"Al aire libre me sentí mejor: disfrutaba viendo a los que bailaban, y el ritmo de las canciones hacía que me olvidara de mí mismo y de mi peso, y me arrastraba de un lado a otro como una corriente de agua. Pasé ante un hombre que encendía un cigarrillo: la llama del fósforo le iluminaba la cara; con el fósforo todavía prendido me observó a través de la primera bocanada de humo, y luego los ojos me traspasaron, me dejaron atrás, enfocaron la figura de alguien cuyas pisadas aplastaban la gravilla de la pendiente que llevaba al garaje. «Hola», saludó el fumador. Quise contestarle, pero no conseguí emitir un solo sonido. ¿Me había evaporado? Me miré las manos: allí estaban, sucias y entintadas por los letreros corridos y borrados de la caja de hielo. ¿Seguían también los pies dentro de los zapatos? ¿Habían desaparecido? Me quité el zapato derecho y el calcetín: el pie derecho tampoco se había disuelto en la atmósfera fresca de la noche.
Me aburría la moto y los coches con los faros encendidos y la música y las voces demasiado altas para imponerse sobre los instrumentos modernos, y, cuando se callaba el magnetofón, el rumor mutilado e impúdico de las frases desnudas, sorprendidas en el apagamiento repentino de la música, admiradas de sí mismas: era el momento que aprovechaban, en el mutismo insoportable, para romper vasos y copas y aplastar los cascotes con botas de motorista. El tumulto de los que bailaban en el fondo de la piscina vacía era más divertido: los bailarines giraban, gesticulaban y saltaban con soltura como hábiles buzos en aguas muy claras. Los faroles y las luces de los coches multiplicaban las sombras: las paredes celestes y blancas eran sábanas tensas e iluminadas tras las que se proyectaban las siluetas oscuras de una banda de muchachos sin sueño. ¿De quién era la sombra quieta que se extendía, como una marca fronteriza, hasta la escalerilla metálica? Levanté un brazo y comprobé que era mi sombra.
Entonces vi que las luces rojas y blancas de un avión se aproximaban a la luz roja que resplandecía en la cúspide de la grúa. Si el avión chocara contra la grúa, ¿caerían pedazos ardiendo sobre nuestro jardín? El motorista vestido de cuero revolvía con un trozo de tubería de plomo en el montón de hojarasca podrida: tenía puesta una careta antigás. Bajé al fondo de la piscina. Los bailarines se acercaban a la maleta que había abierto Martín y dejaban sobre las toallas, las billeteras, los cubiertos, los ceniceros, las servilletas robadas una prenda: un pendiente, una cinta, un jersey, una sandalia. La maleta que mi padre arrojara una noche a las aguas corruptas rebosaba ahora con los regalos de los visitantes. Una mujer que andaba de puntillas me empujó hacia los brazos de otra mujer que me empujó hacia los brazos de un sujeto tambaleante bajo un sombrero sin ala que, aunque sonreía alardeando de unos dientes destruidos, estaba triste como un perro enfermo. Todavía me esperaban los brazos de la mujer que empuñaba la cartera de plástico transparente: me pasaban de uno a otro como una pelota, y yo simulaba reír a carcajadas. Cuando entró en el juego el joven caballero gordo y deforme de camisa planchada y corbata de nudo ajustado y perfecto, con tres bolígrafos de distintos colores en el bolsillo superior, no aguanté más: corrí hacia la escalera niquelada perseguido por las muecas y el jolgorio de nuestros invitados."

