"Afirma en un salón que tal hombre célebre es un hombre mediocre, y se pasmarán todos; dirán que eres paradójico. Es que no saben en qué consiste el hombre mediocre.

El hombre mediocre, ¿es necio, estúpido, imbécil? No, por cierto. El imbécil se halla en un extremo del mundo, el hombre de genio está en el otro. El hombre mediocre en la medianía. No digo que ocupe el centro del mundo intelectual, pues ello sería otra cosa completamente distinta; ocupa en éste la parte media.

El hombre mediocre, ¿es, por lo tanto, aquél a quien se llama, en filosofía, en política, en literatura, un “justo medio”? ¿Se halla comprendido necesaria y ciertamente en esta opinión?

No todavía.

Aquél que es un “justo medio”, lo sabe: tiene la intención de serlo. El hombre mediocre es justo medio ignorándolo. Lo es por naturaleza, y no por convicción; por carácter, no por accidente. Así sea violento, furioso, extremado; así se aleje todo lo posible de las opiniones del justo medio, será mediocre. Habrá mediocridad en su violencia.

El rasgo característico, absolutamente característico del hombre mediocre, es su deferencia por la opinión pública. No habla jamás, siempre repite. Juzga a un hombre por su edad, su posición, su éxito o su fortuna. Siente el más profundo respeto por aquéllos que son conocidos, no importa en virtud de qué títulos; por aquéllos que han impreso mucho. Haría la corte a su más cruel enemigo, si ese enemigo llegara a ser célebre; pero no haría caso de su mejor amigo, si no lo elogiara nadie. No concibe que un hombre todavía obscuro, un hombre pobre, con el cual todos se codean, a quien se trata sin cumplidos, a quien se tutea, pueda ser un hombre de genio.

Así fueses el más grande de los hombres, si te conoció niño, creería hacerte demasiado honor comparándote con Marmontel (amigo de Voltaire, tipo del literato mediocre, quien tuvo cierta fama en su tiempo, 1723-1799).

No habrá algo en que se atreva a tomar la iniciativa. Sus admiraciones son prudentes, sus entusiasmos son oficiales. Menosprecia a los jóvenes. Tan sólo cuando se haya reconocido tu grandeza, exclamará: ¡Bien lo había adivinado! Pero, ante la aurora de un hombre ignorado todavía, no dirá nunca: ¡He ahí el porvenir y la gloria! Quien a un trabajador desconocido pueda decirle: “¡Hijo mío, eres un hombre de genio!”, tiene merecida la inmortalidad que promete. Comprender es igualar, ha dicho Rafael.

El hombre mediocre puede tener determinada aptitud especial: puede tener talento. Pero la intuición le está vedada, no la tendrá jamás. Puede aprender, no puede adivinar. Admite algunas veces una idea, pero no la sigue en sus diversas aplicaciones; y, si se la presenta en términos diferentes, ya no la reconoce: la rechaza.

Admite algunas veces un principio; pero, si llegas a las consecuencias de ese principio, te dirá que exageras.

Si la palabra exageración no existiese, el hombre mediocre la inventaría.

El hombre mediocre piensa que el cristianismo es una precaución útil, de la cual sería imprudente dispensarse. Sin embargo, lo detesta interiormente; también algunas veces tiene para con él cierto respeto convencional, el mismo respeto que tiene para los libros que están de moda. Pero tiene horror al catolicismo: lo encuentra exagerado; le gusta más el protestantismo, al que considera moderado. Es amigo de todos los principios y de todos los contrarios de estos principios.

El hombre mediocre puede tener en estima a la gente virtuosa y a los hombres de talento.

Tiene miedo y horror a los Santos y a los hombres de genio; los encuentra exagerados.

Pregunta para qué sirven las órdenes religiosas, sobre todo las órdenes contemplativas. Admite las hermanas de San Vicente de Paul, porque su acción se hace, a lo menos parcialmente, sobre el mundo visible. Pero las carmelitas, dice, ¿para qué sirven?

