"De algún modo mi viaje por el mundo, mi vida entera han tenido ese mismo carácter. Con o sin lentes nunca he alcanzado sino vislumbres, aproximaciones, balbuceos en busca de sentido en la delgada zona que se extiende entre la luz y las tinieblas. Me he soñado viajero en esa fantástica nave de los locos pintada por Memling, que una vez contemplé con estupor en el museo naval de Gdansk. ¿Qué es uno y qué es el universo? ¿Qué es uno en el universo? Son preguntas que lo dejan a uno atónito, y a las que se está acostumbrado a responder con bromas para no hacer el ridículo. (...) Uno, me aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas. Uno está conformado por tiempos, aficiones y credos diferentes. En el momento en que escribo estas páginas puedo dividir mi vida en una fase larga, gustosa y gregaria, y otra, la más reciente, en que la soledad me parece un regalo de los dioses. (...) En ciertas ocasiones, después de ver pinturas de Beckmann, he sentido la tentación de incorporar en mis relatos situaciones y personajes cuya simple proximidad pudiera ser considerada como un escándalo; establecer en un rapto de bravura los hilos necesarios para poner en movimiento toda clase de incidentes incompatibles hasta formar con ellos una trama. Soñar con escribir una novela ahíta de contradicciones, la mayoría sólo aparentes; crear de cuando en cuando zonas de penumbra, fisuras profundas, oquedades abismales."

Sergio Pitol
El arte de la fuga



"En Latinoamérica hay un hormigueo de mendigos… Pero en condiciones tan atroces vive el poder de la creación."

Sergio Pitol Deméneghi 


"Intuimos que el hombre está habitado por varias voluntades distintas, que cada persona es varias personas."

Sergio Pitol Deméneghi 



"La inspiración es el fruto más delicado de la memoria."

Sergio Pitol Deméneghi



"Llevo cinco días instalado. Los jardines y palmares cubren una superficie de varias hectáreas. Los pacientes son extranjeros, la mayoría venezolanos. Hay un amplísimo hotel, varios restaurantes, en uno muy pequeño, El Rocío, comemos algunos mexicanos, canadienses y una señora panameña. Paz Cervantes ha venido a curarse de un enfisema, llegamos por instrucciones del doctor Jorge Suárez, nuestro homeópata en Xalapa, para terminar un tratamiento de ozono que iniciamos con él; por lo que nos han dicho la clínica de ozono de La Pradera es uno de los pocos lugares del mundo en que esa técnica se aplica. Todas las mañanas, inclusive el sábado y el domingo, vamos a la clínica. La enfermera es precisa, pero hay días que la curación se vuelve ardua y le toma mucho tiempo. Mis venas desaparecen paulatinamente, la extracción de la sangre y sobre todo la devolución de ella al organismo a veces presenta dificultades. Además de asistir a la clínica, Paz y yo vamos juntos a comer y luego hacemos un paseo de media hora o una hora en el jardín. El tiempo restante lo dedico a leer, escribir estas notas y descansar. En los primeros momentos en La Pradera me sentí Hans Castorp ocupando una vida de exámenes médicos y curaciones en un lugar aislado del mundo. Poco después me desdigo, nuestras circunstancias son totalmente diferentes: su hospital se hallaba en una montaña ceñida eternamente por la nieve; aquí, en cambio, en mi spa caribeño estoy rodeado de toda clase de palmas, de buganvillas y plantas tropicales, y el calor es abrumador. Pero lo que radicalmente nos separa es una educación distinta, el idioma, la cultura, las raíces, los mitos antagónicos. Castorp llegó a su montaña mágica algo así como a los veinte años, y yo me matriculé en La Pradera a los setenta y uno. A Hans Castorp le interesa todo, tiene la vida por delante, o así lo cree, hace amistades con facilidad, le entusiasma escuchar las polémicas entre Nafta y Settembrini y ha conocido por primera vez el amor con una mujer fascinante, y yo, a las orillas de La Habana, sólo saludo a uno que otro paciente, eso sí con corrección, y eludo las charlas con las que tratan de matar un tiempo que para ellos les resulta vacío y que yo disfruto intensamente en mi habitación. Esta amplitud de tiempo me permite hacer ejercicios, descansar voluptuosamente en mi cuarto donde leo horas y horas y horas como hacía tiempo que no había podido hacerlo. Cuando viajo llevo más de una docena de libros para tener varias opciones de lectura. Llegué a La Pradera con varios clásicos españoles: Cervantes, Tirso de Molina y Lope, algunas novelas de jóvenes mexicanos que conozco poco: Toscana, Fadanelli, Montiel y González Suárez, dos novelas de Sándor Márai, el último libro de Tito Monterroso: Literatura y vida, los diarios de Gombrowicz, una novela policial del suizo Friedrich Glauser: El reino de Matto, la única suya que me falta leer, y un excelente e incisivo libro de ensayos de Gianni Celati: Finzioni occidentali. Me he propuesto visitar La Habana sólo los sábados y domingos, después de salir de la clínica. Anteayer fue nuestro primer sábado, fui con Paz al Museo de Bellas Artes a ver la soberbia colección de Wifredo Lam, pasamos al hotel Meliá a comprar El País, recorrimos el corazón de La Habana, y en los puestos de libros encontré algunas maravillas: la poesía completa de Gastón Baquero y la de Emilio Ballagas, la obra narrativa casi completa de Lino Novas Calvo, de quien fui incondicional en mi juventud y una edición mexicana, que en las librerías de México jamás vi, de ese libro considerado maldito durante muchos años, Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro, que César Aira compara con el más provocativo Genet en su Diccionario de autores latinoamericanos. La Habana vieja es un portento, añade al cosmopolitismo turístico la fuerza popular del Caribe. Pululan los músicos por todas partes. Cuando conocí La Habana por primera vez los turistas llegaban de los Estados Unidos; hoy los que hablan inglés en las plazas y en los restaurantes son canadienses; pero también se oye francés, italiano, mucho alemán, y en abundancia el español de España. El lenguaje de los negros y mulatos me resulta casi ininteligible, un papiamento extraordinariamente melodioso, como extraído de poemas del primer Guillen, de Ballagas y los cuentos de Lydia Cabrera. Podría ser que en mis primeras visitas a Cuba, antes de la revolución, los mulatos no circulaban por las calles de La Habana vieja en tal cuantía, o que en esos tiempos se esforzaran por hablar con un español de acento cubano regular para no ser despreciados por los blancos, o quizás mi memoria retuviera otros aspectos de la ciudad para mí más atractivos que la manera del habla popular."