Justo Navarro
Hermana muerte




"Era un palacio de viejos jardines, blanco y sin ornamentación, de los años fascistas. Vi los focos de luz verde y las candelas rojas, y no supe dónde ocurría exactamente lo que veíamos en las pantallas que duplicaban la fiesta: focos verdes y candelas rojas, y los invitados, que no eran los mismos invitados que me rodeaban, aunque también eran felices y numerosos, cada vez más numerosos, en las pantallas y en la realidad, mientras dos orquestas tocaban al unísono, en alto, sobre dos piscinas, y la multitud bailaba. Era la fiesta de agosto, Ferragosto en vía Appia, las Ferias de Augusto, el que le cortó las piernas a su secretario por traición. Me lo contó monseñor Wolff-Wapowski.
Recibí una llamada telefónica inesperada, y toda llamada telefónica tiene algo de esa brutalidad del molestar y ser molestado, por mucho que nos alegre la llamada, y sobre todo cuando no es la llamada que más nos alegraría. No era Francesca. No era todavía la invitación a la fiesta en vía Appia, entre desconocidos. Era mi padre. Quería saber si todo se había arreglado, es decir, si yo seguiría en Roma hasta el invierno y la primavera y el verano futuro. Todo está arreglado, dije, pero volveré pasado mañana, el domingo, si funcionan los aeropuertos, existe un ultimátum islámico contra Italia. Volveré por el momento a Granada, a un hotel, tengo una proposición que haceros, digo. Cojo un lápiz, escribo la cifra de 100.000 euros en el margen de la página de Gialla Neve donde se inicia la batalla de Nikoláievka para romper el cerco soviético. Me gustaría venderte mi parte de la casa, he reservado habitación en un hotel, continúo, e inmediatamente me arrepiento de mentir: no he reservado ninguna habitación. Corrijo. Sustituyo un 0 por un 2. 120.000 euros. Es como si me hubieras adivinado el pensamiento, dice mi padre, yo iba a proponerte algo parecido.
Me sometí a la rotunda eficacia controladora del Comité de Recepción, cuatro señoras rubias, tenistas o nadadoras o presentadoras televisivas o torturadoras, de espléndidos brazos y muñecas y dedos y clavículas y traje negro sin mangas. Animales masculinos perfectos vigilaban la entrada al palacete donde una cadena de televisión productora de películas organizaba la fiesta. No era el pavor del ultimátum islámico, que se cumplía a medianoche, la desconfianza hacia los conciudadanos, aunque vayan en ropa de gala y se apeen de coches que abren chóferes o guardaespaldas, ni la desconfianza hacia uno mismo (yo, por ejemplo, nunca sé cómo reaccionará un detector de metales a mi paso. ¿Zumbará?). Era la garantía de que en la fiesta sólo entraban invitados, el rosa y carnoso príncipe de la Iglesia polaca, por ejemplo, que me mira, A usted lo he visto en otra parte, piensa, y sospecha la presencia de un perseguidor profesional, yo. No me acaba de reconocer, no recuerda haberme visto en el despacho de Monseñor. O no me vio. Un joven lo acompaña ahora, en smoking, renqueante, con bastón. Parece detenerse el joven, lo rozo con la mano, toco su brazo, el espléndido tejido de la americana negra, y se vuelve hacia mí, gafas negras en el anochecer azul, entre los árboles. Yo a usted lo conozco, dice el joven en smoking, y el príncipe de la Iglesia polaca, Ziemnicki, me mira con doble intensidad. Yo a usted lo conozco de vía delle Botteghe Obscure, lo he reconocido en cuanto me ha tocado, tartamudea el joven, pero es un tartamudeo culto, distinguido, un signo de reflexión, de maquinaria mental en funcionamiento. Levanta el bastón blanco, como un cetro, rey de la oscuridad."