Si el hombre naturalmente mediocre llega a ser seriamente cristiano, cesa absolutamente de ser mediocre. Puede no llegar a ser un hombre superior, pero es arrancado de la mediocridad por la mano que empuña la espada. El hombre que ama, nunca es mediocre.

El hombre verdaderamente mediocre admira un poco todas las cosas; no admira nada con calor. Si le presentas sus mismos pensamientos, sus propios sentimientos manifestados con cierto entusiasmo, sentirá descontento. Dirá, repetidamente, que exageras; preferirá sus enemigos si son fríos, a sus amigos si son entusiastas. El ardor es lo que detesta por encima de todo.

El hombre mediocre sólo tiene una pasión, el odio a lo bello. Quizás repita con frecuencia una verdad trivial en tono asimismo trivial. Expresa tú la misma verdad con esplendor, y te maldecirá, pues habrá encontrado lo bello, su enemigo personal.

Al hombre mediocre le gustan los escritores que no dicen ni sí ni no sobre asunto alguno, que nada afirman, que se avienen con todas las opiniones contradictorias. Le gustan Voltaire, Rousseau y Bossuet a la vez. Quiere que se niegue el cristianismo, pero que se le niegue cortésmente, con cierta moderación en las palabras. Tiene cierto amor por el racionalismo y, cosa extraña, también por el jansenismo. Adora la Profesión de fe del Vicario saboyano.

Encuentra insolente toda afirmación, porque toda afirmación excluye la proposición contradictoria. Pero, si eres un poco amigo y otro tanto enemigo de todas las cosas, te considerará prudente y reservado. Admirará la delicadeza de tu pensamiento, y dirá que tienes el talento de las transiciones y de los matices.

Para librarse de la recriminación de intolerancia que él dirige a todo aquél que piensa con vigor, sería necesario refugiarse en la duda absoluta; pero incluso no debería darse a la duda su nombre. Es necesario darle la forma de una opinión modesta, que reserva a la opinión contraria sus derechos, que parece decir algo y no dice absolutamente nada. Debe añadirse a cada frase una perífrasis que la suavice: “parece que”, “si yo me atrevo a decir”, “si se me permite expresarme así”.

Una inquietud le queda al hombre mediocre en actividad, en funciones: el temor de comprometerse. Así, expresa algunos pensamientos robados a Perogrullo, con la reserva, la timidez, la prudencia de quien teme que sus palabras, demasiado atrevidas, hagan estremecer el mundo.

La primera palabra del hombre mediocre que juzga un libro, se dirige siempre sobre un detalle, y habitualmente sobre un detalle de estilo. “Está bien escrito”, dice, cuando el estilo es fluido, tibio, incoloro, tímido. “Está mal escrito”, dice, cuando la vida circula en tu obra, cuando hablando creas tu lengua, cuando expresas tus pensamientos con esa lozanía que es la franqueza del escritor. Apetece la literatura impersonal, detesta los libros que obligan a la reflexión. Le gustan aquéllos que se parecen a todos los restantes, aquéllos que entran en sus hábitos, que no hacen estallar su molde, que no salen de su marco, los que se saben de memoria antes de leerlos, porque se parecen a cuantos se leen desde que se ha aprendido a leer.

El hombre mediocre dice que Jesucristo debiera haberse limitado a predicar la caridad, y no hacer milagros; pero detesta más todavía los milagros de los Santos, los de los Santos modernos sobre todo. Si le citas un hecho a la vez sobrenatural y contemporáneo, dirá que las leyendas pueden hacer buen efecto en la vida de los Santos, pero que allí deben dejarse; si le haces observar que la potencia de Dios es la misma ahora que en los pasados tiempos, contestará que exageras.

El hombre mediocre dice que en todas las cosas hay algo bueno y algo malo, que no se debe ser absoluto en los juicios, etc., etc.

Si afirmas la verdad enérgicamente, el hombre mediocre dirá que tienes demasiada confianza en ti mismo. ¡Él, que tiene tanto orgullo, no sabe qué es el orgullo! Es modesto y orgulloso, sumiso ante Voltaire y sublevado contra la Iglesia. Su divisa es el grito de Joab: ¡Audaz contra Dios, tan sólo!