Sergio Pitol
El mago de Viena


"Salí de Praga ya un poco resfriado. Al despertar, lo primero que hago es tomar un analgésico, y repito la dosis durante el día, según me vaya sintiendo. Anoche tomé frío y esta mañana me descubrí vencido por la rinitis. ¡Qué espasmos!, tengo las fosas nasales obturadas, dificultades para respirar, una migraña como para aullar. Desayuné y me fui caminando al Ermitage. Subí hasta las salas de Picasso y Matisse, para iniciar la visita desde allí. Esas obras fueron adquiridas antes de la revolución para vestir los muros de los salones palaciegos construidos por los industriales y financieros de la época; gente de nuevo cuño, riquísimos, con estudios y curiosidades muy amplias, carentes de prejuicios ante las vanguardias, posiblemente aconsejados por maestros de estética, conocedores de las corrientes contemporáneas. Y ellos las aceptaban sin esfuerzo, es más, con placer. Aquí se encuentran La danza y La música, en formatos inmensos; cada uno de esos geniales cuadros podría cubrir la pared más grande de un salón. Todos los otros cuadros, docenas, son también de altísima calidad. A la burguesía francesa y en general a la europea esa pintura les producía horror, gestada por fieras, para divertir a las fieras. En el centro de un salón de exposiciones se erguía un magnífico bronce de Donatello. A ese espacio le tocó albergar una muestra de la nueva generación: Matisse, Bonnard, los puntillistas. La gente cruzaba la sala con rapidez y con los ojos semicerrados para evitar que la mirada se detuviera en aquellos esperpentos. En un periódico importante, un crítico que pasó por aquel salón escribió un artículo con el encabezado: Donatello entre las fieras, y los pintores jóvenes se sintieron felices y se apoderaron del nombre: fieras (fauves). La aristocracia rusa abominaba visceralmente esos objetos, aún más que los burgueses franceses. Fueron los nietos y los bisnietos de sus antiguos siervos, la novísima clase pudiente, quienes se sentían cómodos rodeados de las formas y el color de las fieras en su entorno; lo que explica que muchos de los mejores Picassos y Matisses estén todavía en Moscú y en San Petersburgo. Eran parte integral de las villas art nouveau de los magnates rusos. Me quedé un buen rato en esas salas y luego me fui deslizando abúlicamente ante las otras, sin ver casi los cuadros debido a una nueva embestida de la jaqueca. Por fin encontré la Virgen María niña, de Zurbarán, que conocía sólo por fotografía, pero que en mis visitas anteriores estaba siempre de viaje, y ahí comencé a revivir... A la hora de comer le relaté a una empleada de la Asociación de Escritores, que me acompañaba en las comidas y en los espectáculos, mi visita anterior al museo, enmarcada en condiciones privilegiadas: debe haber sido en 1980 o 1981. Había llegado a Leningrado una delegación de México, Juan José Bremer, Rafael Tovar, Carmen Beatriz López Portillo y Fernando Gamboa, y de Moscú el embajador Rogelio Martínez Aguilar, Elzvieta, su esposa, y algunos funcionarios de nuestra misión diplomática, entre ellos yo, para inaugurar al día siguiente vina exposición monumental de Orozco. El director del Ermitage tenía preparado un recorrido por algunas de las salas del museo. Era lunes, día en que los museos cierran las puertas al público. Nuestra comitiva, una docena de personas, semejaba un grupo diminuto de orugas perdidas en la majestuosidad de los salones. Recorrimos inmensos corredores, subimos y bajamos escaleras imperiales. Sin público, el edificio volvía a ser el Palacio de Invierno, la morada de los zares; las dimensiones se multiplicaban y escapaban al infinito. Difícilmente alguien podría gozar de aquellas condiciones para disfrutar lo que le esperaba: la Venus de Táuride, el amplio elenco de italianos primitivos y renacentistas, los Cranachs, la inmensa sala de Rembrandt, los españoles, los impresionistas, hasta encontrar en el último piso a Matisse y Picasso. De aquella soberbia fiesta visual me regocijó sobre todo que al final de una marcha de varias horas frente a toda la historia del arte