"Cuando somos niños, el infierno es nada más que el nombre del diablo puesto en la boca de nuestros padres. Después, esa noción se complica, y entonces nos revolcamos en el lecho, en las interminables noches de la adolescencia, tratando de apagar las llamas que nos queman —¡las llamas de la imaginación!—. Más tarde, cuando ya no nos miramos en los espejos porque nuestras caras empiezan a parecerse a la del diablo, la noción del infierno se resuelve en un temor intelectual, de manera que para escapar a tanta angustia nos ponemos a describirlo. Ya en la vejez, el infierno se encuentra tan a mano que lo aceptamos como un mal necesario y hasta dejamos ver nuestra ansiedad por sufrirlo. Más tarde aún (y ahora sí estamos en sus llamas), mientras nos quemamos, empezamos a entrever que acaso podríamos aclimatarnos. Pasados mil años, un diablo nos pregunta con cara de circunstancia si sufrimos todavía. Le contestamos que la parte de rutina es mucho mayor que la parte de sufrimiento. Por fin llega al día en que podríamos abandonar el infierno, pero enérgicamente rechazamos tal ofrecimiento, pues ¿quién renuncia a una querida costumbre?"

Virgilio Piñera
Cuentos fríos
Tomada del libro El libro del cielo y del infierno de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, página 35


El hechizado

A Lezama, en su muerte

Por un plazo que no pude señalar
me llevas la ventaja de tu muerte:
lo mismo que en la vida, fue tu suerte
llegar primero. Yo, en segundo lugar.

Estaba escrito. ¿Dónde? En esa mar
encrespada y terrible que es la vida.
A ti primero te cerró la herida:
mortal combate del ser y del estar.

Es tu inmortalidad haber matado
a ese que te hacía respirar
para que el otro respire eternamente.

Lo hiciste con el arma Paradiso.
-Golpe maestro, jaque mate al hado-.
Ahora respira en paz. Viva tu hechizo.

Virgilio Piñera




"El mundo se divide en dos grandes mitades si lo miramos desde el ángulo de la personalidad: el de los que tienen fe y el de ‘los que dan fe’ […]. Los primeros reciben el nombre de seres humanos; los segundos, de artistas."