El hombre mediocre, en su temor de las cosas superiores, dice que estima ante todo el buen sentido; pero no sabe lo que es el buen sentido. Entiende por esta palabra la negación de cuanto es grande.

El hombre mediocre puede muy bien tener esa cosa sin valor, que en los salones llaman ingenio; mas no puede tener inteligencia, que es la facultad de leer la idea en el hecho.

El hombre inteligente levanta la cabeza para admirar y para adorar; el hombre mediocre levanta la cabeza para burlarse: todo cuanto se halla por encima de él le parece ridículo; el infinito le parece la nada.

El hombre mediocre no cree en el diablo.

El hombre mediocre lamenta que la religión cristiana tenga dogmas: quisiera que enseñase la moral, tan sólo; y si le dices que su moral sale de sus dogmas, como la consecuencia sale del principio, responderá que exageras.

Confunde la falsa modestia, que es la mentira oficial de los orgullosos de baja estofa, con la humildad, que es la virtud ingenua y divina de los santos.

Entre aquella modestia y la humildad, véase la diferencia:

El hombre falsamente modesto cree su razón superior a la verdad divina e independiente de ella; pero la cree, al mismo tiempo, inferior a la de Voltaire. Créese inferior a los más sonsos imbéciles del siglo XVIII; pero se burla de Santa Teresa.

El hombre humilde desprecia todas las mentiras, así las glorificase el mundo entero, y se pone de rodillas ante toda verdad.

El hombre mediocre parece habitualmente modesto; no puede ser humilde, o cesa de ser mediocre.

El hombre mediocre adora a Cicerón ciegamente y sin restricción alguna; no le llama por su nombre, le llama el orador romano. De tiempo en tiempo, cita: ubinam gentium sumus ?

El hombre mediocre es el enemigo más frío y más feroz del hombre de genio.

Le opone la fuerza de inercia, que es resistencia cruel; le opone sus costumbres maquinales e invencibles, la ciudadela de sus vetustos prejuicios, su indiferencia malévola, su escepticismo maligno, ese odio profundo que semeja la imparcialidad; le opone el arma de la gente sin corazón, la dureza de la majadería.

El genio cuenta con el entusiasmo; pide abandonarse a él. El hombre mediocre jamás se abandona. Carece de entusiasmo, carece de piedad; uno y otra van siempre juntos.

Cuando el hombre de genio se halla descorazonado y se considera próximo a sucumbir, el hombre mediocre le observa con satisfacción; aquella agonía le da mucho contento: ¡Bien lo adiviné —dice—, aquel hombre iba por mal camino, tenía excesiva confianza en sí mismo! Si el hombre de genio triunfa, el hombre mediocre, lleno de envidia y odio, lo menos que le opondrá serán los grandes modelos clásicos, como él dice, los hombres célebres del último siglo (téngase en cuenta que el autor escribía en el siglo XIX), y se esforzará en creer que el porvenir ha de vengarle del presente.

El hombre mediocre es mucho peor de lo que él cree y de lo que los demás creen, porque su frialdad encubre su malignidad. Nunca se enfurece. En el fondo, quisiera anonadar las razas superiores; no siéndole esto posible, se venga de ellas mortificándolas. Comete infamias pequeñas, que, de puro pequeñas, parecen no ser infamias. Pica con alfileres, y se regocija cuando ve manar sangre, mientras que aun al asesino le da miedo la sangre que vierte. El hombre mediocre nunca tiene miedo. Siéntese apoyado en la multitud de aquéllos que se le parecen.

En el orden literario, el hombre mediocre es lo que en el orden social se llama un hombre de suerte. Los éxitos fáciles son para él. Olvidando el lado esencial y tomando el lado accidental de cada cosa, corre tras las circunstancias, acecha las ocasiones; y cuando se ha salido con la suya, es diez veces más mediocre todavía. Se juzga, como juzga a los demás, por el éxito. Mientras el hombre superior siente interiormente su fuerza, y la siente sobre todo si no la sienten los demás; el hombre mediocre se creería un tonto si por tal pasara, y encuentra su aplomo en los cumplimientos que se le dirigen; su mediocridad aumenta en razón de su importancia.

