"Ellos (Erice, Rosellini, Renoir) nunca filman al hombre solo. Filman los árboles, los ríos, las tierras por los que sus personajes se mueven y las personas que viven en ellas. En los planos de Renoir abundan esas presencias anónimas. Una puerta que se abre a lo lejos, alguien que cruza la calle, un rostro en la ventanilla de un tren, dan cuenta de esa cercanía de los demás."

Gustavo Martín Garzo
(El País, 9-11-2013)


"En El sol del membrillo también hay un péndulo. Es la plomada que Antonio López cuelga de una cuerda para fijar el eje de simetría que debe ordenar su cuadro. Un péndulo que le dice dónde debe detenerse. Un lugar no tanto de apropiación, sino de exposición y entrega: un lugar desde el que mirar. El pintor localiza ese lugar y lo fija con dos clavos. Será ahí donde se situé para pintar. Es un lugar físico, pero también moral. El lugar, como diría Juan de Mairena, no sólo desde el que ve mejor, sino desde el que se ve lo mejor: el aura de las cosas."

Gustavo Martín Garzo
(El País, 9-11-2013)



“... la naturaleza nos enseña que la belleza no es muchas veces sino el medio del que las criaturas se sirven para perpetuar el inacabable festín de la vida.”

Gustavo Martín Garzo
La rosa y la muerte, El Mundo, 1/11/2007



"La poesía es memoria, pero también es vocación de vacío."

Gustavo Martín Garzo


"Los poetas […] son como niños que juegan. No porque estén reivindicando la magia y negando el mundo exterior, sino en cuanto que hallan sin darse cuenta esos accesos inesperados. El poeta, como el amante o el niño, es siempre un atraviesamuros."

Gustavo Martín Garzo
(ABC, 7-2-1997)


"Miss Hansson era una mujer extremadamente delgada. No debía de pesar ni cuarenta kilos, pero sus ojos brillaban con intensidad febril. Te recibió recostada sobre varias almohadas, y, tras las presentaciones, le pidió al doctor que os dejara solas un rato. Te tuteó desde el principio. Eres muy guapa, te dijo, e imagino que esta casa te ha debido de parecer un poco sombría. Pero no temas, en ella no corres ningún peligro. Te pidió que te sentaras a su lado y continuó hablando. El doctor te habrá hablado de mis numerosas dolencias y de los cuidados que necesito, pero no le hagas caso. Exagera. Mi única enfermedad es la vejez y prometo no darte la lata. Sobre la mesilla había una bandeja con una botella de champagne, y te pidió que le sirvieras una copa y que la acompañaras sirviéndote otra para ti. Brindasteis por la vida que ibais a compartir. Adoro el champagne, exclamó, con las ostras es el único vicio que todavía me permito. En la mesa había una figura de terracota. Era la cabeza de una mujer de serena belleza. Rose Hansson te dijo que procedía de Nigeria, y pertenecía a la cultura igbo. La figura tenía los ojos en forma de granos de café y en las comisuras de la boca se observaban las escarificaciones rituales. Su tocado, sencillo y elegante, se elevaba en los laterales y el cabello se recogía en la parte posterior. Miss Hansson te dijo que lo más probable es que formara pareja con otra cabeza de hombre, pues casi todo en esas culturas giraba sobre la dualidad masculino-femenino. Luego te preguntó qué te había hecho abandonar ese país admirable que era España para viajar hasta ese remoto lugar del mundo a cuidar de una anciana. Le contestaste que te habías cansado de tu trabajo y querías probar algo nuevo. Había en la cara de miss Hansson una expectación luminosa que desmentía su edad. Te habló entonces de la casa, del sueño que había compartido con su marido de encontrar un lugar donde esconderse del mundo para vivir la vida que querían.
Mientras la escuchabas, no podías apartar los ojos de la cabeza de terracota. Pensabas en lo que Rose Hansson te había contado de ese compañero que había sido modelado junto a ella, de lo importante que para esas culturas era el vínculo entre un hombre y una mujer. En ese vínculo estaba la energía que renovaba las cosas. Y recordaste los primeros días de tu vida con Gonzalo. Cuánto te gustaba despertarte y verle dormido a tu lado, cuánto verle afeitarse frente al espejo, o sentirte rodeada por sus brazos. Cuánto amabas sentir su fuerza cuando hacíais el amor. Una niña jugando con serpientes, eso era el amor para ti."

