atrio, le subiría agua y algo de comer de la cocina del párroco y sería la encargada de llevarse el vaso de las necesidades, y así fue hecho.
Sólo un día, al anochecer, él vio que por el hueco del suelo donde empezaba la escalera de bajada, aparecía una cabeza con bonete y en seguida unos hombros: era el diácono que le dio protección; le miró con los ojos fijos, los labios firmes y al respetuoso saludo de su protegido, no respondió. Le contempló un rato y luego su cabeza desapareció y nunca volvió a subir al campanario. Tampoco nadie más.
Pasaron meses: si hacía frío, se arrebujaba en un trozo de manta y en un haz de paja que le dieron; si hacía calor, miraba el vuelo de los pájaros que cruzaban cerca y escuchaba lejanos sones de trompeta de un cuartel o bien le llegaban los del órgano del convento de la Magdalena.
La anciana mendiga debía de emplear mucho tiempo en subir tantos escalones pero diariamente emergía de la abertura del suelo, final de la escalera —encorvada, consumida, cubierta de harapos remendados—, llevando la comida y un cantarito con agua, y lo dejaba junto al camastro. No se hablaban ni se miraban o sólo alguna vez ella dijo entre dientes algo referente al sacristán: luego se ajustaba el pañuelo a la cabeza, se santiguaba y, tambaleándose, desaparecía."

Juan Eduardo Zúñiga
El campanero de San Sebastián



"Los relatos son como el ritmo de mi respiración."

Juan Eduardo Zúñiga




"No creo ser un solitario. Creo en la amistad entre escritores."

Juan Eduardo Zúñiga



"No debía dejar entrar en la casa de Dios designios pecadores, ni acercarse al lugar donde reposaba un cadáver que, si bien era de un liberal ateo, respeto se le debía tal cual manda la caridad cristiana, pero cuando oyó claramente que sólo querían verlo, y dijo querían, lo que explicaba que serían dos quienes bajarían a la cripta, murmuró él algo parecido a «Bueno» y, decidido a vigilar atentamente, echó a andar hacia la capilla de Santa Mónica.
El crujir del suelo de madera le advirtió que las dos sombras le seguían y, sujetando bien las llaves, que él siempre hacía sonar con fuerza pero que esta vez no entrechocaban, llegó hasta la puerta de la cripta, movió la vieja cerradura con tanto cuidado que ésta apenas dio chasquido, y al abrirla se vio claridad suficiente para distinguir una escalera de piedra, y allí se notaba un olor a humedad, el olor de los lugares cerrados y polvorientos.
A un lado de la cripta, dos gruesos velones en sus candelabros estaban casi consumidos pero sus llamitas iluminaban el cuerpo del periodista suicida extendido sobre una mesa, vestido con traje negro, sólo blanqueaba la camisa en el cuello, bajo la pequeña perilla y la lividez del rostro, de parecido color a las dos manos cruzadas sobre el pecho.
En torno suyo, la luz de los dos velones no daba su resplandor más allá del lugar que, según la costumbre piadosa, debía iluminar al cadáver, en la calma del silencio aunque, imperceptiblemente, se oía el chisporroteo de los pabilos, y sus llamas oscilaban.
Las dos personas bajaron tras de él y una de ellas quedó en el último escalón, apoyada en la barandilla de madera, de tal forma que la suave claridad le dio de frente y él pudo ver la cara de mujer joven pese a estar cubierta a medias con el pañuelo, y en esta cara vio los ojos dilatados, fijos en el cadáver del periodista, y la boca se abrió para dejar escapar un sollozo o un lamento contenido pero en seguida dijo «¡Mariano!» quizá con la idea, absurda por lo contrario a las leyes divinas, de que un muerto oyese y pudiera responder.
Aquel nombre, pronunciado con voz aguda, enfebrecida, que tuvo un ligero eco en los invisibles muros de la cripta, no parecía nombre de persona sino palabra mágica destinada a invocar algún sortilegio, lo cual hizo al sacristán alzar la mano hacia la mujer para mandar que callase pues le habían prometido el mayor silencio y deferencia al lugar.
Pero la mujer no atendía la advertencia muda pero enérgica que él le hacía, sino que inclinó el busto más sobre la barandilla, fija en la lúgubre visión de las dos velas y del muerto; lo contempló unos segundos, frunció las cejas, sumió los ojos, las mejillas, la boca en una mueca y gritó despacio, pronunciando bien, arrastrando las letras: «¡Maldito seas!», y sin más, dio media vuelta y subió con rapidez los escalones.
La otra mujer la siguió lentamente, con torpeza, y también desapareció en el espacio oscuro de la puerta, y por ella salió el sacristán a la penumbra de la iglesia y mientras cerraba con llave se dio cuenta de que estaban a su espalda y oyó el entrechocar de monedas pero, al volverse, no fue a tender la mano sino a encararse con la que creyó joven: maldecir con odio a un cadáver es falta imperdonable.
La mujer le respondió que nadie allí sentía odio sino el dolor del abandono, la desventura de perder a quien se ama, y que no hablase de lo que nada sabía, pero el sacristán muy alterado no calló sino que insistía en que es infame echar maldiciones a quien ya habrían juzgado en el tribunal de los cielos.
Ella le dijo que era amor lo que la llevó a bajar a la cripta, un cariño destrozado para siempre, y entonces la voz se convirtió en sollozos, mientras él repetía que era pecado maldecir a un difunto aunque fuera un hereje. Una mano tanteaba la suya para darle algo y él se echó atrás y se negó a coger las monedas, y acto seguido las dos mujeres se marcharon de la iglesia.
Al quedar solo, la sorpresa de lo ocurrido y cuanto acababa de oír sumergieron al sacristán en la incertidumbre y en la desazón de lo impensable. Más pavorosos que los sortilegios de las brujas le parecieron los secretos de la larga noche del corazón, donde podían mezclarse el amor frustrado y el odio y la nostalgia. Sin duda, aquella mujer enlutada iría a visitar la tumba y tanto le movería la aflicción como el resentimiento, y quizá de igual manera, los que acompañasen al coche funerario llevarían en sí indiferencia y desconsuelo. Las manos que encendiesen lamparillas en el cementerio, las doradas letras mandadas poner en las lápidas, las palabras de duelo, supondrían ^opuestas querencias, tan distintas, en el ánimo de los seres conturbados por la muerte. Y las pesadas coronas, los adornos de cinc y las flores de plomo, sin aroma alguno, sin brillo ni color, querrían ser testimonios de inalterable memoria, pero sus fríos metales, que la lluvia ajaría, anunciaban imparable olvido."