Pero, al fin y al cabo, ¿por qué y cómo sobresale?

Sentado en tu escritorio frente a un libro que firma un nombre conocido y que el rumor público señala a tu atención, ¿no te sucedió jamás cerrar el libro con tristeza inquieta y decirte?: “¿Cómo estas páginas han llevado a su autor a la reputación, en vez de condenarle al olvido? ¿Y cómo tal otro nombre, que pudiera figurar entre los nombres grandes, es absolutamente desconocido de los hombres? ¿Por qué los pocos, los raros amigos de aquél en quien pienso en este instante, pronuncian su nombre tímidamente entre ellos, no atreviéndose a pronunciarlo delante de todos, porque no ha obtenido la sanción de todos? ¿Tiene secretos la gloria, o bien caprichos?”

He ahí la respuesta: La gloria y el éxito no se parecen, la gloria tiene secretos, el éxito tiene caprichos.

El hombre mediocre no lucha; puede sobresalir al principio; siempre fracasa luego.

El hombre superior primero lucha, y sobresale después.

El hombre mediocre sobresale porque sigue la corriente; el hombre superior triunfa porque va contra la corriente.

El procedimiento del éxito, es marchar con los otros; el procedimiento de la gloria, es marchar contra los demás.

Todo hombre que da a conocer su nombre produce este efecto, porque es representante de cierta parte de la especie humana.

He ahí la solución de todos los enigmas.

Las razas superiores se hacen representar por los grandes; las razas inferiores se hacen representar por los pequeños.

Unos y otros tienen sus diputados en la asamblea universal.

Pero los unos dan a sus diputados el éxito, y los otros dan a sus diputados la gloria.

Aquellos que lisonjean los prejuicios, las costumbres de sus contemporáneos, son impelidos y van hacia el éxito: éstos son los hombres de su tiempo.

Aquellos que rechazan los prejuicios y las costumbres; los que respiran anticipadamente el aire del siglo que ha de seguirlos, empujan a los demás, y van hacia la gloria; ésos son los hombres de la eternidad.

He aquí por qué el coraje, que para el éxito es inútil, es la condición absoluta de la gloria. Los grandes son aquellos que se imponen a los hombres en vez de sufrirlos; los que se imponen a sí mismos en vez de sufrirse; los que con el mismo esfuerzo ahogan sus mismos descorazonamientos y las exteriores resistencias. Lo que llamamos grandeza, es la irradiación de la soberanía.

El hombre mediocre que tiene éxito, responde a los deseos actuales de otros hombres.

El hombre superior que triunfa, responde a los presentimientos desconocidos de la humanidad.

El hombre mediocre puede mostrar a los hombres la parte de ellos mismos que conocen.

El hombre superior les revela a los hombres la parte de ellos mismos que no conocen.

El hombre superior desciende al fondo de nosotros más profundamente de lo que acostumbramos. Él da la palabra a nuestros pensamientos. Es más íntimo con nosotros que nosotros mismos.

Él nos irrita y nos regocija, cual lo hiciera un hombre que nos despertase para llevarnos consigo a ver una salida del sol. Arrancándonos de nuestras casas, para traernos por sus dominios, nos inquieta y nos da, al mismo tiempo, la paz superior.

El hombre mediocre, que nos deja allí dónde estamos, nos inspira una tranquilidad muerta que no es, sin embargo, la calma.

El hombre superior, incesantemente atormentado, desgarrado, por la oposición entre el ideal y lo real, siente mejor que ningún otro la grandeza humana y la miseria humana. Se siente llamado con más fuerza hacia el esplendor ideal, que es nuestro fin, el fin de todos, y más mortalmente dañado por la antigua caducidad de nuestra pobre naturaleza. Nos comunica estos dos sentimientos que él experimenta. Enciende en nosotros el amor del Ser, y despierta en nosotros, incesantemente, la conciencia de nuestra nada.

El hombre mediocre no siente ni la grandeza, ni la miseria, ni el Ser, ni la nada. No se arroba, ni se precipita; permanece en el penúltimo peldaño de la escala, siendo incapaz de subir, harto holgazán para bajar.