Virgilio Piñera



"El primer ómnibus, cargado con familiares de los alumnos, llegó a las diez de la mañana. La ceremonia de iniciación tendría lugar a las doce. A la una de la tarde el señor Mármolo ofrecería un almuerzo a los visitantes; después harían un recorrido por las distintas dependencias de la escuela, incluyendo los famosos pisos «de abajo».
La iniciación se cumpliría en lo que llamaba Cochón «la iglesia del cuerpo humano», un gran salón del tercer piso situado en el centro del edificio.
A él acudía dos veces por semana el Predicador para exponer la filosofía del cuerpo sufriente. Lo hacía desde un púlpito y frente a un gran Cristo sonreído. Cochón tenía las maneras de un verdadero sacerdote. Investido con un ropón blanco, subía las gradas del púlpito, unía las manos con devoción fervorosa, miraba fijamente al Cristo y empezaba a enunciar los sufrimientos de la carne.
A los sacerdotes del alma, llevaba un punto de ventaja. Si éstos debían predicar sobre la salvación del alma, Cochón se limitaba a cuestiones concretas: brazos, piernas, huesos, sangre. Sus oyentes no tenían que operar con esa cosa huidiza, incorpórea y problemática que es el alma, ni tampoco preocuparse por su salvación. Por el contrario, en el cuerpo se encerraba el secreto de la vida humana. En verdad, un secreto simple: todo para el hombre terminaba cuando el cuerpo detenía su admirable maquinaria. Para el hombre su oportunidad residía en el periodo de la existencia corporal; en cuanto a la otra, la de un más allá, no existía para el Predicador.
Esta verdad, para Cochón encantadora, ofrecía otra ventaja: al no haber salvación ni condenación eternas, nadie vacilaría en «cerrar» contra otro cuerpo o el suyo propio. La carne era un medio excelente para resolver cualquiera de los problemas que la vida planteaba. Si, por ejemplo, había que tender un puente sobre un abismo, lo lógico era echar mano a la carne especializada en este género de construcciones. Que en el curso de los trabajos se fracturaran brazos o aplastaran cabezas, pechos quedaran comprimidos y ojos vaciados, no importaba. Una vez más se planteaba un problema a la carne y ésta debía resolverlo. Entonces, si el tendido de un puente, el trabajo en las minas o la fabricación de explosivos, para no mencionar más que tareas peligrosas, comportan un riesgo mortal para la carne, ¿por qué asombrarse de que un grupo de hombres eche mano a la suya en pro de una idea, sea por propia convicción o porque alguien paga sus servicios? La eterna legión de casuistas alegaba en contra que no era lo mismo exponer la carne en el tendido de un puente que sobre el potro de la cámara de tortura. El argumento de los casuistas, afirmaba Cochón, era el siguiente: cualquier carne que trabaje en el tendido de un puente no está forzosamente condenada al trucidamiento. Por el contrario, la carne de la cámara de tortura lo está; como las cajas de seguridad, tiene un secreto que es preciso romper para abrirla. La carne constructora de puentes no tiene necesariamente que ser destrozada, para que el puente quede tendido. Es decir, la carne evita el sufrimiento a toda costa: el obrero trepa con infinitas precauciones, en las piernas lleva gruesas botas para protegerse de la dureza del acero, las manos están recubiertas con guantes. Un inmenso terror lo posee cuando, habiendo dado un paso en falso, se aferra a un estribo del puente. ¿No se trata de la carne pugnando por conservarse intacta?
Pero la carne que se tiende sobre el potro, esa carne para la que el azar de un accidente es letra muerta, puesto que será su fin último ser trucidada, esa carne apta para el servicio del dolor, ¿no constituye un insano desafío al instinto de conservación? ¿Una peligrosa invitación al suicidio colectivo? ¿No es una locura que un hombre ofrezca su carne por guardar un secreto, y por arrancárselo, otro hombre acepte sacrificarla?"

