"Cesare mira sin metafísica desde la ventana cómo se derrite la ciudad. Se derrite lentamente, como el sol de la infancia. Pasados unos segundos, que gasta en la prolongación de sus silencios, recorre descalzo el pasillo hasta la cocina, donde María enjuaga la ropa en el lavadero. Lleva un vestido de flores y el pelo suelto. Canta algo que él no identifica.
«Buenos días, Cesare. ¿Café?», pregunta su hermana.
Cesare mantiene el silencio, pensativo, como si el café condujese a la filosofía. Cuando despierta del ensimismamiento pide, por favor, una taza de café pero con «dos gotas de leche templada». A estas horas ya nota el aliento pegajoso de agosto. Nada más aparecer el sol deja caer el calor a calderos.
(…)
Ella no precisa más años. Avanza hacia el fin. Tiene vistas ya a la ruina. Ese estado mezcla de ausencia y desesperación total la empuja a tomar la tiza y escribir su último verso sobre la pizarra. «No quiero ir nada más que hasta el fondo.» Intuye que en ese momento acaban de pasarle mil cosas por la cabeza, porque siente como el golpe de una cascada de agua a la altura de su frente. Nada retiene. Las pastillas la guían por un lugar despejado. Pero eso todavía le parece insuficiente. Ve nubes altas. Ingiere todo el Seconal sódico que hay en casa. Cincuenta pastillas. Hace un intento de evocar las fructíferas amistades, aunque todo se desmorona como una ráfaga de otoño.
(…)
Llenó el vaso que había en la mesa con ginebra y lo bebió de un trago. Había alcanzado el límite, el muro, todo comenzaba a resquebrajarse. Lo llenó una segunda vez y de nuevo le asestó un trago largo y definitivo. Luego acudió a su habitación, y en la mesilla de Marta, en el primer cajón, encontró una caja de tranquilizantes. Extrajo tres pastillas, que dejó respirar unos segundos sobre la palma de la mano antes de ingerirlas de un golpe. Lo hizo con un movimiento automático, echando hacia atrás la cabeza. Se desprendió de la gabardina y la abandonó sobre la cama. En el respaldo de una silla del salón colgó su americana. La soledad volvió a hablarle, pero lo interpretó como la ineluctable antesala del fin. Hacía tiempo que sabía que al cielo o al infierno se va solo. En ese vacío que lo rodeaba como un ejército ante el que no cabe más que rendirse, aún tuvo recordatorios. Recordó a Jaime Salinas, y cómo guardó silencio en 1957, aceptando que este momento llegaría, y sería inevitable que Gabriel cumpliese su augurio. Recordó que dejaba una deuda de treinta y nueve mil pesetas en la librería Herder, que con el tiempo Marta -conociéndola- saldaría íntegramente, aunque a plazos. Recordó que a él no le ocurriría como a Raymond Chandler, que se quiso suicidar pero falló el tiro, y aunque nunca más lo intentó, tuvo que aguantar que sus amigos lo fastidiasen diciéndole que escribía buenas novelas de crímenes, pero que no sabía suicidarse bien. Todo lo que ocurrió después resultó mecánico, como si en realidad ocurriese en tiempo pasado. Fue a la cocina, abrió un cajón, sacó una bolsa de la basura, regresó al salón, se sentó en el sofá, se quitó las gafas oscuras, cubrió la cabeza con la bolsa, la apretó por el cuello, esperó."

Juan Tallón
Fin de poema



"Es divertido ver cómo funciona el poder, pero sin dejar de temerlo, porque lo destroza todo."

Juan Tallón



"Los escritores no mueren. Cuando un escritor muere, si es que muere, regresa. Nunca se va. Es un rayo que no cesa, como si de un modo u otro siempre hubiese tormenta, aun en verano. Huye lejos y se queda. Escribe en círculo. ¿Quién diría que Rafael Chirbes se fue, o que está muerto? ¿Murió acaso Robert Stone? ¿Murió James Salter? ¿Y Lemebel, y Tranströmer, y Galeano, y Grass? Si sientes muy próximo a un escritor, pues acarreas el peso de sus libros contigo igual que si fuesen las llaves de casa o el dinero justo para el pan que llevas en el bolsillo, su ausencia repentina produce un extraño vacío. Es normal. Se llama tristeza y desolación, y posee sus trámites. Pero no duran mucho. De pronto, escuchas otra vez el titileo de los libros, persiguiéndote. Un fantasma personal no desaparece, por mucho tiempo que pase. […] Al poco de fallecer Truman Capote, en agosto de 1984, Gore Vidal, a quien lo unía una enemistad profunda y querida, hizo unas enigmáticas declaraciones a una periodista: “¿Su muerte? Creo que es buena para su obra”. La frase, observada desde lejos, parece una de esas maldades que exige años armar. A medida que uno se aproxima, sin embargo, y repara en los entresijos de la oración, ya duda. Después de todo, cuando la obra es lo único que queda de un autor, siempre refulge. […] El escritor nunca desaparece completamente; no sabe. Fallece sólo para decir que está aquí, presente, y que es hora de releerlo. Pongamos que muere mal, y eso es bello. Sigue escribiendo, para sembrar la idea de que su fallecimiento fue un crimen injusto que se puede reparar. La muerte es un invento de la literatura, igual que el amor, el paso del tiempo […]"

Juan Tallón
El País, «Muerte de un escritor», 22-8-2015

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