En sus juicios como en sus obras, substituye la realidad por la convención, aprueba lo que halla colocado en los compartimientos de su estantería, condena lo que se aparta de las denominaciones, de las categorías que él conoce, teme el asombro, y, no aproximándose jamás al misterio terrible de la vida, evita las montañas y los abismos a través de los cuales ésta pasea a sus elegidos.

El hombre de genio es superior a lo que ejecuta. Su pensamiento es superior a su obra.

El hombre mediocre es inferior a lo que ejecuta. Su obra no es la realización de un pensamiento, es un trabajo hecho según ciertas reglas.

El hombre de genio siempre encuentra inacabada su obra.

El hombre mediocre está henchido de la suya, henchido de sí mismo, henchido de la nada, henchido del vacío, henchido de vanidad.

¡Vanidad! Este odioso personaje está todo entero en estas dos palabras: ¡Frialdad y Vanidad!

Ernest Hello
El hombre mediocre



"Alguien decía:
-Nosotros no nos servimos lo suficiente de la Fe.
Es muy cierto que sacamos poco partido de ella. Mu­chos de entre nosotros tenemos una fe sin energía, que se alimenta más que todo de fórmulas. Pocos de entre nosotros poseen la fe vivificante, y es de esta fe vivificante que de­seo hablar algo en estos momentos.
El espíritu humano posee mediocridades naturales. Es atraído por las cosas intermedias. El sí y el no causan ambos temor.
Dirigid a un cristiano esta pregunta:
¿Jesucristo ha dicho la verdad?
Evidentemente sí.
Y continúas diciéndole al cristiano:
«Jesucristo ha dicho la verdad: Mas, Jesucristo ha dicho:
«Todo lo que vosotros pidiereis a mi Padre en mi nom­bre os será concedido.
«Todo lo que me pidiéreis en mi nombre, os lo con­cederé.
«Pedid y recibiréis,- buscad y encontraréis,- llamad y so os abrirá.
«Si llegáis a creer, todo será posible a quien cree.
«Y vosotros llegáis a esta conclusión: Jesucristo ha di­cho la verdad; mas Jesucristo dijo todo eso, luego todo eso es verdadero. Todo es posible a quien cree».
Todo eso es claro,- ¿verdad?
El cristiano se verá indeciso. Dirá: sí, con un aire tímido. No cree en la consecuencia con la misma fe que en el principio. Retrocede, duda.
El no transporta las montañas.
Muchos tienen confianza en las palabras que prometen otra vida diferente, con sus recompensas y sus castigos.
Y esos mismos no creen con una fe viviente, en la po­tencia de la oración en este mundo de abajo.
San Bernardo, hacía esta advertencia a sus religiosos: «Vosotros creéis firmemente, les decía, en las promesas relati­vas al otro mundo. Vosotros creéis menos en las promesas relativas a este mundo. Y, sin embargo, es la misma boca la que ha dicho las cosas que vosotros creéis firmemente, y las cosas que vosotros casi no creéis».
Muchos de entre nosotros pueden decirse a sí mismo lo que San Bernardo decía a sus amigos.
No existe, entre tal palabra del Evangelio, y tal otra palabra, una diferencia de veracidad, una diferencia de cer­teza.
Las palabras del Evangelio no son unas más y otras me­nos ciertas.
Las aproximaciones no existen en esta región. Una pa­labra siempre igual en sí misma, no puede ser base sino de la misma garantía, de la misma invariabilidad.
Si participáis do los sacramentos de la Iglesia, si parti­cipáis del bautismo, de la penitencia, de la Eucaristía, si conserváis vuestro lugar en la comunión de los Santos, es en virtud de las palabras de Jesucristo que ha instituido esos sacramentos.
Y es la misma palabra la que ha dicho con igual acento:
«Todo lo que vosotros pidiéreis en mi nombre os será concedido».
«Todo es posible a quien cree».
Yo desafío a quienquiera que sea, a que encuentre cual­quier razón que sea, para fundar cualquier diferencia entre esta palabra y otra palabra del mismo Evangelio.
Cuando los hombres pretenden declarar dudosa una cosa dudosa, dicen vulgarmente o proverbialmente: «Eso no es cosa que está en la Biblia».
Y como es imposible, en presencia de una tal afirma­ción que sale de unos tales labios, alegar o ligereza o exa­geración, se impone absolutamente aceptarla como una ver­dad que posee el mismo valor que todas las demás.
Entre las palabras que salieron de los labios de Jesucristo, muchas no fueron recogidas de una manera oficial. Muchas no fueron certificadas por la voz encargada de transmitir a la posteridad los ecos del Verbo Eterno, y que habló sobre esta tierra.