occidental, al llegar a la planta noble, donde Gamboa y su equipo daban los últimos retoques a la exposición mexicana, las obras de Orozco no se disparaban de la tradición de la gran pintura sino que la continuaban. El efecto fue espléndido y revelador. Nuestro gran artista pertenecía, como Matisse y Picasso, aunque con una poética distinta, al gran legado artístico del siglo XX. Por la tarde una visita relámpago a la casa de Alexander Blok, que acaba de convertirse en museo. Muy emotiva, pero me faltó alguien con quien hablar de Blok, de su tiempo, de la poesía en general, de los escitas, a quienes Blok reverenciaba, de todo eso. En Leningrado no conozco a nadie y a pesar de que la belleza de la ciudad es cierta, de su mayor contacto con el turismo extranjero y sus usos (en los restaurantes, en la ópera, en el museo, en los anticuarios y librerías se oye hablar tanto el finés casi como el ruso y, también, bastante sueco y alemán), de sus ricas tradiciones culturales, de su fastuoso pasado, su sofisticación, también es cierto que de repente desprende un aromita pretencioso y provinciano que para nada se percibe en el bárbaro Moscú, cuya vitalidad ha sido arrolladora, si uno se atiene al testimonio de dos siglos de crónicas y novelas. Tal vez la segunda guerra mundial haya puesto un punto final al auge intelectual de esta capital imperial. Gran parte de sus escritores, artistas, científicos, murieron durante el sitio o fueron evacuados a lugares menos inseguros, y al hacerse la paz ya no volvieron. Era una ciudad rota. Muchos se instalaron en Moscú, donde seguramente habría entonces mejores condiciones: las editoriales, las universidades y centros de enseñanza, las bibliotecas, los centros de investigación, la prensa literaria, los estudios cinematográficos. Para que esta ciudad notable fuese de verdad perfecta —perfecta para mí, se entiende—, necesitaría la existencia, inserta en los pliegues y grietas de sus barrios más antiguos, de una Kitai gorod, esa invisible ciudad asiática añorada por Borís Pílniak, la que según él está escondida en el interior de todas las ciudades auténticamente rusas, donde una infinidad de ojos, meras hendeduras horizontales trazadas en una superficie facial inescrutable, contemplaran todo, lo estudiaran, lo interpretaran, y donde en las tinieblas de las zonas más sórdidas se macerara sin tregua una mezcla indescriptible de emociones feroces, terrores atávicos, misterios insondables, aventuras desorbitadas y montañas de polvo, capas de innumerables manos de pintura incrustadas en los viejos muros; en fin, que se escuchara el eco de los escitas invocados por Blok, vina apetencia mongólica que maculara a la ciudad europea... Por la tarde, una lluvia torrencial pero breve. Al descargarse el cielo se desvaneció el peso plúmbeo sobre la presión atmosférica, mi nariz comenzó a abrirse y la jaqueca se desvaneció de inmediato. Fui al teatro a ver La boda de Gógol. Función menos que discreta, una dirección de escena excesivamente alambicada, los encajes refinados, inútiles e insoportables en los que ha llegado a convertirse Stanislavski según algunos directores cursis. ¡Imposible comparar esta Boda con la inteligencia de El inspector Visto hace unos días en Moscú! Salimos del teatro bajo una espesa lluvia. Trataré de leer algo de El viaje a Armenia, de Mándelstam, que comencé después del almuerzo. He abusado del pan, las cremas, los pasteles, los bilnis y el caviar. Siento la ropa estrecha. A partir de mañana comenzaré a tomar precauciones... Después, perdí las ganas de leer, ni siquiera a Mándelstam. A la media noche no resistí la tentación y salí a pasear bajo un cielo enteramente blanco. Recorrí la Perspectiva Nevski, desde la estación del ferrocarril hasta el Ermitage; la gran avenida es un escenario recurrente en la literatura rusa, de Pushkin a nuestros días. Estoy y no estoy en Leningrado. ¿Estoy? ¡Claro que estoy! Parece que jamás me hubiera marchado de aquí. ¡Qué falsedad! Mi corazón está en otro lado."

Sergio Pitol
El viaje






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