Justo Navarro
Finalmusik


"Ésa era la frase que repetía el cabo Carré, le dije a mi tío. Exactamente ésa era la frase que repetía el cabo Carré en la cabaña de Possad, le dije a mi tío. Le habían triturado la pierna al cabo Carré, algo le había triturado la pierna cuando salió de la cabaña para reparar el cable del teléfono: te arrastrabas por la nieve, palpabas el cable hasta que encontrabas la rotura, empalmabas el cable roto y algo te trituraba la pierna y te morías. Estábamos en la cabaña de Possad el sargento Leyva, el cabo Carré y yo, con una radio y un teléfono de campaña. Habíamos perdido el teléfono, no funcionaba el teléfono, se había roto el cable en algún sitio entre Possad y Otenskij: habíamos perdido la comunicación entre Possad y Otenskij y el puesto de mando de Shevelevo. Y ahora me tocaba a mí salir a buscar la rotura en el cable del teléfono, a mí, muerto de miedo y sueño porque toda la noche había durado el ruido de motor de moto de los aviones U-2 y los estallidos y las llamaradas de las bombas incendiarias que lanzaban los U-2. Me moría de sueño y el cabo Carré se moría de sueño y se desangraba por la pierna triturada, se moría, y el sargento Leyva abría mucho los ojos con dos bombas de mano colgándole del cuello y el blanco de los ojos se le escapaba de la cara negra: quería que yo saliera a buscar la rotura del cable del teléfono. Llevábamos cuarenta días sin lavarnos, sin quitarnos la ropa; nos enterrábamos en la ropa que les arrancábamos a los muertos, y jamás nos quitábamos la ropa que les arrancábamos a los muertos. Me había meado encima muchas veces y me había cagado encima varias veces. Teníamos la cara negra: ya no enseñábamos los colores del miedo, la gama del miedo, el blanco, el amarillo, el verde, el azul y el morado del miedo. Teníamos la cara negra. Nos caíamos de sueño. El cabo Carré se golpeaba la cabeza contra la pared de madera porque no quería dormirse: En cuanto me duerma me muero, decía. Y decía: Ya voy, ya voy, duermo un minuto y voy. Y el sargento Leyva, a tres metros de distancia, sentado junto al cabo Carré, me gritaba: Ahora te toca a ti, vamos, hijo de puta, a buscar el cable roto. Pero yo no podía moverme. Yo quería dormirme, se me pegaban los ojos, me dolía abrir los ojos. El ruido de los U-2 me daba sueño, las explosiones me retumbaban en la cabeza y me dejaban atontado, temblaba de pavor y frío: el temblor no me dejaba dormir. Y el cabo Carré decía: Ya voy, duermo un minuto y voy. Y el sargento Leyva gritaba: Vamos, fuera, a ver el cable, hijo de puta. Y yo no podía moverme, toda la ropa que llevaba encima se había hecho de hielo, dura, negra, un caparazón: no podía mover las piernas, ni los brazos, no me podía levantar. Era una humillación aquella ropa, los despojos de diez o doce muertos, rusos, españoles, alemanes. Entonces una llamarada entró por la ventana, y el cabo Carré gritó: Voy, voy, cuando duerma un minuto, voy. Y Leyva le tapó la boca. Calla, cabrón, calla, le decía. No le tapaba la boca: le golpeaba la boca con la mano abierta y enguantada, y las dos bombas de mano golpeaban el pecho del sargento Leyva como mazas de tambor. Y entonces pensé: Si le disparo a una de las dos bombas, ¿estallará? Y apunté. Creo que disparé: me dormí, desaparecí. Y mucho después desperté en el Hospital de Riga con la Cruz de Hierro de Segunda Clase.
Me había sentido tan solo mientras le contaba a mi tío cómo gané la Cruz de Hierro de Segunda Clase, que, cuando acabé de contarle lo que jamás le había contado a ninguno, no me extrañó descubrir que mi tío estaba dormido: hablar con mi tío había sido como hablar a solas mientras vibraban mis manos sobre el volante. Ni siquiera se despertó cuando toqué el claxon frente a la casa del Duque de Elvira, frente a las luces de la fiesta de cumpleaños: nadie salió al balcón, nadie abrió una ventana. Y no se despertó cuando frené frente a la cochera de la casa de la Gran Vía y la luz de los faros rebotaba contra la persiana metálica de la cochera y anegaba el coche: alumbraba la cara mineral, muerta, de mi tío dormido y despeinado, indefenso. Metí el coche en la cochera y, sin apagar el motor, para que funcionara la calefacción, eché la persiana metálica y me senté en el parachoques, entre los faros que estrellaban la luz contra la pared y de rebote iluminaban el interior del Ford: no veía mi sombra en la pared, y la cochera se llenaba del humo del tubo de escape y la cara de mi tío se volvía más mineral. La boca se le abría, roncaba, se asfixiaba. Costaba trabajo respirar en la cochera, con los gases del tubo de escape. Entonces me levanté del parachoques, apagué el motor del coche y ayudé a mi tío a bajar del coche y a subir los dos escalones de la puerta que daba al portal de la casa, y a subir las escaleras hasta el primer piso. Hacía frío en las escaleras, y mi tío pesaba como un muerto empapado de agua y tenía la bragueta abierta, dos botones desabrochados, y por la bragueta abierta le asomaba un pico de la camisa. Con los ojos cerrados dijo: Ya voy, en cuanto duerma un minuto, voy. Y abrió los ojos y me miró: me miraba como me figuro que miró el Duque de Elvira, antes de pegarle un tiro, al perdiguero que no sabía cazar. Lo senté en un escalón y pulsé el timbre de la casa, y la mancha rosa de Beatriz asomó detrás de la mirilla. Somos nosotros, dije. ¿Ya están aquí? ¿Ha pasado algo?, preguntó Beatriz mientras abría la puerta. Y respondí: ¿Me ha llamado el Duque de Elvira? Beatriz abrió la puerta y dijo: No, a usted no lo ha llamado nadie. Entonces deseé no morirme aquella noche, que el Duque de Elvira se muriera en mi lugar."

Justo Navarro
La casa del padre



"Karl Kraus apuntaba que escribimos, inventamos historias, porque nos falta el carácter suficiente para no escribir […]"

Justo Navarro Velilla


"La novela negra nos ayuda a situarnos en el mundo."

Justo Navarro














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