Si existiera, en la verdad absoluta, el más y menos, el más estaría en favor de las palabras oficialmente repeti­das por la Iglesia Universal desde el comienzo de los siglos.
Y la palabra a que aludíamos está en ese conjunto. Ella está en el número de las palabras oficiales.
Ella fue pronunciada, y además ha sido escrita. Consta por escrito y permanece escrita, para ser repetida con toda la autoridad que emana del Evangelio. No es solamente una confidencia hecha a algunos privilegiados. Es la pro­mesa auténtica, auténticamente hecha y dada al género hu­mano.
«Todo lo que pidiéreis a mi Padre, en mi nombre, os será otorgado».
Mas, esta palabra está entre las palabras pronunciadas hace diez y ocho siglos, en Judea, y es una de las que el Santo Espíritu ha elegido para que sea repetida en todos los hogares a donde llegue una edición del Evangelio. Está en el número de esas palabras que se pronuncian en el Evangelio de la misa, entre Pascua y Ascensión.
Cada sacerdote, sin exceptuar uno solo, las pronuncia en el altar, y entre el pueblo de pie, en la iglesia, no hay un hombre que no las haya leído en el Evangelio, que nos las haya oído pronunciar en el lugar Santo, y que no se haya levantado para escucharlas atentamente, solemnemente y de­votamente. El acto de levantarse durante el Evangelio, sig­nifica la disposición de confesar públicamente la verdad que se va a decir. Es un testimonio rendido.
Y si ni aun en un lugar humano, no se rinde en vano un testimonio cualquiera, en una ceremonia humana, ¿qué decir del testimonio que se rinde en la Iglesia, en el lugar consagrado, bajo las bóvedas consagradas, cerca de la Cátedra de la verdad, en presencia del altar, en presencia de la hostia santa? Y es propiamente este testimonio que todos sin excepción debemos rendir al oír aquella palabra, en presencia del cielo y de la tierra, cuando nos levantamos para escuchar la lectura del Evangelio, y al sacerdote que dice:
“Todo lo que pidiéreis a mi Padre, en mi nombre, os lo concederá”.
Y el momento de esta profesión de fe no está aislado en la vida cristiana. Todo acto de la vida rinde el mismo testi­monio si pertenece a la vida cristiana, al indivisible cris­tianismo.
Todo hombre, por el sólo hacho que no ha renegado el Evangelio, por el sólo hecho de aceptar el título de cris­tiano, afirma esta palabra que permanece por los siglos de los siglos indestructible. Todo es posible a quien cree.
No hay ninguna puerta para escapar, ninguna hendidu­ra en ninguna de las murallas.
Es imposible, y de una imposibilidad absoluta siendo verdadero el Evangelio, que esa palabra no sea verdadera.
«Todo lo que pidiéreis a mi Padre, en mi nombre, os lo concederá».
Esta palabra sintetiza en ella todas las realidades y to­das las solemnidades.
No solamente está colocada entre las palabras que se pronuncian en el altar, durante el acto del sacrificio, en pre­sencia del cielo, en presencia de la tierra, en presencia del infierno que tiene que temblar, en presencia del pueblo que está atento, y que está allí, de pie, rindiendo el testi­monio de su fe; sino que, fuera de todo eso, fuera de la verdad que posee a semejanza de las otras palabras del Evangelio, tiene una importancia práctica excepcional, pues en ella está el secreto de la potencia.
La potencia es el objeto a que tiende el deseo. Y esta palabra nos indica en qué condiciones la potencia nos es otorgada.
La potencia es el eje alrededor del cual giran los mun­dos. Y he aquí una palabra alrededor de la cual gira la po­tencia.
«Todo es posible para quien cree.»
Esta palabra incide sobre la Fe.
No se trata, pues, de enviarla a la eternidad, ya que en la eternidad se habrá desvanecido la Fe.
La Fe y la Esperanza habrán sido los magníficos socorros de la ruta recorrida.
La Caridad resplandece sola, en el presente sin fin de la Eternidad. Las palabras que se refieren a la Fe se refieren asimismo a la tierra, al tiempo presente, porque en la tierra está el dominio de la Fe. «Todo es posible para quien cree». Esta palabra es el viático del tiempo. Es la gloria de la Fe. Es la luz que luce en las tinieblas. Es la práctica de hoy.
Es la práctica de este hoy que pide su pan cotidiano. Es el secreto de la vida, pues el justo vive de la Fe.
Ella implora con fuertes gritos el Amén que hace culmi­nar todo. Amén, Amén, Amén."