Gustavo Martín Garzo
La ofrenda


"No soporto la exposición lamentable de lo íntimo en las redes y en la televisión."

Gustavo Martín Garzo


"Salió al patio y vio a la hija del hortelano. Estaba abstraída, jugando con una muñeca de madera que ella misma le había regalado. Actuaba con gran delicadeza, deteniéndose cada poco para mirar a su alrededor, como si temiera despertar a alguien. Había descubierto un mundo que sólo le pertenecía a ella. María se la quedó mirando mientras pensaba en los niños repudiados de los que le habían hablado los gemelos y en el incierto destino que les aguardaba. También entre ellos, los judíos, los niños eran considerados insignificantes e ignorantes, y debían someterse a la voluntad de los adultos, eran seres sin alma. Se les castigaba brutalmente si desobedecían, y en las listas y las numeraciones se les mencionaba los últimos. Sin embargo, las mujeres seguían soñando con ellos, y aquellas que no podían tenerlos llegaban a enloquecer de vergüenza y dolor. Los ojos de María se llenaron de lágrimas al ver cómo la niña acunaba a la muñeca contra su pecho. Un pájaro pensaba en volar; una jirafa, en lo ricas que debían de estar las hojas más altas de las acacias; y las jóvenes, en tener niños alguna vez. Los recién nacidos eran hermosos como las cerezas, y si hubieran sido más pequeños las mujeres los llevarían orgullosas en las orejas para lucirse con ellos. Pero ¿por qué hacían eso, por qué los traían al mundo si sabían que cuando crecieran tendrían que sufrir? Tantas noches de insomnio, tantos desvelos, temores y sobresaltos, para que luego sacerdotes, soldados, jueces y labradores vinieran a buscarlos para obligarlos a vivir de acuerdo con sus estrictos principios. ¿No era mejor abandonarlos en el bosque, que aprendieran a vivir entre las lechuzas, escuchando el sonido del viento y viendo los tallitos verdes que despuntaban entre la turba negra, que se alimentaran de los pastos del páramo como si fueran jacas salvajes? ¿No era mejor llevarlos a un lugar secreto donde no molestasen a nadie y nadie los quisiera, y que crecieran hablando sólo de las cosas que vivían y no de lo que moría o enfermaba? ¿Era eso lo que había querido decirle Abigail, al advertirle que se anduviera con ojo, que también el niño que tendría alguna vez se lo quitarían?
¡Ah, si al menos su amiga estuviera a su lado! Pero Abigail había muerto. No hay mejor palabra que la que está por decir, solía repetirle. Pero lo cierto es que ella no paraba de hablar, y para cada cosa que pasaba tenía un consejo o una reflexión. Una tarde María se encontró con un grupo de mendigos. Caminaban en fila, por la orilla del camino, polvorientos y sucios, y al verla se pusieron a insultarla. La llamaban furcia y le exigían que abandonara el camino a causa de su defecto. La consideraban impura y tenían miedo de que les contagiara su mal. Incluso empezaron a tirarle piedras y arena. Pero pasó un centurión romano y les ordenó que la dejaran en paz. Luego se bajó del caballo y, tomándola en sus brazos, la hizo subir a su montura. Y así la llevó hasta la puerta de su casa. Al despedirse de ella le dio un medallón de plata. Se veía en él la silueta de una joven con dos palomas. Una de ellas estaba posada en su mano, y apretaba a la otra suavemente contra su pecho. Esta segunda paloma extendía su cabecita hacia la joven, que inclinaba el rostro hasta tocar su pico con los labios."