Virgilio Piñera
La carne de René




"El señor del sombrero amarillo se me acercó para decirme: "¿Querría usted, acaso, formar parte de la cadena…?" –Y sin transición alguna añadió:–: "Sabe, de la cadena Acteón…" "¿Es posible…?" –le respondí–.
"¿Existe, pues, una cadena Acteón…?"
"Sí –me contestó fríamente– pero importa mucho precisar las razones, las dos razones del caso Acteón".
Sin poderme contener, abrí los dos primeros botones de su camisa y observé atentamente su pecho.
"Sí –dijo él–, las dos razones del caso Acteón. La primera (a su vez extendió su mano derecha y entreabrió mi camisa), la primera es que el mito de Acteón puede darse en cualquier parte".
Yo hundí ligeramente mis uñas del pulgar y del meñique en su carne.
"Se ha hablado mucho de Grecia en el caso Acteón –continuó–, pero, créame, (y aquí hundió también él ligeramente sus uñas del pulgar y el meñique en mi carne del pecho), también aquí en Cuba misma o en el Cuzco, o en cualquier otra parte, puede darse con toda propiedad el caso Acteón".
Acentuando un poco más la presión de mis uñas le respondí: "Entonces, su cadena va a tener una importancia enorme".
"Claro –me contestó–, claro que va a tenerla; todo depende de la capacidad del aspirante a la cadena Acteón" (y al decir esto acentuó un tanto más la presión de sus uñas).
Enseguida añadió, como poseído por un desgarramiento: "Pero creo que usted posee las condiciones requeridas…"
Debí lanzar un quejido, levísimo, pero su oído lo había recogido, pues, casi gritando me dijo: "La segunda razón (yo miré sus uñas en mi pecho, pero ya no se veían, circunstancia a la que achaqué más tarde el extraordinario aumento en el volumen de su voz), la segunda razón es que no se sabe, que no se podría marcar, delimitar, señalar, indicar, precisar (y todos estos verbos parecían los poderosos pitazos de una locomotora) dónde termina Acteón y dónde comienzan sus perros".
"Pero –le objeté débilmente– Acteón, entonces, ¿no es una víctima?"
"En modo alguno, caballero; en modo alguno". Lanzaba grandes chorros de saliva sobre mi cara, sobre mi chaqueta. "Tanto podrían los perros ser las víctimas como los victimarios; y en este caso, ya sabe usted lo que también podría ser Acteón".
Entusiasmado por aquella estupenda revelación no pude contenerme y abrí los restantes botones de su camisa y llevé mi otra mano a su pecho.
"¡Oh –grité yo ahora–, de qué peso me libra usted! ¡Qué peso quita usted de este pecho!"
Y miraba hacia mi pecho, donde, a su vez, él había introducido su mano libre y, acompañando la palabra a la acción, me decía: "Claro, si es tan fácil, si después de comprenderlo es tan sencillo…"
Se escuchaba el ruido característico de las manos cuando escarban la tierra. "Es tan sencillo –decía él (y su voz ahora parecía un melisma)–, imagínese la escena: los perros descubren a Acteón…; sí, le descubren como yo he descubierto a usted;
Acteón, al verlos se llena de salvaje alegría; los perros empiezan a entristecerse; Acteón puede escapar, más aún, los perros desean ardientemente que Acteón escape; los perros creen que Acteón despedazado llevará la mejor parte; y ¿sabe usted…? (aquí se llenó de un profundo desaliento pero yo le reanimé muy pronto hundiendo mis dos manos en su pecho hasta la altura de mis carpos);
¡gracias, gracias! –me dijo con su hilo de voz–, los perros saben muy precisamente que quedarían en una situación de inferioridad respecto de Acteón; sí (y yo le infundí confianza hundiendo más y más mis uñas en su pecho) sí, en una situación muy desairada y hasta ridícula, si se quiera".
"Perdone –dije yo–, perdone que le interrumpa (y mi voz recordaba ahora aquellos pitazos por él emitidos), perdóneme, pero viva usted convencido (todo esto lo decía cubriéndole de una abundante lluvia de saliva) que los perros no pasarán por esa afrenta, por esa ominosa condición que es toda victoria.
¡No, no, en momento alguno, caballero –vociferaba yo–, no quedarán, viva usted tranquilo, viva convencido de ello; se lo aseguro, podría suscribirlo; esos perros serán devorados también… por Acteón!"
En este punto no sabría decir quién pronunció la última frase pues, como quiera que acompañábamos la acción a la palabra, nuestras manos iban penetrando regiones más profundas de nuestros pechos respectivos, y como acompañábamos igualmente la palabra a la acción (hubiera sido imposible distinguir entre una y otra voz: mi voz correspondía a su acción; su acción a mi voz) sucedía que nos hacíamos una sola masa, un solo montículo, una sola elevación, una sola cadena sin término."

Virgilio Piñera
El caso Acteón



Isla

"Aunque estoy a punto de renacer,
no lo proclamaré a los cuatro vientos
ni me sentiré un elegido:
sólo me tocó en suerte,
y lo acepto porque no está en mi mano
negarme, y sería por otra parte una descortesía
que un hombre distinguido jamás haría.
Se me ha anunciado que mañana,
a las siete y seis minutos de la tarde,
me convertiré en una isla,
isla como suelen ser las islas.
Mis piernas se irán haciendo tierra y mar,
y poco a poco, igual que un andante chopiniano,
empezarán a salirme árboles en los brazos,
rosas en los ojos y arena en el pecho.
En la boca las palabras morirán
para que el viento a su deseo pueda ulular.
Después, tendido como suelen hacer las islas,
miraré fijamente al horizonte,
veré salir el sol, la luna,
y lejos ya de la inquietud,
diré muy bajito:
¿así que era verdad?"

Virgilio Piñera



Los desastres

I

"Nadie medita la murena.
Un tema de la romanidad:
yo no sugiero los esclavos,
no digo la voracidad.

Entre la cabeza y la cola,
en ese espacio sin salida
la murena se desola.
No es un problema de comida.

Todo el mundo pontificaba
que la murena resolvía
un punto de gastronomía.
Quizá si el césar sabía…

El esclavo bajo las aguas
era un pretexto romano;
el pueblo chocaba las manos,
la murena se oscurecía.

La beatitud de la murena
no salía a la superficie.
¿Qué cabellera para asirla?
si la murena es la calvicie.

La salvación por un cabello,
la beatitud en el espacio;
la murena como un palacio
deshabitado no podría.

Nadie defina que es marino
el silencio de la murena;
es un silencio repentino
el silencio de la murena.

Escucha entre dos sonidos
su silencio como una almena.
Su silencio de murena
es la flor del escalofrío.

Muerde la memoria acuática
la fulguración de su lomo
y la tristeza como un plomo
muestra la murena enigmática.

I I

La ostra en su tiniebla asume
el quietismo, el modo linfático;
su duración se resume
en el estar matemático.

Entre nadas su ser inunda.
Chorros de nada para hacerla,
¿cómo puede ser que la perla
sea la enfermedad de una tumba?

La delectación en su costra
es el juego de la mortaja
¿no sabe separar la ostra
el abanico de la caja?

El abanico inconsolable
en el aire de la campana
sobre la ostra se amortaja
como un estilo memorable.

Ninguna mano pueda alzarte
en su concha Venus surgente;
bajo ese techo era su arte:
el de la ostra secamente.

Hila su palpitación verde
con simetría de sepulcro;
yo no sugiero llamar pulcro
al consonante que se pierde.

Pero su ataraxia anula
al motor del conocimiento:
no rima la ostra simula
el artificio del acento.

El artificio donde habita
la música que no se escucha:
la música como una trucha,
bajo su hielo se ejercita.

En el artificio se afina
la única testa que no piensa.
Y apoyada sobre su ruina
la ostra la música trenza.

I I I

Esa manera de la hiena
Despide un olor especial;
no es un capítulo del mal
esa manera de la hiena.

Su pestilencia desconoce.
Ese tema de la literatura.
La cantidad de su fragancia
reconstruye esa boca pura.

Si la hiena se estimula
con la víscera nauseabunda
su instrumento no disimula:
sabed que un estilo funda.

El estilo de la carroña
O la indiferencia glacial.
¿Se vio sonreír a este animal?
Esto lo sabe la carroña.

En el amarillo vuelo del diente
la indiferencia se retrata;
el vuelo que resume la hiriente
sordera de la catarata.

Se desune los vendados pies
su hocico como un insulto
su hocico entre las tumbas es
la duda de una animal culto.

Ese cuerpo de más a menos
desorienta el juego del ojo.
¿Quién pudo mirar de lleno
al triángulo inscrito en su ojo?

Ese melancólico asalto
erige la insepulta memoria;
su respiración de contralto
se afina en el son de la escoria.

¡Oh tú, nocturna, fría, aniquila
la piedad, la piel inmunda;
allí tu perfume destila
fragante dama de las tumbas!"

Virgilio Piñera



Naturalmente en 1930

"Como un pájaro ciego
que vuela en la luminosidad de la imagen
mecido por la noche del poeta,
una cualquiera entre tantas insondables,
vi a Casal
arañar un cuerpo liso, bruñido.
Arañándolo con tal vehemencia
que sus uñas se romían,
y a mi pregunta ansiosa respondió
que adentro estaba el poema."

Virgilio Piñera



Testamento

Como he sido iconoclasta

me niego a que me hagan estatua:

si en la vida he sido carne,

en la muerte no quiero ser mármol.

Como yo soy de un lugar

de demonios y de ángeles,

en ángel y demonio muerto

seguiré por esas calles…

En tal eternidad veré

nuevos demonios y ángeles,

con ellos conversaré

en un lenguaje cifrado.

Y todos entenderán

el yo no lloro, mi hermano….

Así fui, así viví,

así soñé. Pasé el trance.

Virgilio Piñera









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