Juan Eduardo Zúñiga
Flores de plomo



"No necesito aclarar que las miradas encendidas de aquellos tertulianos hacia el esplendor y los secretos del Lejano Oriente no influyeron en mí, pues ya desde niño había sentido curiosidad por otros países. Antes de mi fijación por aquello tan ignorado como Rusia y el libro de Turguéniev, me aventuro a creer que mi atracción por lo que había en el ancho mundo se debía a las historietas en periódicos infantiles, que tenían un sello inequívoco de estar dibujadas en el extranjero; incluso las viñetas sobre las aventuras del gato Félix reproducían ambientes que no eran los que yo conocía. También las novelas de aventuras, cuyos exóticos escenarios me familiarizaron con geografías y ciudades, me descubrieron un mundo lejano de sorpresas.
Lecturas diversas me hacían viajar y distanciarme de lo que era mi núcleo natal. No llegué a vincularme a tópicos determinantes nacionales, no hice míos los toros, el flamenco, la jactancia, los regocijos y los enfados extremosos. No quiere decir esto que desdeñase lo español, pues en España he vivido y de ella me he nutrido con figuras españolas de máximo valor, en una geografía portentosa, por la inagotable variedad. Pero a partir de que mi interés por las lenguas comenzase y me sintiera marginal, he dedicado muchas horas a otras naciones; su historia y cultura despertaban mi adhesión. Leer en la lengua propia y en otras era alejarme de algo que no me satisfacía plenamente y buscar un sustituto en espacios más amplios. En las páginas de los libros perseguía, sin saberlo, unos compañeros, una casa, una ciudad o una forma de vivir; todo lo cual, como se descubría pasados los años, era la conciencia de una patria determinada e identificada.
La ya mencionada seducción de los idiomas, que empezó por el francés y el inglés rudimentariamente estudiados, me parecía puro entretenimiento. Al principio creí que se trataba de retener palabras y gramática, más tarde advertí que la razón de aquel trabajo era comunicarme y entenderme con personas de otros países.
¿Quién habría podido transmitirme el entendimiento de un país a través de su literatura? Solamente Rafael Cansinos Assens. Fue un gran traductor de las lenguas más diversas y de obras clásicas. Conocido igualmente como novelista y crítico literario de renombre, ya desde primeros años del siglo XX, fue una figura singular. Especial consideración sentía yo hacia su trabajo con el idioma de mis favoritos Tolstoi, Turgueniev, Gorki, Andreiev y su esfuerzo con la obra completa de Dostoievski.
Visité a Cansinos Assens en sus últimos años, cuando ya era muy mayor, pero aún mantenía conocimiento de las lenguas que había dominado y el recuerdo del movimiento literario de los primeros años del siglo XX. Permanecía en un digno aislamiento, ya que por sus antecedentes de librepensador fue acosado y perseguido. También es cierto que habían cambiado las costumbres de la vida literaria madrileña, que en gran parte se gestaban en las tertulias de cafés como El Comercial, en la glorieta de Bilbao, que era el preferido de Cansinos.
He sentido la necesidad de estar acompañado en los estudios lingüísticos, aunque no era fácil, fuera del ámbito universitario, así que esa inclinación o pasión fue cumpliéndose en el habitual aislamiento. En un estudio que se basa en la comunicación con iguales, era lógico intercambiar enseñanzas o simples comentarios, pero, para una afición como la mía, no encontré a nadie o no supe buscarlo. Y sólo tuve ante mí el perfil admirable de quien, a lo largo de años, se había dado a estudiar lenguas y era un verdadero políglota. Mirado con desconfianza por no ocultar sus ideas laicas y republicanas, se le había apartado pese a ser un literato de renombre."