Gustavo Martín Garzo
Y que se duerma el mar


"También del mismo mundo en que los servidores del rey David buscaron a una muchacha para que le calentara la cama, porque él estaba viejo y cansado, y en su cuerpo ya no tenía energías para hacerlo. Fue cuando vieron a la sunamita y le mandaron recado de que fuera al palacio, porque pensaban que nadie como ella podría cumplir con aquella misteriosa función. Y a la muchacha no sólo no le molestó sino que lo hizo encantada, porque su rey era un hombre justo y sabía que la vejez no es nada sin ese frágil alimento que sólo un cuerpo joven puede ofrecerle en las horas de su desolación. Pues bien, de todas esas historias, de ese mismo mundo, venía nuestro cordero, y por eso nos parecía un milagro y pensábamos que mientras estuviera con nosotros estaríamos a salvo. Y era tan de verdad un milagro que hasta al menos por tres veces el fuego se detuvo, que de pronto eran los del otro bando los que dejaban de disparar y nos decían a gritos que el cordero estaba de nuevo allí y que corriéramos a buscarlo, no fuera que uno de los disparos lo hiriera. Y se detenía el fuego por completo y todos nos levantábamos para ver cómo uno de los nuestros salía de la trinchera e iba a por Pascual, que estaba pastando a orillas del arroyo, ajeno al horror y al peligro, y cómo los nacionales hacían lo mismo y gritaban y aplaudían cuando por fin lográbamos cogerlo para traerlo de vuelta. Y luego era distinto, porque ya no tirabas a dar sino al suelo o al aire, porque habías visto los ojos a los que tenías enfrente y te habías dado cuenta de que eran como tú y de que tampoco ellos deseaban herirte o hacerte daño, que si la decisión sobre continuar o no con aquella guerra nos la hubieran dejado a nosotros, en ese mismo momento habría podido darse por terminada, que todo lo que queríamos era salir de aquellas trincheras pestilentes, desembarazamos de los fusiles y correr a abrazamos. Y entonces llegó la apoteosis. Debieron de comunicar nuestra posición por radio y empezaron a atacarnos desde el aire, que toda una escuadrilla de bombardeos se puso a planear por encima y a arrojamos toda la mierda que podían. En pocos minutos el lugar se transformó en un infierno, que era como si la tierra entera estuviera reventando a nuestro alrededor. Entonces uno de nosotros señaló hacia el arroyo y empezó a gritar como loco. Volvimos para allí la cabeza y nadie que haya visto aquello podrá olvidarlo nunca, porque Pascual había vuelto a escaparse y estaba pastando tan campante en su lugar predilecto mientras las bombas estallaban a su alrededor. Y también nosotros nos pusimos a hacer lo mismo, a saltar y a dar brincos como si las bombas, igual que pasaba con él, no pudieran hacemos daño, o como si no nos importara lo más mínimo que nos cayeran encima y nos reventaran la cabeza, porque estábamos hartos de estar metidos en aquella zanja de mierda. Así estuvimos hasta que se acabó el bombardeo y, levantando la bandera de tregua, salimos corriendo en busca de Pascual. Los nacionales hicieron lo mismo, que también lo habían visto todo y no estaban menos conmovidos que nosotros. El caso es que llegamos al lugar, que estaba agujereado como un queso, y allí estaba Pascual. Intacto, tranquilo, ajeno a lo que estaba pasando, dedicado a esa tarea absorbente, la de seguir comiendo hierbas y florecitas."

Gustavo Martín Garzo
El valle de las gigantas


"Unos días después coincidí con Claudia en Los Castaños. Me fijé que se había maquillado levemente, lo que raras veces solía hacer. Llevaba unos vaqueros, una camiseta a rayas azules y blancas y una chaqueta azul oscuro. Estaba muy guapa y me acordé de la frase de María Blanchard sobre aquella cámara real que todos guardábamos tapiada en nuestro interior. Esa tarde Claudia no tenía ningún problema en entrar y salir de la suya. Empezó a hablar de cuando nos habíamos conocido. De su llegada al instituto y de cómo se había sentido protegida por mí desde el primer momento. Habló de nuestras excursiones a la ría para observar las aves. Había aprendido muchas cosas de esas visitas. No sólo los nombres de las plantas y de las aves, sino algo más decisivo de lo que al principio no se había dado cuenta. Había aprendido para qué servía el mundo y a sentirse parte de él.
Luego habló de los días que pasó postrada en su casa tras su ataque de angustia. Estaba al borde del abismo y yo había acudido en su ayuda, como aquel muchacho que en el cuadro de Blanchard le ofrecía su bocadillo a la jorobadita que estaba encerrada en la casa. No digas eso, le contesté, tú no eres ninguna tullida. Permaneció un rato en silencio, rememorando los días del pasado. Debiste pensar que estaba loca, continuó. No sabía qué hacía, me odiaba a mí misma. Me miraba al espejo y no reconocía mi cara. Si hubiera tenido una máscara me la habría puesto para que nadie me pudiera ver, como aquel pobre hombre que en El fantasma de la ópera ocultaba de esa forma sus quemaduras. Deberíamos tener máscaras así, como tenemos sombreros o ropa. Tener la libertad de ponérnoslas cuando lo necesitáramos. Cansa tener un solo rostro, tener una sola vida, no poder escapar de lo que somos."

Gustavo Martín Garzo
La rama que no existe















No hay comentarios: