"1. Analice el caníbal si se dan las condiciones necesarias para englobar a los autores nacidos entre los 60 y los 70 en una generación literaria con nombre de producto alimenticio. Pistas: compárese la obra de Agustín Fernández con la de Javier Calvo; compárense éstas a su vez con las obras de Almudena Grandes y Juan Manuel de Prada.
2. Apórtense argumentos a favor y en contra de las siguientes denominaciones para la generación de autores nacidos a finales de los 70 y principios de 80: Generación Democracia, Generación Erasmus, Generación Porno, Generación Facebook.
3. Lea el caníbal el ensayo Postpoesía, de Agustín Fernández Mallo. Haga un listado de los nombres de filósofos, científicos y artistas citados en el libro. Conjeture cómo emplea el tiempo el autor para compatibilizar sus ocho horas diarias de trabajo en una clínica con la lectura crítica de las fuentes que utiliza.
4. Escoja el lector al azar un libro escrito por un autor de la Generación Erasmus (emplearemos este término sólo por comodidad, sin pretender condicionar al estudiante). Localice todas las referencias a canciones, películas, videojuegos y marcas comerciales que aparezcan en la obra. Calcule el número de páginas que un editor del siglo XXII tendría que añadir al libro en concepto de notas a pie de página."

Rafael Reig
Manual de literatura para caníbales



"Cuando la obstinación de aquella maleta roja me obligó a sentarme en el suelo de la cocina, exhausto, tenía cuarenta años y algunos ahorros, gracias a la inesperada herencia de mi abuelo Ignacio, el banquero donostiarra. Como los personajes de mis novelas, podía dedicar el tiempo que hiciera falta a forzar una cerradura, a investigar la muerte misteriosa de un amigo o a esperar, mano sobre mano, que Teresita volviera a casa. Tenía inversiones, activos y propiedades, y tiempo libre. Eso era en abril de 2003. Cinco años después, todo se lo llevó la trampa, a partir de la quiebra de Lehman Brothers. Me pasó lo mismo que a los demás, porque al principio fueron averías tan pequeñas y pérdidas tan limitadas que no supe verlo, y cuando quise darme cuenta ya tenía una vía de agua abierta por debajo de la línea de flotación; las inversiones eran papel mojado; los activos, tóxicos; y las propiedades fueron embargadas, salvo la vivienda de la calle Sandoval con su cocina de baldosas blancas y negras, como un tablero de ajedrez, sobre las que acababa de perder el primer asalto contra la testaruda maleta de Javito Urrutia.
Había probado en vano con una horquilla y me quedé sentado sobre los azulejos contemplando la cerradura.
La única razón que me hacía creer que en el interior de aquella maleta encontraría la respuesta a todas las preguntas era el hecho de que estaba cerrada con llave. Es una de las dos supersticiones (la otra es la belleza) que más reducen la eficacia y embotan el filo de toda inteligencia: no podemos dejar de pensar que es más verdadero lo que está oculto que lo que se encuentra a la vista; más valioso lo que con más esfuerzo se obtiene; más revelador lo que se calla que lo que se dice. Así somos. Para nosotros, la única matriz de verdad sigue siendo la confesión.
A pesar de lo cual, una parte de mí mismo aún conservaba alguna sensatez: lo más probable era que aquella maleta sólo guardara ropa apolillada, cuadernos, fotografías descoloridas, cartas, un cepillo de dientes o un reloj parado.
Utilicé como escoplo un destornillador y, con la punta en el borde de la cerradura y golpeando con el martillo en el mango, conseguí hacerla saltar.
Varios discos de vinilo de los años ochenta, también un single, unas cuantas camisetas, unas zapatillas deportivas, una carpeta que contenía manuscritos de Javito (sus poemas o canciones, llenos de tachaduras) y esa partida de ajedrez, anotada por Ricardo Ariza, y que habían jugado Pablo Poveda con las blancas y Alejandro Urrutia con las negras en una lejana tarde de primavera de 1979.
Así me convencí, por superstición, de que en esos movimientos sobre el tablero estaba la respuesta y de que ese era el momento en que se había desencadenado lo que, según Lola, sólo terminaría cuando lo escribiera como novela."

Rafael Reig
Un árbol caído


“El nacionalismo catalán es un invento del PP.”

Rafael Reig


"Hasta el bueno de Antonio Machado fue capaz de chulerías tan engreídas como decir: “me debéis cuanto he escrito”. El afecto se lo merece más cualquier cajera-reponedora del súper."

Rafael Reig


"La literatura tiene poco que ver con la esperanza, de la que no soy muy partidario. La esperanza es prima segunda del sometimiento. Como decía Virgilio, la única salvación es no esperar ninguna."

Rafael Reig


"La pirámide lectora es tan importante como la de los alimentos y funciona más o menos igual. Hay que leer de todo, aunque la base siempre son los clásicos, que alimentan mucho y apenas engordan; también se recomienda el consumo diario y moderado de poesía láctea y novela contemporánea de carne o pescado; hay que leer sesudos ensayos igual que hay que comer verduras y frutas; y el vértice de las pirámides están, como siempre, las deliciosas chucherías, las golosinas, la bollería industrial y esas hamburguesas hechas con párpados de ternera: son los best-sellers que nos dan tanto placer y se comen casi sin darse cuenta, pero de los que no conviene abusar, si no queremos perder la línea o atrancar las neuronas con prejuicios, ideas bobas pronunciadas con solemnidad y espesos clichés de colesterol."

Rafael Reig
ABC Cultural, 17-12-2011


"Las discusiones sin fin eran la verdadera especialidad del barrio. ¿Qué corre más, la pantera o el guepardo? ¿Cuál es el cáncer más galopante, el de páncreas o el tumor cerebral? ¿Qué es mejor para un náufrago, beber agua salada o su propia orina? Cualquier cosa les valía, así echaban la tarde y, si había suerte, acababan a puñetazos. ¡La pantera, imbécil! ¡El de páncreas, te lo digo yo! ¡El pis, idiota, que tiene minerales! Se atizaban con una rabia tan pura que no podía ser suya, tenía que haber salido de las tumbas, como esa neblina, y ellos no podían aplacarla. Ni con las discusiones ni siquiera a tortazo limpio. Más tarde recurrieron a los botellines, los porros y los cubatas, pero tampoco. Vinieron los chinos, las pirulas y el caballo, y nada, lo mismo. Luego fueron las pistolas, las navajas y los planes perfectos para atracar un banco, y peor todavía. Todo daba lo mismo. Del barrio no se salía, sólo se cruzaba al otro lado de la tapia de ladrillos rojizos. Era como si ya lo tuvieran dentro del cuerpo, respirado con aquella neblina polvorienta, en los pulmones, dando vueltas a oscuras en las venas.
Tú ibas con los Abriles, dijo Riquelme. No era del todo una pregunta, los dos sabían la respuesta. Era como volver a sacar viejas fotos de una caja de zapatos y mirarlas de nuevo, como si esta vez fueran a provocar una emoción desconocida hasta entonces. A ver, explicó Almond, qué iba a hacer. A Toni Riquelme, cuando murieron sus padres, le recogió el Letrado, don Sebastián Cárdenas, un viejo conocido de su padre. No era abogado, ni siquiera tenía estudios y decían que su dinero venía del tráfico de drogas, pero le llamaban Letrado por su afición a los crucigramas, algo que en La Elipa se consideraba propio de intelectuales. Tú conociste un día al Escalero, ¿verdad?, preguntó Almond y esperó la respuesta que ya conocía: le vi una vez, no sabía quién era hasta que se hizo tan famoso, me ofreció vino de un cartón y de recuerdo me dejó esta cicatriz. Se quedaron los dos en silencio, con una sonrisa triste, como si recordaran algo dulce, pero con tanto detalle y tan despacio que acaba cambiando de sabor y se vuelve amargo."

Rafael Reig
Lo que no está escrito


"Mi primera novela la escribí bajo coacción. Al llegar a Boston no aparecieron en la cinta de equipajes mis dos maletas, en una de las cuales llevaba el borrador de algo que se titulaba La oscura gente. Desesperado, me tomé con Marta dos whiskys en el aeropuerto Logan y, sin mi equipaje, nos fuimos en taxi a Somerville, donde viviríamos todo el año ella y yo a cargo de la Spanish House, en el 125 de Powder House Blvd., cerca de la estación de metro de Davis. Era una casa de madera de tres plantas, con porche y jardín, y yo ocupaba una habitación en la planta baja, y Marta otra en la segunda; las demás habitaciones eran de estudiantes, todas chicas, que querían «vivir en un ambiente español», que era lo que debíamos proporcionarles nosotros, con obligaciones tan pintorescas como organizar cada jueves una Spanish Tertulia con su correspondiente tortilla de patatas y sus garrafas de vino Gallo californiano. Los primeros días no pude escribir por la ausencia de las maletas, y cuando llegaron tampoco, debido a la abundancia de mujeres jóvenes dispuestas a vivir experiencias españolas auténticas, así que tuve que recurrir al uso de la fuerza: me prohibí cada día tomar el primer whisky hasta que no hubiera acabado cinco folios. Me agencié en una yard-sale una Smith Corona (tuve que comprar por correo una tecla de la eñe) y me puse manos a la obra.
Quería resolver una duda: ¿me gustaba solo ser escritor o en realidad también me gustaba escribir? Para decidirlo, tenía que acabar la novela. Mientras tanto me matriculé en un curso de cine y en dos de literatura norteamericana, uno sobre el siglo XIX y otro sobre el siglo XX. Además cumplía con mis escasas obligaciones docentes los martes y jueves, enseñando el subjuntivo a estudiantes que seguían diciendo «me llamo es Charles» y «soy dieciocho años». Era la primera vez que vivía solo y además rodeado de chicas jóvenes y norteamericanas, así que me entregué a una actividad sexual variada y constante. Recuerdo a Eleanor, a Alice y a Mandy, entre otras, pero sobre todo a Marie Matin, la francesa que ocupaba el mismo puesto que yo en la French House.
En cuanto llegué empecé a salir con ella una o dos veces por semana, cuando no estaba con su novio. Nuestra relación era semejante a la que se mantiene con las zapatillas de andar por casa: era cómoda para los dos, abrigada, vacía de pasión o sobresaltos, y algo que con toda probabilidad ninguno prolongaríamos fuera de Boston. Marie estaba terminando una tesis sobre Boris Vian y tenía una engañosa apariencia de fragilidad. Era muy francesa, con pechos pequeños que cabrían en copas de champagne y el tan celebrado cul rebondi parisino. Le gustaba meterse en la bañera rodeada de velas encendidas, leer poesía (francesa) en voz alta y escuchar cuartetos de cuerda (por lo general de Mozart). Era rubia y pecosa, pedante y traviesa, y tenía treinta años, unos siete más que yo. Era la clase de mujer que podía presentarse en mi casa con solo las medias y un liguero bajo la gabardina, y tampoco era infrecuente que quisiera hacer algo en lugares públicos (una petite branlette en un ascensor, des gâteries en los columpios de los parques o un polvo de pie contra el estante PQ1 de la Wessell Library), aunque descubrí pronto que estas travesuras voluntariosas guardaban más relación con la imagen que se había propuesto exhibir (tal vez por cierto patriotismo chauviniste) que con sus deseos, que eran tan moderados como los míos o, como ya he dicho, igual de cómodos y razonables que las zapatillas viejas. Quizá por eso nos llevamos bien, aunque solo hasta que abandonamos el medio que había creado a nuestra pareja como mecanismo de adaptación."

Rafael Reig
Amor intempestivo


"Nada más echarle la vista encima me di cuenta de que era una de tantas autobiografías que se estampaban por docenas, cada vez más a menudo con forma de carta mensajera. Así comencé a leer, convencido de hallarme ante el discurso de su propia vida escrito por un tal Lázaro de Tormes, pero a las pocas páginas me di cuenta de que aquello no era verdad, no era historia, sino ficción,
narración fabulosa. No lo había escrito quien lo firmaba, era una falsificación, un apócrifo. Y sin embargo no se parecía en nada a los libros de ficción que hasta entonces había leído: novelas de caballerías y novelas sentimentales como la Cárcel de amor, de Diego de San Pedro. No era verdad ni tampoco una fábula, no era historia ni era ficción, sino una narración fabulosa, inventada, contada como si fuera real, que se hacía pasar por historia.
El autor, el maldito autor, quienquiera que fuera, no era desde luego Lázaro de Tormes, aunque no había tenido más remedio que firmar así para hacernos pasar a todos por el aro y caer en todas sus trampas. A pesar de que empieza hablando del deseo de fama y alabanza que le impulsa a escribir, sepulta en el silencio su nombre. Está jugando con nosotros, no cabe duda, nos está enseñando a leer, porque ha descubierto un mundo más nuevo que el que encontró Cristóbal Colón, un espacio insólito y hasta su llegada tan terra nullius como incognita: la ficción narrativa moderna.
Así entendí que tuvo que resignarse al anonimato para enseñarnos a leer como si fuéramos párvulos.
¿De dónde se había sacado ese mundo nuevo? Lo que podía haber leído el maldito autor, a la altura de 1550, bien lo conocía yo. Novelas de caballerías y sentimentales, todavía no las pastoriles, que estaban esperando a la vuelta de la esquina y que nada le habrían enseñado. También habría leído al arcipreste de Talavera, tomando buena nota de su atención a la realidad más trivial: los lamentos de la mujer que ha perdido una gallina, el miserable ajuar de una casa pobre, el miedo de un niño que se pierde en el campo. Habría leído mucho al obispo de Mondoñedo, fray Antonio de Guevara; su Marco Aurelio y sobre todo sus Epístolas familiares (como aquella en la que «Cuenta Andrónico todo el discurso de su vida»). Y no sólo ésas, hubo un diluvio de cartas que se publicaron en esos años y se hizo muy popular, no sólo leerlas, sino escribirlas, para lo cual aparecieron gran número de manuales. De casi cualquiera (incluso de un Lázaro de Tormes auténtico) se podía esperar que diera a la imprenta una carta sobre su vida. Fue tal el éxito que un criado del cardenal Fonseca escribió: «Quisiera hallar dos cosas a vender en la plaza: barbas hechas y cartas mensajeras».
El maldito autor también conocía muy bien, eso saltaba a la vista, La Celestina, de la que había aprendido cómo retratar a una persona a través de sus cosas. De Las ciento novellas de Boccaccio, que aparecieron en 1550, algo aprendería sobre cómo construir escenas aisladas, pero ni una palabra acerca de cómo contar una vida, una vida tan real como las nuestras. Puede que tuviera en la cabeza también la carta VII de Platón. Conocería como yo las facecias que desde hacía siglos circulaban sobre maleantes, mendigos y ciegos fingidos o de oficio. Por último, puede que conociera a Luciano, pero salta a la vista que siempre tenía en la cabeza a Apuleyo y su Asinus aureus (El Asno de oro), donde Lucio cuenta sus aventuras, el hambre que pasó en casa de Milón y cómo se ve convertido en burro y como tal anda al servicio de varios amos. Cierto, pero aquí no hay ungüentos maravillosos ni metamorfosis mágicas. O sólo una: la de Lazarillo en Lázaro, pero no es obra de un encantamiento, sino el resultado (inevitable) de una vida humana, como la de cualquier otro."

Rafael Reig
Señales de humo



"No me río de usted, Andy, no me río de nadie.
¿Usted cree que me será fácil tener hijos a mis años?
Usted no conoce mis condiciones físicas. He sufrido docenas de abortos, algunos en circunstancias terribles.
Lo lograré, claro que sí.
La belleza también es un castigo, se lo aseguro. Es lo mejor que poseo, mi belleza, pero también lo que más me hace sufrir. ¿Lo comprende? Me imagino que no. Si quiere que le diga la verdad, yo tampoco lo comprendo.
Además, la belleza es subjetiva.
Cierto, no del todo. Hay personas guapas y feas, eso es verdad. Pero hay personas feas con una cierta belleza, ¿no le parece a usted? Y al contrario.
Los antiguos se hacían la misma pregunta, desde luego, Platón y todos los demás. ¿Qué es la belleza?, se preguntaban. ¿En qué consiste? En los números, decían unos. Todo está relacionado con los números, así que también la belleza, que es cuestión de proporciones, de números. 95-58-91. Esas son mis medidas, ¿qué le parece, Andy? ¡La armonía!, decían otros, la clave de la belleza es la armonía. Ni hablar de eso, contestaban otros, se trata de la simetría. Y así durante siglos. Que si lo uno o que si lo otro. Se han pasado siglos discutiendo eso, intentando averiguar en qué consiste la belleza. Querían saber por qué nos sacude de pronto la contemplación de la belleza, por qué nos hace felices y a la vez nos hace daño. Y no han llegado a ningún resultado satisfactorio, todos los grandes sabios del mundo no han podido averiguarlo, así que, ¿qué quiere que le diga?
Mire, lo que yo creo es que unos tenían más razón que otros. La belleza no consiste en medidas, en números, en armonía o en simetría. Nada de eso.
La belleza está en el movimiento, como sospechaban algunos. Eso es lo que yo creo. Es un atributo que solo se pone de manifiesto a través del movimiento. Por eso la belleza no se puede poseer ni atesorar; se puede sentir, se puede incluso padecer, se puede contemplar, pero no se puede comprender, puesto que no es una cuestión de simetría o proporciones, no tiene nada que ver con los números ni es posible explicarla. Es solo una cuestión de movimiento, así que, en presencia de la belleza, lo único que se puede hacer es avanzar a su lado un trecho del camino o resignarse a verla alejarse. Pero no se la puede apresar, no se la puede detener, porque la belleza no existe sin el movimiento. Es como una hoguera que, mientras está encendida, se mueve. Cuando ha dejado de moverse es que ya está apagada.
No se trata de la manera de andar. No es desplazamiento, sino movimiento. Es algo diferente. Por ejemplo, todos estamos más guapos cuando sonreímos, ¿no se ha dado cuenta? Pero no es eso tampoco. Hoy no me explico muy bien. Tiene que ver con el deseo. El deseo es movimiento, ¿no es verdad? No quiero decir que se satisfaga mediante el movimiento, lo cual a veces es verdad, por otra parte. Quiero decir que el deseo no significa otra cosa que el reconocimiento de la presencia de alguien fuera de uno mismo, y el impulso que lleva a aproximarse al otro. ¿Me comprende?"

Rafael Reig
Autobiografía de Marilyn Monroe




"Si te dan el Premio Cervantes, es que algo has hecho mal."

Rafael Reig


"Uno escribe siempre entre la nostalgia y el rencor."

Rafael Reig











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