Juan Eduardo Zúñiga
Recuerdos de vida



"Sabía todo lo que pasaba en la corte, especialmente lo abyecto. Sobre el cuerpo que se retorcía en el suelo, con un puñalito clavado entre los huesos de la espalda, o sobre el que daba alaridos de animal pidiendo un antídoto, la cara burlona del bufón se inclinaba. Los presentes le ahuyentaban, temiendo tal testigo, pero él sabía esquivarse y quedaba allí no para escuchar cómo se apagaba la respiración anhelante, sino los comentarios que provocaba aquella muerte. El estaba enterado de cómo vivían y morían los artesanos, los extranjeros, los siervos...
Llegada la noche, cuando en el palacio las palabras dejaban de ser necesarias y se entornaban los ojos y las puertas, y todos, grandes y pequeños, buscaban el rincón más blando y templado para descansar, Garai salía por la puerta secreta.
Sin ser visto, buscando en las sombras su disfraz, se acercaba a la orilla donde las aguas batían pesadamente. Se encontraba con otros hombres a los que apenas saludaba y el trabajo comenzaba. Con largos palos buscaban en las aguas, exploraban las márgenes de piedra o de barro, los muelles o los remansos donde flotaban detritus. Aquella ciudad era atravesada por un río caudaloso cuyas aguas no sólo fecundaban las huertas cercanas, sino que arrastraban cuanto de malo recogían en su largo trayecto. Todo lo inútil y descompuesto venía a varar en sus orillas o al pie de los puentes que lo cruzaban. Desde allí daban su olor insistente por el que eran conocidos los barrios de las márgenes del gran río y desde las casas más cercanas se oía, no bien entrada la noche, un continuo chapoteo, turbado por algún ruido seco y rápido que rompía las aguas, o una voz pidiendo socorro o las riñas de los rufianes que en las orillas tenían su trabajo asegurado.
Garai era respetado por su cargo en palacio. Su pequeña figura recorría las distintas zonas donde en silencio, sin luz alguna, buscaban en las aguas y se rescataba algún pesado cuerpo, que era palpado y manipulado en la oscuridad.
Y tras varias horas de afanoso trabajo, el bufón regresaba a la puerta escusada, se hundía por ella y pronto yacía en su camastro, a veces con los ojos bien abiertos, insomne, percibiendo la llegada del alba por el ventanuco."

Juan Eduardo Zúñiga
El magnate, el bufón y la carroña


"Soy un escritor lento y minucioso, escribo todos los días por la mañana y no ahorro papel en las varias versiones que voy elaborando. Me esfuerzo en conseguir la verdad oculta de las palabras, claridad y un ritmo en las frases, un sonido. Rompo y guardo mucho, porque no publico todo lo que escribo y a veces ese material lo vuelvo a utilizar posteriormente."

Juan Eduardo Zúñiga Amaro


"Toda experiencia en la literatura hay que aplaudirla."

Juan Eduardo Zúñiga

















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