Ernest Hello
El Siglo Editorial Difusión, Bs. As., 1943


"El hombre superior eleva la frente para admirar y para adorar; el hombre mediocre eleva la frente para burlarse; le parece ridículo todo lo que está por encima de él, y lo infinito le parece vacío.
El hombre mediocre es mucho peor de lo que él cree y de lo que los demás creen, porque su frialdad encubre su malignidad. Comete infamias pequeñas que, de puro pequeñas, parecen no ser infamias. Pica con alfileres y se regocija cuando ve manar sangre, mientras que aún al asesino le da miedo la sangre que vierte. El hombre mediocre nunca tiene miedo. Se siente apoyado en la multitud de aquellos que se le parecen.
El hombre superior, incesantemente atormentado, desgarrado por la oposición entre lo ideal y lo real, siente mejor que nadie la grandeza y la miseria humana. Siéntese llamado con más fuerza hacia el fin ideal, que es nuestro fin, el fin de todos, y, sin embargo, más mortalmente dañado por la antigua caducidad de nuestra pobre naturaleza. Nos comunica estos dos sentimientos que él experimenta, encendiendo en nosotros el amor del Ser y despertando incesantemente la conciencia de nuestra nada.
El hombre mediocre no siente la grandeza, ni la miseria, ni el Ser, ni la nada. Es que no se arroba ni se precipita (por lo inmenso).
El rasgo característico, absolutamente característico del hombre mediocre, es su deferencia por la opinión pública. No afirma jamás, siempre repite. Sus admiraciones son prudentes, sus entusiasmos son oficiales. Admite algunas veces un principio, pero si tú llegas a las consecuencias de ese principio te dirá que exageras. Si la palabra exageración no existiera, el mediocre la inventaría.
El mediocre sólo tiene una pasión: el odio a lo bello. Quizás repita con frecuencia una verdad trivial en tono asimismo trivial. Expresa tú la misma verdad con esplendor y te maldecirá pues habrá encontrado lo bello, que es su personal enemigo.
Al mediocre, toda afirmación categórica le parece insolente, pues excluye la propuesta con­traria. Pero si alguien es un poco amigo y un poco enemigo de todas las cosas, lo considerará sabio y reser­vado, le admirará la delicadeza de pen­samiento, le elogiará el talento de las transacciones y de los matices."

Ernest Hello
El hombre



"La belleza es la forma que el amor da a las cosas."

Ernest Hello



"La verdadera misericordia es inseparable de un odio activo, furioso, devorador, implacable, exterminador, hacia el mal. ¿Cuándo se comprenderá que, para ser misericordioso, hay que ser inflexible; que para ser blando con el que pide perdón, hay que ser cruel contra el error, la muerte y el pecado? Desde hace mucho tiempo, la malevolencia y la tontería han conspirado para dar a las virtudes un aspecto bobo, deslucido, borroso y lamentable."

Ernest Hello


"No debemos tocar una herida si no tenemos que curarla."

Ernest Hello




"Se le puede robar todo al hombre, excepto su estilo. El estilo es inviolable."

Ernest Hello











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